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Entre la tinta, la censura, la guerra y la calle

Más de 40.000 ediciones de un periódico que ha resistido los ataques contra la información, que protege la democracia y ha insistido en la defensa de las libertades y los derechos de sus lectores.

21 de febrero de 2024 - 02:00 a. m.
Ilustración alusiva a la edición número 40.000 de El Espectador.
Ilustración alusiva a la edición número 40.000 de El Espectador.
Foto: Eder Leandro Rodríguez
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Cuarenta mil ediciones repartidas a través de 137 años. En sus primeros días fueron cuatro páginas con carácter de bisemanario, siempre sujeto a la censura oficial o eclesiástica. Eran los días de Núñez y Caro, que archivaron la Constitución de Rionegro, y El Espectador nació en contravía de lo que ellos encarnaron. No proliferaron mucho las ediciones, pues la coordenada fue la Constitución de 1886, que acorraló a la prensa. Los periodistas terminaron multados, silenciados, presos o en el exilio. Para Núñez y Caro, no dejaron de ser simples “gamonales de la pluma”.

La pieza maestra del torniquete nuñista fue la Ley 61 de 1888, llamada por el fundador Fidel Cano la “ley de los caballos”. Un esperpento para homologar la persecución a los periodistas con la alarma por los cuatreros. El periódico reapareció cuando fue permitido. La imprenta se detuvo para preservar la vida. Durante la Guerra de los Mil Días no fue posible sumar ediciones sino esperar la sensatez de la paz. Regresó en los tiempos de Rafael Reyes para sumarse a las voces que denunciaron el robo de Panamá, pero el autoritarismo oficial lo obligó a salir de circulación y cambiar de rumbo.

Retornó con los aires democráticos y coterráneos de Carlos E. Restrepo, en el tránsito de Medellín a Bogotá, con una avanzada de intelectuales antioqueños que encontraron en el ingenio bogotano el complemento perfecto. Con Fidel Cano se trastearon sus hijos Luis y Gabriel Cano, y también el combo de los amigos y los colegas. Luis Tejada, Ricardo Rendón, Ciro Mendía, los Panidas, el rastro de los iluminados de Antioquia en el sincretismo de la bohemia en los cafés capitalinos, con Luis Eduardo Nieto Caballero como el anfitrión y mentor de alucinados y talentosos personajes.

También codirector de El Espectador y baluarte en la línea editorial trazada con Luis Cano, Gabriel Cano y José Vicente Combariza (José Mar). Cuando la hegemonía conservadora mostró sus grietas aumentaron las ediciones y sus voces explicaron la opción histórica del ideario liberal. Sin que faltara nunca el espacio para los galácticos, como el poeta Porfirio Barba Jacob, que un día de 1927 se enfundó en el deber de oficiar en la jefatura de redacción y dejó un tiempo de fantasmas y luces resumido desde la crónica de Lino Gil Jaramillo en “Los tripulantes de El Espectador

En el oficio de averiguar las noticias, la redacción tuvo el comando de Alberto Galindo, hasta que partió a revivir El Liberal con Lleras Camargo para apoyar la aventura reeleccionista de López Pumarejo, y llegó el momento de nuevas manos en los cierres. Con Eduardo Zalamea Borda (Ulises) en las páginas editoriales y José Salgar y Darío Bautista como los maquinistas de la redacción con un tropel de reporteros, informantes y publicistas, el revuelo de los impresos entró en su era dorada. Y entre los debutantes, Guillermo Cano, heredero de la casa, pero untado de tinta y de calle.

Hasta noviembre de 1949 en que las ediciones fueron libres, porque en adelante se hicieron bajo estado de sitio. Nunca sin un decreto de advertencia y el sello de aprobación de los censores. Los periodistas atravesando el túnel para dejar memorias de El Dorado del fútbol y de la Vuelta a Colombia en bicicleta. La violencia política se diseminó como una mancha de tinta y el 6 de septiembre de 1952 una turba facciosa incendió el periódico. No hubo víctimas, pero el archivo se redujo a cenizas. Casi sesenta años de ediciones hoy desperdigadas en colecciones y hemerotecas.

Después llegaron los tiempos de Rojas Pinilla en el poder, que terminaron en un cierre forzoso en 1956 que puso a sumar ediciones desde El Independiente. Retornó en 1958 para reincidir en el periodismo a pesar de los problemas en ascenso. La anatomía de un país que no supo sostener la reforma agraria y poco a poco constató los tentáculos de la insurgencia, el paramilitarismo y el narcotráfico. Cuando la codicia se impuso en los círculos financieros, la voz del periódico se alzó a costa de sus finanzas. Cuando empezaron a matar a los jueces, Guillermo Cano fue visionario en su defensa.

Pero lo asesinaron en diciembre de 1986 y ese miércoles 17 fue necesario organizar una edición enmarcada en la indefensión y la tristeza. El Espectador cumplió cien años 95 días después, Guillermo Cano no estuvo, pero la edición del 22 de marzo de 1987 tituló con un lema: “¡Y seguimos adelante!”. El mismo rótulo que sintetizó el momento de resistencia después de una bomba detonada contra el diario el sábado 2 de diciembre de 1989. En esos días la libertad de expresión tenía tanto valor como la vida. Nada en las manos de menores de edad escalonados a sicarios.

Tres vidas costó a El Espectador circular en Medellín y fueron ediciones que vencieron el olvido porque ni los asesinatos, los exilios ni las bombas lograron interrumpirlas. Tampoco faltaron los periodistas a la hora de develar los entramados de la corrupción y la guerra sucia. O de registrar el júbilo de las victorias deportivas, los logros intelectuales, las obras de los artistas. Colombia cerró el siglo XX en guerra, como concluyó el XIX. En 1899 Fidel Cano tuvo que buscar refugio en las montañas de Antioquia. En 1999 fue necesario registrar el asedio guerrillero y la barbarie paramilitar.

Un día de 2001 salieron de la selva 242 militares y policías que permanecían privados de la libertad, y El Espectador estuvo en San Vicente del Caguán para contar sus historias. Meses después reportó el asesinato de Consuelo Araújo Noguera en el Cesar, las masacres de Chengue en Sucre, El Tigre en el Putumayo y Bojayá en el Chocó. La oscuridad de la Operación Orión, la bomba contra el club El Nogal, el fallido rescate militar de la Operación Monasterio, los absurdos de la violencia que maltrataron al país y obligaron las ediciones suficientes para ser expuestos.

Lo mismo que los escándalos que dejaron una trazabilidad judicial que, de forma oportuna, tuvo luces del periodismo. La parapolítica, los falsos positivos, las “chuzadas” ilegales del DAS, la filtración ilegítima de la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia, la defraudación de los primos Nule, el carrusel de la contratación en Bogotá, el derrumbe económico de DMG, las osadías societarias de Interbolsa, la marca de la corrupción, el crimen organizado y los abusos. Ediciones con explicaciones, hallazgos, contextos, insumos suficientes para documentar la historia.

En 2016 el mundo constató como Colombia cerró una de sus mayores confrontaciones bélicas: la guerra con las FARC. Ahí estuvo El Espectador a la expectativa de días de paz y esperanza. Con ediciones que dejaron la secuencia gráfica y noticiosa de cuatro años de conversaciones y un plebiscito fallido. La sombra del escándalo internacional de Odebrecht, las aguas negras del cartel de la toga, el dudoso capítulo de Jesús Santrich y el renacer de la guerra en disidencias, combos, carteles y el ELN sin cesar su guerra de seis décadas. Muchas ediciones difíciles, pero necesarias.

Cuarenta mil ediciones repartidas en tres ciclos: trece años del siglo XIX, cien del XX y 24 del siglo XXI, que camina con un periódico que tiene para sus espectadores un menú sustentado en las mismas convicciones de 1887: la defensa de las libertades individuales y el ánimo visionario de las nuevas generaciones. Hace 137 años fueron ejemplares de mano en mano en busca de lectores ávidos de libertad. Después de una lupa atenta sobre cincuenta momentos de gobierno entre mandatos, imposiciones y encargos, hoy aporta ediciones que se actualizan con el péndulo del reloj.

La sociedad actual tiene múltiples dilemas ecológicos, financieros, tecnológicos, científicos, educativos, culturales y de salud, y El Espectador sigue en el deber de aportar reflexiones y respuestas. El periodismo constituye un componente básico de la libertad y en estos tiempos de redes sociales y nuevos derechos, tiene el deber de hacer la diferencia desde sus contenidos. Se habla de inteligencia artificial como una nueva fuente de soluciones. Pero la inteligencia humana tendrá prioridad y El Espectador seguirá aportando ediciones para defender sus alcances.

Por Jorge Cardona

Editor general de El Espectador desde 2005. Previamente fue jefe de redacción, editor de la Unidad de Paz, así como editor y redactor judicial. En 2006 recibió la distinción a un Editor, concedida por la Fundación Gabo, y en 2020 premio a Vida y Obra del Premio Simón Bolívar. Catedrático universitario desde hace 30 años.jecardona@elespectador.com

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samuel(77552)21 de febrero de 2024 - 08:07 p. m.
La inteligencia artificial coadyuvará a profundizar en mayores datos / información / conocimientos para soportar las investigaciones.
Paula(puw4y)21 de febrero de 2024 - 11:29 a. m.
Qué bonito homenaje. Ojalá sean muchos años más de registrar la sociedad colombiana y de defender los ideales de la libertad!
María(17011)21 de febrero de 2024 - 02:13 a. m.
FELICITACIONES.
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