Entre vivir o dirigir un museo en Colombia (Realidades ficcionadas)
Presentamos la primera entrega de esta serie de crónicas basadas en hechos reales. Los nombres, algunos lugares y hasta algunos cargos mencionados aquí fueron cambiados para proteger la identidad del personaje principal del relato y sus allegados. La historia, que ocurrió hace muy poco tiempo, es la confirmación de aquel dicho que no pierde vigencia: la realidad supera la ficción.
Laura Camila Arévalo Domínguez
¿El arte vale tanto la pena como para que me maten? ¿Por quién daría la vida? Si hasta dejó de importarme que me pegaran palmaditas compasivas en la espalda cada vez que hablaba sobre mi trabajo. “Ayyy, tu idealismo se oye muy lindo, pero aterriza”, me han dicho. Yo me digo, ¿aterrizar? ¿Para qué? Si lo que busco desesperadamente es separarme de esta ligereza, de este tedio, de estas vidas mediocres que solo se interesan por las ciencias exactas, la política y la suma de cosas que terminarán en un depósito. ¿Y la política para qué? De qué nos ha servido tanta pasión por aquellos insensatos. Porque para mí, la política por la que me dicen que debo interesarme, es la politiquería, la que sostienen los que prometen y jamás cumplen. Los descarados esos a los que dejó de dolerles el sufrimiento ajeno, pero mienten y nosotros les creemos. Me asquea la candidez absurda de este pueblo, de mi pueblo. Me asquea mi ingenuidad. ¿Cosas? ¿Qué es lo que quieren acumular? ¿Para qué? Si aterrizo, me interesaría más en acceder a un cargo, mejorar mi sueldo, tener algún crédito o mejorar el carro. ¿Y eso de qué me va servir? Si seguiría con este vacío, con este sin sentido profundo de vivir alienado. No somos monos. ¿Por qué es tan difícil de entender? ¿No sienten eso que a mí me atormenta, pero me mantiene vivo? Me quiebra saber que mi lucha, la que llevo conmigo, tenga que detenerse por miedo. Sí, me da miedo que me maten. No sé qué hay más allá y no quiero averiguarlo, no por ahora. No creo en la patria ni en la moral: en lo único que creo es en ese instante milagroso que se logra al conectarse con el mensaje de otro que tampoco accedió a “aterrizar”. ¿Por qué me quieren matar? ¿Por qué les aterra tanto que las personas piensen? Si de todas formas, no quieren hacerlo por vulgar comodidad. Yo no quiero una vida cómoda, pero tampoco me quiero morir, así que doblaré las rodillas ante la cobardía de esas amenazas. Esa violencia, esas muertes, esa forma de ganar a través del terror, es una muestra clara de estupidez máxima, un daño del alma crónico. Una derrota. La decadencia del espíritu, una pérdida ruidosa de dignidad, una hijueputada. Yo no quiero morirme en manos de un hijueputa.
*
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Osvaldo se puso feliz cuando le dieron la noticia. ¿Y cómo no? Si era un ascenso. Era un cargo en el que sería el DIRECTOR, así, en mayúsculas. Así le sonó cuando lo nombraron, pero no porque tuviese afán de mandar, sino porque podría elegir. Estaba a cargo de lo más importante que alguien jamás podría dirigir: una obra. Y esa soberanía sobre un lugar cultural, que es como decir un lugar sagrado, era un anhelo. Más allá de que profundicemos sobre los conceptos de éxito y mucho más allá de que hablemos de cuánto daño nos hicieron los malditos mandatos sociales, los medios, la publicidad, el colegio, la iglesia y la familia, era esperable la emoción de Osvaldo: su nuevo cargo era un premio.
De trabajar en Bogotá, se fue a vivir a Honda para dirigir uno de los museos de la ciudad. Osvaldo, tan rolo él, arrancó con una maleta a medio llenar de ropa que solo guardaba para los viajes a la playa, a Melgar o a algún lugar en el que tuviese que buscar más ventilación. Arrancó con su piel acostumbrada al frío bogotano, al sol que media ciudad agradece y la otra mitad maldice, a los eternos trancones, a los cafés del centro y a su almohada fría; hacia el calor de 32 grados, la humedad constante, la ausencia de caras afanadas y, por supuesto, se despidió de las almohadas frescas. Pero se fue emocionado. Tenía algunos planes: temas de paz por medio de pinturas, fotografías y cine. Esa idea lo seducía. Es un tipo “sensible”. Le duele que en este país siga siendo paisaje que encuentren cuerpos en fosas de cualquier zona rural o, mejor dicho, de cualquier zona. A veces piensa que Colombia está maldita. Que la única explicación a esta violencia desbordada es que algún ser muy poderoso, invencible, sobrehumano (o infrahumano), hubiese rezado estas tierras para que solo germinaran a punta de dolores insoportables. A él le dolían y le duelen esas cosas. A él.
Ideó exposiciones y hasta un cine club en el que se analizarían las violencias locales, pero también las externas. Soñaba que las dictaduras, tiranías y revoluciones que se han librado en nombre de los derechos y la vida, fuesen los temas de estudio. Se convenció de que la conversación era una necesidad.
El 7 de junio de 2019 hubo “Noche de cine en el museo”. La película proyectada abordaba el desplazamiento de comunidades afro en Colombia. Cuando se terminó, las personas se agruparon en un círculo para comentarla. Una persona levantó la mano y dijo que hablar de racismo, feminismo o feminicidios era igual a promover la anarquía. Que esas cosas no existían y que las ideas de izquierda eran puras “vagabunderías” que truncaban el progreso de Honda. Se quejó de que alguien tuviese intenciones de apoyar a indigentes, “si son la muestra de que los humanos podemos llegar a niveles muy bajos de degradación”, dijo. Casi que propuso ignorarlos o erradicarlos. Esa, tal vez, fue la idea que más reforzó en su intervención: erradicar todo aquello que él consideraba diferente. Lo que no se parecía a él y, sobre todo, lo que no estuviese de acuerdo con él. Sus comentarios tensionaron el ambiente y comenzó una discusión que terminó disolviendo al grupo. Se llamaba Roberto, desapareció unos minutos y luego volvió con una invitación:
-Osvaldo, quiero invitarlo a comer hoy.
-Roberto, hola. ¿Hoy?
-Sí, ya. Tengo afuera la camioneta. Después de comer, lo dejo en su casa.
-Tengo un informe pendiente y no me ha rendido. ¿Otro día?
-No, otro día no. Vamos hoy. No lo demoro.
Y Osvaldo no fue capaz de negarse más.
Roberto no iba solo. Lo acompañaba otro tipo tan alto como él -unos 1.85 metros de estatura- que llevaba una camiseta blanca con un chulito plateado y desgastado de Nike en la parte izquierda. Sus jeans eran oscuros y tenía puestos unos tenis negros. De la ropa de Roberto no recuerda mucho: una camisa negra con los dos primeros botones abiertos. De ese espacio de piel, de su cuello, sobresalía una cadena de oro que brillaba igual a un anillo en su dedo meñique y un reloj dorado que parecía muy pesado.
Osvaldo se montó en las sillas traseras de la camioneta. Cuando arrancaron, le dijeron que antes de ir a comer, le darían una vuelta por la ciudad para que la conociera: él ya llevaba un año viviendo en Honda, y ellos lo sabían, así que el tour era innecesario. Ni aceptó ni se negó, solo comenzó a sentir miedo. La camioneta era grande, pero no se percató del modelo. Solo recuerda que siempre que había coincidido con personas que debían ir en esas camionetas, veía un grupo de escoltas alrededor. No le gustó ese recuerdo, así que trató de evitarlo. Roberto comenzó a hablarle.
-¿Sabe qué pasa, Osvaldo? Que en Honda todo está muy organizado. Yo me puse así después de esa película porque me pareció que, seguramente sin intenciones, usted está queriendo desordenar todo. Hermano, ¿para qué?
-Lo que menos quiero es molestar.
-Se ve que usted es un tipo inteligente, sensato. No se meta en problemas pendejos, y no se lo digo por mí, sino porque la gente aquí resuelve las cosas de otra manera. Aquí hemos hecho un trabajo juicioso de limpieza.
-¿Limpieza?
-Sí, limpieza social.
- No entiendo.
-Pues hemos limpiado a Honda de los delincuentes. Tuvimos que juntarnos con paramilitares para hacer respetar esta ciudad, pero se logró, ¿si me entiende?
-Sí…
-Yo me preguntaba viendo esa película: cuál es la necesidad de meterse en problemas, porque le digo una cosa, Osvaldo, si sigue en ese plan va a tener que enfrentarse a gente oscura.
-¿Qué gente? ¿Por qué lo dice?
-Pues porque los conozco. Ya están hablando, así que alguien tiene que advertirlo.
- Ya…
-Usted me cae bien. Mejor viva tranquilo con su arte, pero que hable de otras cosas. Eso de ayudar a esos hijueputas indigentes. Noooo, hermano. O hablar de los derechos de esos negros malparidos. ¿Usted cree que después del trabajito que nos costó limpiar estas tierras queremos hablar de sus derechos? La gente de bien tiene derechos, nadie más.
- …
- Vea, llegamos. La pizza de aquí es muy buena. Bien pueda.
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Y Osvaldo se bajó con la única certeza de que tenía que irse. No entendía. ¿Lo habían amenazado? Y, después de otra larga conversación en la que Roberto le exigió su opinión sobre la dosis mínima de marihuana y el porte ilegal de armas, entendió que sí. Comió como pudo, trató de evadir el tema o seguirle la corriente a Roberto y le pidió que lo llevara a su casa. Le dijo que tenía que irse por el informe, que tenía que madrugar, que estaba cansado, que tenía que hacer llamadas, pero que ya, que lo llevara, que por favor, que se afanara, que qué pena, pero era urgente. Cuando por fin entró a su casa, se quebró.
Al otro día, Osvaldo le envió un correo al director de uno de los museos más importantes del país, que además era algo así como su jefe, y le contó todo. Le dijo que sentía miedo y que creía que necesitaba protección o, por lo menos, una garantía para seguir trabajando sin miedo. El director le dijo que claro, que cómo no, que se pondría al frente de la situación, ya que lo que decía en ese correo era “sumamente grave”.
Los días que pasaron son difíciles de describir. Los atravesó con una sensación de incertidumbre pandita, igual a la preocupación de algún dolor que aparece de repente y no se quita, pero se soporta cuando se pide la cita con el doctor que remediará la molestia. Había preocupación, pero también calma por la esperanza de la gestión que, se suponía, estaba en marcha gracias al director ya mencionado. Vamos a decir, pues, que este hombre dirigía el Museo de la patria, y lo bautizaremos así porque cada vez que la palabra patria se cruza en algún discurso, se terminan protegiendo los intereses de las cabezas de las instituciones, del Estado, pero jamás del ciudadano. Sí, la patria es una buena palabra para demostrar que las leyes y los valores y los cimientos de la nación se soportan sobre las espaldas rotas de los infelices apátridas, claro, que se atreven a pedir garantías para derechos como la vida.
Osvaldo les contó a algunas personas sobre aquella noche y le aconsejaron que denunciara, pero que se fuera de Honda. Que no saliera de la casa, pero que si salía, cambiara de ruta constantemente. Que solo se moviera en taxi. Que no abriera las ventanas y que, en lo posible, no prendiera las luces, ni saliera tarde ni mucho menos solo. Desde el 10 de junio hasta el 26 del mismo mes, el director del Museo de la patria no se comunicó. Ese día llamó a Osvaldo diciéndole que sí, que lo ayudaría, pero que tenía que hacer algunas modificaciones en su testimonio. La noche del tour por Honda, Roberto le habló a Osvaldo sobre un grupo político que también colaboró con las efectivas medidas para proteger a Honda de la decadencia. Pues bueno, eso era lo que ahora debía omitir. Nada de partidos políticos y, en lo posible, nada de nombrar a grupos paramilitares, que mejor dijera grupos armados. Grupos criminales, pues. Es lo mismo, ¿no?
Así lo hizo y volvió a enviar el correo. Nada pasó durante quince días más y sería desgastante contar uno a uno los movimientos de Osvaldo para conseguir alguna solución que lo sacara de allí. Sumaría más decir que, uno de esos días, sacó la basura y no regresó sino hasta 32 horas después: Nuri, una vecina, lo encontró vagando por alguna carretera y sin ningún rumbo. “Osvaldo, holaaa”, y Osvaldo no reaccionaba. “Osvaldo, soy yo, Nuri. ¿Está bien?”, y Osvaldo no respondía. “Osvaldo, pareee, yo lo llevo a su casa” y Osvaldo se montó al carro, pero no dijo nada. No lo hizo ese día ni esa noche. Habló hasta que pudo recuperar su memoria. Le diagnosticaron fugas disociativas, un trastorno que “se caracteriza por un viaje repentino lejos del hogar o del trabajo, con incapacidad para recordar el pasado y con confusión acerca de la identidad previa”. Y las causas podrían ser sentimientos extremos de vergüenza, traumas causados por la guerra, traumas provocados por algún accidente o desastre natural, secuestro, tortura o abuso emocional o físico en la infancia. O un estrés insoportable por la incertidumbre que produce que, en cualquier momento, te puedan matar. Eso también.
Como no obtuvo respuestas del director del Museo de la patria, Osvaldo buscó a alguien que conocía en el ministerio encargado de velar por las artes en Colombia. Esa persona le informó a la secretaria privada de la ministra de ese entonces lo que estaba sucediendo en Honda y hubo un asomo de luz: por fin alguien lo llamó a decirle que habría una reunión sobre su caso en las instalaciones del ministerio, en Bogotá.
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A la reunión, que se produjo en julio de 2019, llegaron la ministra, la secretaria privada de la ministra, Osvaldo y el director del Museo de la Patria, quien, según Osvaldo, dijo que se había demorado en contestar porque “estaba haciendo reflexiones”. Allí se habló de un traslado para Osvaldo y de su protección (escoltas, policía, camioneta blindada) durante los días en los que tuviese que estar en Honda esperando por ese cambio. Llegó agosto de 2019, y nada pasó. Osvaldo se devolvió a Bogotá sin trabajo y a la casa de algún amigo. Pidió explicaciones: que no había plazas, que esos cambios toman tiempo, que la protección no era responsabilidad de ellos. Pidió garantías y no se las dieron, pero sí recibió otra cosa: la directora del Programa de Financiación de Museos y Recintos culturales, Gabriela Nieto, se equivocó con un pantallazo en WhastApp y lo envió a un chat en el que él aún estaba, el chat de directores de museos. Era un correo de Osvaldo, pero no fue tomado desde la bandeja de ella, sino desde la de él: le hackearon su correo y borraron todo lo que tenía que ver con el caso.
Osvaldo, que hoy por hoy trabaja para otro de los museos más importantes del país, debe hacerse controles constantes para monitorear su salud. Nadie lo protegió ni le dio ninguna explicación. Nadie pudo explicar por qué en Colombia ser artista o gestor o director de un museo, es una labor de alto riesgo. Nadie supo cómo justificar que, frente a la pretensión de pensar, hay que aguantar dolores que van más allá de las confrontaciones propias del pensamiento. Hay que soportar el miedo y vivir con la certeza de que, en Colombia, la vida no vale nada.
La última llamada que recibió para hablar sobre el tema, fue para advertirle sobre el peligro de hablar, de denunciar.
¿El arte vale tanto la pena como para que me maten? ¿Por quién daría la vida? Si hasta dejó de importarme que me pegaran palmaditas compasivas en la espalda cada vez que hablaba sobre mi trabajo. “Ayyy, tu idealismo se oye muy lindo, pero aterriza”, me han dicho. Yo me digo, ¿aterrizar? ¿Para qué? Si lo que busco desesperadamente es separarme de esta ligereza, de este tedio, de estas vidas mediocres que solo se interesan por las ciencias exactas, la política y la suma de cosas que terminarán en un depósito. ¿Y la política para qué? De qué nos ha servido tanta pasión por aquellos insensatos. Porque para mí, la política por la que me dicen que debo interesarme, es la politiquería, la que sostienen los que prometen y jamás cumplen. Los descarados esos a los que dejó de dolerles el sufrimiento ajeno, pero mienten y nosotros les creemos. Me asquea la candidez absurda de este pueblo, de mi pueblo. Me asquea mi ingenuidad. ¿Cosas? ¿Qué es lo que quieren acumular? ¿Para qué? Si aterrizo, me interesaría más en acceder a un cargo, mejorar mi sueldo, tener algún crédito o mejorar el carro. ¿Y eso de qué me va servir? Si seguiría con este vacío, con este sin sentido profundo de vivir alienado. No somos monos. ¿Por qué es tan difícil de entender? ¿No sienten eso que a mí me atormenta, pero me mantiene vivo? Me quiebra saber que mi lucha, la que llevo conmigo, tenga que detenerse por miedo. Sí, me da miedo que me maten. No sé qué hay más allá y no quiero averiguarlo, no por ahora. No creo en la patria ni en la moral: en lo único que creo es en ese instante milagroso que se logra al conectarse con el mensaje de otro que tampoco accedió a “aterrizar”. ¿Por qué me quieren matar? ¿Por qué les aterra tanto que las personas piensen? Si de todas formas, no quieren hacerlo por vulgar comodidad. Yo no quiero una vida cómoda, pero tampoco me quiero morir, así que doblaré las rodillas ante la cobardía de esas amenazas. Esa violencia, esas muertes, esa forma de ganar a través del terror, es una muestra clara de estupidez máxima, un daño del alma crónico. Una derrota. La decadencia del espíritu, una pérdida ruidosa de dignidad, una hijueputada. Yo no quiero morirme en manos de un hijueputa.
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Osvaldo se puso feliz cuando le dieron la noticia. ¿Y cómo no? Si era un ascenso. Era un cargo en el que sería el DIRECTOR, así, en mayúsculas. Así le sonó cuando lo nombraron, pero no porque tuviese afán de mandar, sino porque podría elegir. Estaba a cargo de lo más importante que alguien jamás podría dirigir: una obra. Y esa soberanía sobre un lugar cultural, que es como decir un lugar sagrado, era un anhelo. Más allá de que profundicemos sobre los conceptos de éxito y mucho más allá de que hablemos de cuánto daño nos hicieron los malditos mandatos sociales, los medios, la publicidad, el colegio, la iglesia y la familia, era esperable la emoción de Osvaldo: su nuevo cargo era un premio.
De trabajar en Bogotá, se fue a vivir a Honda para dirigir uno de los museos de la ciudad. Osvaldo, tan rolo él, arrancó con una maleta a medio llenar de ropa que solo guardaba para los viajes a la playa, a Melgar o a algún lugar en el que tuviese que buscar más ventilación. Arrancó con su piel acostumbrada al frío bogotano, al sol que media ciudad agradece y la otra mitad maldice, a los eternos trancones, a los cafés del centro y a su almohada fría; hacia el calor de 32 grados, la humedad constante, la ausencia de caras afanadas y, por supuesto, se despidió de las almohadas frescas. Pero se fue emocionado. Tenía algunos planes: temas de paz por medio de pinturas, fotografías y cine. Esa idea lo seducía. Es un tipo “sensible”. Le duele que en este país siga siendo paisaje que encuentren cuerpos en fosas de cualquier zona rural o, mejor dicho, de cualquier zona. A veces piensa que Colombia está maldita. Que la única explicación a esta violencia desbordada es que algún ser muy poderoso, invencible, sobrehumano (o infrahumano), hubiese rezado estas tierras para que solo germinaran a punta de dolores insoportables. A él le dolían y le duelen esas cosas. A él.
Ideó exposiciones y hasta un cine club en el que se analizarían las violencias locales, pero también las externas. Soñaba que las dictaduras, tiranías y revoluciones que se han librado en nombre de los derechos y la vida, fuesen los temas de estudio. Se convenció de que la conversación era una necesidad.
El 7 de junio de 2019 hubo “Noche de cine en el museo”. La película proyectada abordaba el desplazamiento de comunidades afro en Colombia. Cuando se terminó, las personas se agruparon en un círculo para comentarla. Una persona levantó la mano y dijo que hablar de racismo, feminismo o feminicidios era igual a promover la anarquía. Que esas cosas no existían y que las ideas de izquierda eran puras “vagabunderías” que truncaban el progreso de Honda. Se quejó de que alguien tuviese intenciones de apoyar a indigentes, “si son la muestra de que los humanos podemos llegar a niveles muy bajos de degradación”, dijo. Casi que propuso ignorarlos o erradicarlos. Esa, tal vez, fue la idea que más reforzó en su intervención: erradicar todo aquello que él consideraba diferente. Lo que no se parecía a él y, sobre todo, lo que no estuviese de acuerdo con él. Sus comentarios tensionaron el ambiente y comenzó una discusión que terminó disolviendo al grupo. Se llamaba Roberto, desapareció unos minutos y luego volvió con una invitación:
-Osvaldo, quiero invitarlo a comer hoy.
-Roberto, hola. ¿Hoy?
-Sí, ya. Tengo afuera la camioneta. Después de comer, lo dejo en su casa.
-Tengo un informe pendiente y no me ha rendido. ¿Otro día?
-No, otro día no. Vamos hoy. No lo demoro.
Y Osvaldo no fue capaz de negarse más.
Roberto no iba solo. Lo acompañaba otro tipo tan alto como él -unos 1.85 metros de estatura- que llevaba una camiseta blanca con un chulito plateado y desgastado de Nike en la parte izquierda. Sus jeans eran oscuros y tenía puestos unos tenis negros. De la ropa de Roberto no recuerda mucho: una camisa negra con los dos primeros botones abiertos. De ese espacio de piel, de su cuello, sobresalía una cadena de oro que brillaba igual a un anillo en su dedo meñique y un reloj dorado que parecía muy pesado.
Osvaldo se montó en las sillas traseras de la camioneta. Cuando arrancaron, le dijeron que antes de ir a comer, le darían una vuelta por la ciudad para que la conociera: él ya llevaba un año viviendo en Honda, y ellos lo sabían, así que el tour era innecesario. Ni aceptó ni se negó, solo comenzó a sentir miedo. La camioneta era grande, pero no se percató del modelo. Solo recuerda que siempre que había coincidido con personas que debían ir en esas camionetas, veía un grupo de escoltas alrededor. No le gustó ese recuerdo, así que trató de evitarlo. Roberto comenzó a hablarle.
-¿Sabe qué pasa, Osvaldo? Que en Honda todo está muy organizado. Yo me puse así después de esa película porque me pareció que, seguramente sin intenciones, usted está queriendo desordenar todo. Hermano, ¿para qué?
-Lo que menos quiero es molestar.
-Se ve que usted es un tipo inteligente, sensato. No se meta en problemas pendejos, y no se lo digo por mí, sino porque la gente aquí resuelve las cosas de otra manera. Aquí hemos hecho un trabajo juicioso de limpieza.
-¿Limpieza?
-Sí, limpieza social.
- No entiendo.
-Pues hemos limpiado a Honda de los delincuentes. Tuvimos que juntarnos con paramilitares para hacer respetar esta ciudad, pero se logró, ¿si me entiende?
-Sí…
-Yo me preguntaba viendo esa película: cuál es la necesidad de meterse en problemas, porque le digo una cosa, Osvaldo, si sigue en ese plan va a tener que enfrentarse a gente oscura.
-¿Qué gente? ¿Por qué lo dice?
-Pues porque los conozco. Ya están hablando, así que alguien tiene que advertirlo.
- Ya…
-Usted me cae bien. Mejor viva tranquilo con su arte, pero que hable de otras cosas. Eso de ayudar a esos hijueputas indigentes. Noooo, hermano. O hablar de los derechos de esos negros malparidos. ¿Usted cree que después del trabajito que nos costó limpiar estas tierras queremos hablar de sus derechos? La gente de bien tiene derechos, nadie más.
- …
- Vea, llegamos. La pizza de aquí es muy buena. Bien pueda.
Podría interesarle leer sobre la censura a Las uvas de la ira, obra escrita por John Steinbeck
Y Osvaldo se bajó con la única certeza de que tenía que irse. No entendía. ¿Lo habían amenazado? Y, después de otra larga conversación en la que Roberto le exigió su opinión sobre la dosis mínima de marihuana y el porte ilegal de armas, entendió que sí. Comió como pudo, trató de evadir el tema o seguirle la corriente a Roberto y le pidió que lo llevara a su casa. Le dijo que tenía que irse por el informe, que tenía que madrugar, que estaba cansado, que tenía que hacer llamadas, pero que ya, que lo llevara, que por favor, que se afanara, que qué pena, pero era urgente. Cuando por fin entró a su casa, se quebró.
Al otro día, Osvaldo le envió un correo al director de uno de los museos más importantes del país, que además era algo así como su jefe, y le contó todo. Le dijo que sentía miedo y que creía que necesitaba protección o, por lo menos, una garantía para seguir trabajando sin miedo. El director le dijo que claro, que cómo no, que se pondría al frente de la situación, ya que lo que decía en ese correo era “sumamente grave”.
Los días que pasaron son difíciles de describir. Los atravesó con una sensación de incertidumbre pandita, igual a la preocupación de algún dolor que aparece de repente y no se quita, pero se soporta cuando se pide la cita con el doctor que remediará la molestia. Había preocupación, pero también calma por la esperanza de la gestión que, se suponía, estaba en marcha gracias al director ya mencionado. Vamos a decir, pues, que este hombre dirigía el Museo de la patria, y lo bautizaremos así porque cada vez que la palabra patria se cruza en algún discurso, se terminan protegiendo los intereses de las cabezas de las instituciones, del Estado, pero jamás del ciudadano. Sí, la patria es una buena palabra para demostrar que las leyes y los valores y los cimientos de la nación se soportan sobre las espaldas rotas de los infelices apátridas, claro, que se atreven a pedir garantías para derechos como la vida.
Osvaldo les contó a algunas personas sobre aquella noche y le aconsejaron que denunciara, pero que se fuera de Honda. Que no saliera de la casa, pero que si salía, cambiara de ruta constantemente. Que solo se moviera en taxi. Que no abriera las ventanas y que, en lo posible, no prendiera las luces, ni saliera tarde ni mucho menos solo. Desde el 10 de junio hasta el 26 del mismo mes, el director del Museo de la patria no se comunicó. Ese día llamó a Osvaldo diciéndole que sí, que lo ayudaría, pero que tenía que hacer algunas modificaciones en su testimonio. La noche del tour por Honda, Roberto le habló a Osvaldo sobre un grupo político que también colaboró con las efectivas medidas para proteger a Honda de la decadencia. Pues bueno, eso era lo que ahora debía omitir. Nada de partidos políticos y, en lo posible, nada de nombrar a grupos paramilitares, que mejor dijera grupos armados. Grupos criminales, pues. Es lo mismo, ¿no?
Así lo hizo y volvió a enviar el correo. Nada pasó durante quince días más y sería desgastante contar uno a uno los movimientos de Osvaldo para conseguir alguna solución que lo sacara de allí. Sumaría más decir que, uno de esos días, sacó la basura y no regresó sino hasta 32 horas después: Nuri, una vecina, lo encontró vagando por alguna carretera y sin ningún rumbo. “Osvaldo, holaaa”, y Osvaldo no reaccionaba. “Osvaldo, soy yo, Nuri. ¿Está bien?”, y Osvaldo no respondía. “Osvaldo, pareee, yo lo llevo a su casa” y Osvaldo se montó al carro, pero no dijo nada. No lo hizo ese día ni esa noche. Habló hasta que pudo recuperar su memoria. Le diagnosticaron fugas disociativas, un trastorno que “se caracteriza por un viaje repentino lejos del hogar o del trabajo, con incapacidad para recordar el pasado y con confusión acerca de la identidad previa”. Y las causas podrían ser sentimientos extremos de vergüenza, traumas causados por la guerra, traumas provocados por algún accidente o desastre natural, secuestro, tortura o abuso emocional o físico en la infancia. O un estrés insoportable por la incertidumbre que produce que, en cualquier momento, te puedan matar. Eso también.
Como no obtuvo respuestas del director del Museo de la patria, Osvaldo buscó a alguien que conocía en el ministerio encargado de velar por las artes en Colombia. Esa persona le informó a la secretaria privada de la ministra de ese entonces lo que estaba sucediendo en Honda y hubo un asomo de luz: por fin alguien lo llamó a decirle que habría una reunión sobre su caso en las instalaciones del ministerio, en Bogotá.
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Osvaldo, que hoy por hoy trabaja para otro de los museos más importantes del país, debe hacerse controles constantes para monitorear su salud. Nadie lo protegió ni le dio ninguna explicación. Nadie pudo explicar por qué en Colombia ser artista o gestor o director de un museo, es una labor de alto riesgo. Nadie supo cómo justificar que, frente a la pretensión de pensar, hay que aguantar dolores que van más allá de las confrontaciones propias del pensamiento. Hay que soportar el miedo y vivir con la certeza de que, en Colombia, la vida no vale nada.
La última llamada que recibió para hablar sobre el tema, fue para advertirle sobre el peligro de hablar, de denunciar.