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Entre las filas de una orquesta para ser testigo de lo inédito

La cita era a las 8:15 de la mañana. Me levanté antes de que sonara la alarma para cantar el himno nacional durante la posesión de Gustavo Petro como presidente.

Laura Camila Arévalo Domínguez
08 de agosto de 2022 - 04:21 p. m.
La Orquesta Filarmónica de Bogotá y músicos de distintas orquestas de todo el país fueron parte del acto de posesión presidencial.
La Orquesta Filarmónica de Bogotá y músicos de distintas orquestas de todo el país fueron parte del acto de posesión presidencial.
Foto: Kike Barona

Bogotá había amanecido fría y las cimas de sus cerros aún se cubrían de neblina, pero además íbamos a cantar en la posesión de un presidente. Ya nos habíamos presentado antes, sí, pero no en la posesión de nadie, ni mucho menos de un presidente, ni muchísimo menos de uno que convocara a artistas a su gran acto. Me sentía curiosa, pero, además, afortunada: la hora de nuestra cita fue “por razones de seguridad y logística”. Yo iba a atravesar esos filtros tan estrictos con mi nombre y tal vez mi número de cédula. Yo estaría en “la lista”.

Para este evento, nos juntamos con otras orquestas, así que había muchas personas que no conocía. Cuando llegué a la sede de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que queda en Teusaquillo, me bajé del Uber y me monté al primer bus que vi. Ya había gente adentro, así que enfoqué un puesto y me senté. Delante del mío había muchos más esperando por llenarse. Éramos 210 músicos y yo había llegado muy temprano por la ansiedad.

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Comencé a observar con disimulo a quienes tenía al lado: había una mujer que abrazaba su violín empacado en un estuche blanco. Luego lo pasó a sus piernas y se puso unos audífonos que guardaba en un bolso negro adornado con perlas. Cerraba los ojos y los abría, como durmiéndose. A ella ya la había visto en el ensayo, que fue el viernes pasado. Estaba muy cerca de la directora y, cuando tocaba, se movía como una culebra erguida. Como si la fuerza le saliera de la columna para mover el arco que hacía sonar su violín, pero además para sostenerse con las piernas. Me gustaba porque parecían pasos de baile. La comparé con otros músicos que sí se pegaban al espaldar de la silla y se veían un poco más tensos. Ella parecía mover las caderas con las notas del himno.

-¿Tú sabes a qué hora cantamos?, le preguntó un joven a otro. Estábamos en el mismo bus. Yo dejé de mirar a la violinista para concentrarme en esa conversación.

-No.

-¿Qué irán a proyectar durante el Réquiem?

-No sé. Supongo que algo triste. Pondrán las fotos de los presidentes de antes.

Y se rieron mientras soltaron dos soplos para intentar enfriar unos cafés que habían comprado antes de subir al bus. Esa charla me llegó de atrás, pero no quise girar para saber quiénes eran. También me reí del chiste.

El bus arrancó y yo me perdí en esos cerros, que esa mañana se me antojaron “muy colombianos”. Cuando pensé en eso, me burlé. Sabía que era ridículo: las montañas no son de ningún lado, pero a mí me parecía que esas sí. Eran unas curvas conocidas que, a pesar de la familiaridad, no dejaban de impresionarnos. Eran pliegues bogotanos que siempre vigilaron nuestras marchas, luchas, reclamos o demás posesiones. Hoy me mirarían a mí cantar y yo intentaría que me escucharan. Habrían visto a Bolívar y a las víctimas de la Toma y retoma Palacio de Justicia y a las madres de los desaparecidos de Soacha. Qué indiferencia, pensé.

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Cuando vi la Quinta de Bolívar, comenzaron los filtros del Ejército, los policías y los hombres vestidos de negro a los que les colgaban cables blancos y enroscados de las orejas o que cargaban radios por los que pedían instrucciones para dejar o no dejar pasar. A nosotros nos dejaron, claro. Me sentí orgullosa. Llegamos a una esquina en la que me desorienté, pero que quedaba muy cerca del Santuario Nacional de Nuestra Señora del Carmen. Nos requisaron. Caminamos hasta el Teatro Colón y, antes de entrar a la Sala Mallarino, que está en el último piso y ya conocíamos porque a veces ensayábamos allí cuando teníamos presentaciones, nos dieron un refrigerio. A mí me tocó un jugo Hit de naranja con mantecada. Les cedí el mío a dos mujeres mayores que comenzaron a maquillarse.

Después de este paso, esperamos un largo rato en “platea”. Supongo que durante estas horas, algunos ensayaron: sonaban violines y trompetas a lo lejos. Yo salí a fumar.

Mientras veía el humo y me regocijaba con el olor a tinto, que ese día también se me antojó muy “bogotano”, vi cómo les daban instrucciones a un grupo de mujeres afro que llevaban turbantes y ropas de colores amarillos, verdes, rojos. Todos juntos. Todo muy africano o muy del Pacífico. “Cuando salga el presidente, ustedes comienzan a cantar. Y siguen cantando hasta que él gire por la carrera sexta para dirigirse a la plaza”. Me aburría, así que me acerqué. Una periodista les preguntó los datos: eran mayoras y menoras del Grupo cultural del Chontaduro. Vivían en Cali, pero habían nacido en Timbiquí, Chocó, Guapi. Se decían “comadre”. También explicaron cuál era la diferencia entre una menora y una mayora: la edad y la sabiduría. Les sonreí y me alejé hacia la puerta de la Cancillería, que queda en frente del Teatro Colón.

“Pero cómo así que no te van a dejar entrar, espérate”, escuché. Era una niña y sonaba ofuscada. A veces se ahogaba. Se atropellaba entre lo que le decían por el teléfono y lo que quería contarle a un hombre que corría detrás de ella. Era uno de esos señores que ya había visto con cables colgando de los oídos. “Pregúntale dónde está”, le decía. La niña era Antonela Petro, que le dijo al señor en tono de reclamo: “pero cómo es posible que no dejen entrar a mis nanas”. Y volvía al teléfono: “dime dónde estás”.

Comenzaron a hacernos señas para entrar a almorzar. Nos sirvieron arroz con pollo y papas fritas con jugo de mango, mora o guayaba. Yo me tomé el de mora.

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Si llaman a la Filarmónica para que se presenten, nos llaman a nosotros. La rareza de ese día no fue por el llamado, sino por el evento. Mientras comía, pensaba que tenía mucha suerte. Mientras me metía trozos de pollo a la boca, no se me ocurría que tuviese buena voz o que hubiese trabajado mucho para merecer estar ahí. Solo pensaba que tenía suerte. Me sentí agradecida de pertenecer al Coro Filarmónico Juvenil, que además es el único profesional de Colombia: aquí trabajamos y nos pagan un sueldo. Tenemos un contrato. Me sentí tan emocionada entre mis cavilaciones con olor a pollo, que sonreí sola y lo disimulé tomando jugo.

Como yo ya sabía que, por ejemplo, hablando de violines, el que estuviera más cerca de la directora tenía un rango más importante, recordé a la “mujer culebra”. Así le puse para identificarla cada vez que la veía. Y lo hice porque, por fin, se quitó el tapabocas. Asumí sus cualidades superiores o, mejor, su disciplina de hierro: estaba aquí y, como dije, muy cerca de Paola Ávila, la directora. Al primer violín, es decir, al que se aproxime más a ella en ubicación, se le llama concertino, y tiene la tarea de afinar a la orquesta: se levanta y puede decirle a alguien “tú debes dar un La”, y todos afinan con base en esa indicación. También decide cómo se moverán los arcos: cuándo tocarán hacia arriba y cuándo hacia abajo. Eso lo ensayan y hacen la misma nota hacia el mismo lado. Suena y se ve de una manera muy específica. La mujer culebra no era la concertina, pero su ubicación era privilegiada.

Busqué un baño para lavarme los dientes, maquillarme y cambiarme. Los de las mujeres estaban llenos: maquillajes abiertos, planchas para el pelo conectadas a las tomas de los pasillos del teatro, zapatos desordenados en el suelo. Yo me metí a uno de esos, me quité mi ropa cómoda y me puse el vestido. Esperé hasta ese momento para no cansarme mucho con los tacones, que eran altos y tenían plataforma. Después salí a maquillarme. El mío fue sencillo: sin sombras ni contornos. Me puse un corrector para las ojeras y la frente, lo sellé con una brocha que unté con polvos, un poquito de rubor en los pómulos, iluminador, pestañina y algo de color para los labios. Alcancé a sentirme en desventaja por los maquillajes de las demás: sombras de colores que se mezclaban con delineadores. Sus ojos parecían mariposas. Además de que sus cabellos estaban peinados con ondas o habían quedado muy lizos y desprendían olores a jazmín, vainilla o limón. Olíamos muy bien.

Paola, la directora, también se peinó y se maquilló especialmente para esta presentación. Tenía el cabello recogido con una trenza que llegaba hasta un punto en el que, luego, las puntas le caían de un lado.

Después de que me saludó, bajé hacia la entrada del teatro y fui enumerando lo que ella debía hacer, solo para ocupar la mente y pensar en algo mientras medía mis pasos por las escaleras: ya iba en tacones. La directora tiene una partitura en la que están todos los instrumentos. Va dirigiendo con la batuta un esquema para que todos sigamos el tiempo y las intenciones que ella decide. Al violín, por ejemplo, le sale su partitura específica, al trombón, igual. Ella las tiene todas y va marcando los cambios: cuándo va creciendo, cuando va disminuyendo, cuándo hay un acento o un accelerando, etc. El ejemplo con el que fui pensando en lo que ella haría esa tarde fue el himno, que ya está compuesto y tiene un tempo marcial, pero que esta vez dependía de la solista, Betty Garcés, y de Paola. Betty siempre quiso que fuese lento. Cada vez le iban bajando un poco para que la acompañaran a ella, que era el centro de todo. Todo fue coordinado entre la solista y la directora. Concluí, entonces, que el instrumento de Paola éramos la orquesta y el coro. Ella nos interpretaría.

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Al bajar, todo estaba listo para que saliéramos: hicimos el mismo recorrido del presidente, pero nosotros atravesamos la plaza hasta la Secretaría de Cultura. Había tanta gente, que me abrumé de solo pensar, ahora, en la responsabilidad de Betty Garcés. Y nos cruzábamos con ministros, senadores, expresidentes. Y el rey de España, además de presidentes de otros países. Dios mío, me atraganté. Pasé saliva y seguí caminando. Me calmé pensando en que yo era parte del coro. Y el presidente, se me había olvidado el presidente. Volví a sentir frío de la ansiedad.

En la Secretaría, calentamos. Una de nuestras compañeras nos indicó movimientos para “despertar el cuerpo”: golpecitos en el pecho, estiramiento de brazos, unas SSHHH, RRRR y unas FFF largas y en bucle. Durante estas repeticiones, dijeron: Coro, salimos. Y comenzamos a caminar hacia la plaza.

Subimos a una tarima que estaba en la parte izquierda del escenario principal. En la parte derecha, si se piensa en la perspectiva del público. A nosotros nos ubicaron en todo el extremo. No recuerdo mucho lo que pasó desde ese momento hasta que Roy Barreras, el presidente del Congreso, dijo: Secretario, comencemos el orden del día. Escuché el himno nacional y me enderecé.

Mientras sonaban las trompetas, las palomas de la plaza de Bolívar, ya bien acostumbradas a las personas, volaban tan bajo que alcancé a ver cómo asustaron a una periodista que hablaba por medio de un micrófono y ante una cámara. Al camarógrafo le tocó ayudarla. Me reí. Y antes de comenzar a cantar también vi a unas señoras que, desde unas ventanas de la Alcaldía Mayor de Bogotá, grababan con una mano y con la otra se tocaban el corazón. Lloraban. También se limpiaban la cara arrugada por los gestos. Desde abajo, otro señor cableado y repleto de radios, pero esta vez más grande y más bravo, les pedía que cerraran la ventana. Ellas no entendían. Al escuchar la urgencia del hombre alto y ofuscado, los que estaban abajo lo ayudaron a gritar. Y les hacían gestos con las manos para que los vieran, pero las señoras, que por los uniformes noté que estaban encargadas del aseo de la alcaldía, pensaban que las estaban saludando, así que devolvían el gesto. En eso estuvieron un rato. También me reí.

Comenzamos a cantar. Creo que nunca me había esforzado tanto para que me escucharan como en ese momento. Se me quitó el frío. Vi a todas esas personas entonando un himno que, por el ambiente, el tumulto y el sonido, casi no se escuchaba, así que decidí aportar con todo lo que tenía. Vi a mis compañeros: todos, sin decirnos nada, nos comprometimos a proyectar la voz más que nunca. Betty Garcés nos conducía. En las pantallas proyectaron un video. Yo me quedé mirando el cerro Monserrate, que parecía el mejor ubicado para vernos a nosotros, tan unidos en un evento al que, extrañamente, nos habían invitado. Como lo dijo durante el ensayo la maestra Teresita Gómez, esto era emocionante porque nos sentíamos incluidos en algo importante que también comenzaba con nosotros. Canté tan fuerte, que temí exagerar. Intenté escucharme, escuchar la música, escuchar a los demás, pero no daba resultado. Qué plaza tan grande, qué montón de gente, pensaba.

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Cuando terminamos, me sentí frustrada. Todos nuestro esfuerzo, que además fue mayor al de muchas presentaciones, se había quedado en un himno entre presente y ausente. Me decepcioné de nosotros, pero después, del sonido. Y después, del evento. De nuestra importancia. Me sentí impotente y pequeña. Sentí tristeza por la directora, por Betty Garcés, por los niños del coro y por mis compañeros. Sentí tristeza por mí. Y todo ese aluvión de amargura se me quitó cuando, desde abajo, una cara conocida que me había encontrado ese día me miró y me levantó el dedo pulgar: salió divino, leí en sus labios. Y luego juntó las palmas, como aplaudiendo. Abandoné la tristeza para decirme que, como siempre, me estaba castigando innecesariamente, como dicen mis personas más cercanas. Y me dispuse a disfrutar de nuestro éxito, que se había dado desde que fuimos parte del “orden del día”.

Cantamos el “Réquiem en re menor”, KV 626 de Wolfgang Amadeus Mozart, con menos ansiedad y más compromiso. Ya sabíamos que no sonaría como queríamos, o así de fuerte como soñábamos, pero esas circunstancias también hacían de ese momento, algo sublime: esa composición no la interpretaríamos para que proyectaran a los presidentes del pasado, como lo dijo un compañero en el bus, sino a colombianos que han sufrido las crueldades que nos sabemos de memoria en esta tierra, pero también que han gozado de las bondades de este “pedacito de cielo”, como le dice mi abuela, del que brotan café y palmeras. De este “paraíso de tres colores”, como dice mi mamá, que es custodiado por águilas y osos que se asoman desde los páramos. Me sentí parte de algo. Me sentí responsable.

Terminamos la ceremonia sentados. No veíamos mucho desde donde estábamos, así que comenzamos a aburrirnos y, tiempo después, a tiritar de frío. Yo, que me acurruqué como pude mientras cruzaba mis piernas desde la silla, escuché que traerían la espada de Bolívar y que Roy Barreras citó a Mario Mendoza: “Creer es resistir”. Eso me sirvió y me enderecé un poco. También escuché al presidente, a Petro, recordar una cita de Cien años de soledad, y después decir, muy emocionado: “Hoy empieza la Colombia de lo posible”. Yo me quedé pensando en eso hasta el final. Fue como si hubiese dejado de escuchar para solo pensar en eso: yo hago parte de la Colombia de lo posible. Yo seré el testimonio de que lo imposible, será posible para mí. Yo, que fui invitada como cantante, atestigué que lo improbable, se puede convertir en probabilidad.

Yo, la cantante, realmente fui la periodista que entró a la posesión entre las filas de una orquesta para ser testigo de lo inédito.

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Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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