Ana María Bustamante y la oscura vibración de la palabra
Escribe porque no sabe hacer otra cosa. Así se enuncia la poeta y magíster en sociología Ana María Bustamante, autora de “Antes de ser silencio” (2024), ganador del Premio Nacional de Poesía Tomás Vargas Osorio en 2019, quien nos entrega un libro entre saltos, puente y regresos con los que busca “hablar lo indefinible”
Juan Camilo Rincón
“Con esta voz estoy cosiendo el mundo” dice Ana María Bustamante. Entre la lluvia, la sangre, la desnudez y las aves como presencias constantes para pensar, habitar y contar su vida y el universo que somos cada uno de nosotros, la autora nos recuerda que “Hay cosas que simplemente son en el poema porque no hay otra forma de transitar ese laberinto”.
Sus lectores lo transitamos con ella a través de las páginas de “Antes de ser silencio” (Sílaba, 2024) y comprendemos que, pese a la búsqueda de nombrar tantas cosas, no siempre se puede abrazar el lenguaje ni decir las palabras necesarias, y siempre “falta tinta para hablar de la muerte”.
¿Cómo nacieron los cuatro capítulos del libro? (tanto sus nombres como los poemas que incluyó en cada uno). ¿Siempre pensó cada poema bajo cada concepto (el inicio, el puente, el salto...) o eso vino en una organización posterior?
“Antes de ser silencio” surge de la necesidad de nombrar muchas cosas; hay en él unos deseos inmensos de ponerle palabras a lo indefinible. Es mi primer libro y en él hay muchas cosas de mi adolescencia. Cuando el libro ganó el Premio Nacional de Poesía Tomás Vargas Osorio yo ya venía escribiendo hacía mucho tiempo y en un punto sentí que había una especie de redondez en lo que quería decir. Inicialmente, tenía la idea de escribir sobre una especie de viaje. De hecho, el título original no era “Antes de ser silencio”, sino algo relacionado con viajar o emprender tránsitos hacia algún lugar. Después me di cuenta de que ese lugar era yo misma. Los capítulos del libro simulan ese tránsito, ese adentrarse en un bosque, ese buscar el silencio de alguna manera. En cada capítulo hay un poema que marcó el ritmo y la atmósfera. Los demás poemas los fui acomodando para alimentar esa idea central de cada capítulo. No fue algo premeditado; surgió de manera muy espontánea. Tenía muchos poemas y los fui acomodando como una ajedrecista en cada capítulo según la atmósfera que me evocaba.
Cuéntenos sobre su concepción del tiempo, que en los poemas se representa en “las horas de la noche”, “las venas de los siglos”, “los tiempos remotos como la sal”…
Siempre he tenido una extraña fascinación por el tiempo. Me inquieta, me angustia. De hecho, el primer poema que escribí —o bueno, la primera vez que escribí algo que yo creía que era un poema— fue sobre eso. Tenía trece años y lo recuerdo con toda claridad; siempre tengo muy presente ese momento. Esa inquietud nunca se ha ido. La pregunta por el tiempo siempre ha sido muy persistente. Si tuviera una concepción clara sobre el tiempo, creo que dejaría de nombrarlo en mis poemas. A veces pienso que es algo invisible que nos acerca o aleja de las cosas que amamos o nos duele. Quizás su función no sea otra que la de medir las distancias y tal vez por eso desde niña siempre anoto con toda precisión el día, la fecha y, a veces, hasta la hora. Tal vez lo que busco es entender las distancias… no sé.
También hay un trabajo muy bello alrededor de la memoria. ¿Cómo la aborda en su escritura?
Creo que la memoria está muy conectada con esa pregunta por el tiempo. Y es que la poesía es siempre una pregunta, nunca una respuesta. Ese interés por contener palabras es siempre un ejercicio de memoria, una lucha contra las distancias.
Usted habla de “la palabra y su oscura batalla hacia la luz”. ¿Cómo la trabaja desde la poesía?
La poesía es para mí una especie de laberinto en el que a veces entra un rayito de luz, que son las palabras que caben en ese laberinto. Ese chispazo viene de un momento a otro; a veces ilumina por grandes espacios de tiempo, pero también se ausenta por semanas. Por eso hablo de “la palabra y su oscura batalla hacia la luz”, porque escribir implica transitar ese laberinto con un puñado de palabras.
Establece además una precisa diferencia entre la palabra escrita y la palabra hablada; ¿de qué manera las vincula?
En “Por qué se escribe”, María Zambrano decía que hablar era una necesidad urgente, algo apremiante, espontáneo, de lo que a veces no somos responsables, porque surge intempestivamente, pero que escribir era defender la soledad en la que se está. Estoy con María. Escribir es otra cosa, es siempre algo que está muy adentro y que quiere narrarse.
Otro aspecto muy interesante en sus poemas es la constante alusión a las “imposibilidades” del lenguaje (“No saber hablar lo que nunca fue visto”, “Nadie dijo nada”). ¿Cómo supera ese escollo a través de su poesía?
La poesía está hecha de un montón de preguntas. Es, en sí misma, una pregunta, nunca una respuesta. Esa pregunta tiene que ver con ser incapaces de precisar. Es transitar un laberinto en el que nunca existe puerta ni salida. La poesía es una forma de buscar sin que esa búsqueda implique necesariamente encontrar algo.
Otro aspecto muy llamativo es la presencia de lo orgánico (sal, pétalos, ceniza, huesos, madera, pastos, hojas, fuego, ramas, nieve, uñas, heridas). ¿Qué le representa en términos líricos?
Las palabras son códigos. Recurrir a esos elementos orgánicos me permite codificar emociones, paisajes, recuerdos, preguntas. Creo que eso es lo más misterioso y a la vez lo más bello de la poesía, porque en ella siempre estamos solos. La enfrentamos de una forma única porque cada imagen poética tiene un código diferente para cada quien y es imposible que dos personas lo asuman y lo visualicen de la misma manera.
En uno de los poemas dice que “En la escritura se prueba la vida”. ¿Cómo ocurre eso en su caso?
Ante la dificultad de tener certezas en las palabras, existe la escritura. En esa cualidad que tiene la poesía de lenguaje fragmentado, donde las palabras buscan un orden especial, la vida se elige. Los sucesos de la vida se eligen para contarlos. Toda palabra, toda imagen, toda emoción es elegida para enunciarla; de ahí que en la escritura la vida se ponga a prueba, porque nos enfrentamos a cada cosa con especial obsesión en la forma de narrarla. Decía Blanca Varela que el poema era el único lugar en el que no podía mentir nunca, por eso en cada poema se prueba la vida. El poema nunca miente, no puede mentir.
“Con esta voz estoy cosiendo el mundo” dice Ana María Bustamante. Entre la lluvia, la sangre, la desnudez y las aves como presencias constantes para pensar, habitar y contar su vida y el universo que somos cada uno de nosotros, la autora nos recuerda que “Hay cosas que simplemente son en el poema porque no hay otra forma de transitar ese laberinto”.
Sus lectores lo transitamos con ella a través de las páginas de “Antes de ser silencio” (Sílaba, 2024) y comprendemos que, pese a la búsqueda de nombrar tantas cosas, no siempre se puede abrazar el lenguaje ni decir las palabras necesarias, y siempre “falta tinta para hablar de la muerte”.
¿Cómo nacieron los cuatro capítulos del libro? (tanto sus nombres como los poemas que incluyó en cada uno). ¿Siempre pensó cada poema bajo cada concepto (el inicio, el puente, el salto...) o eso vino en una organización posterior?
“Antes de ser silencio” surge de la necesidad de nombrar muchas cosas; hay en él unos deseos inmensos de ponerle palabras a lo indefinible. Es mi primer libro y en él hay muchas cosas de mi adolescencia. Cuando el libro ganó el Premio Nacional de Poesía Tomás Vargas Osorio yo ya venía escribiendo hacía mucho tiempo y en un punto sentí que había una especie de redondez en lo que quería decir. Inicialmente, tenía la idea de escribir sobre una especie de viaje. De hecho, el título original no era “Antes de ser silencio”, sino algo relacionado con viajar o emprender tránsitos hacia algún lugar. Después me di cuenta de que ese lugar era yo misma. Los capítulos del libro simulan ese tránsito, ese adentrarse en un bosque, ese buscar el silencio de alguna manera. En cada capítulo hay un poema que marcó el ritmo y la atmósfera. Los demás poemas los fui acomodando para alimentar esa idea central de cada capítulo. No fue algo premeditado; surgió de manera muy espontánea. Tenía muchos poemas y los fui acomodando como una ajedrecista en cada capítulo según la atmósfera que me evocaba.
Cuéntenos sobre su concepción del tiempo, que en los poemas se representa en “las horas de la noche”, “las venas de los siglos”, “los tiempos remotos como la sal”…
Siempre he tenido una extraña fascinación por el tiempo. Me inquieta, me angustia. De hecho, el primer poema que escribí —o bueno, la primera vez que escribí algo que yo creía que era un poema— fue sobre eso. Tenía trece años y lo recuerdo con toda claridad; siempre tengo muy presente ese momento. Esa inquietud nunca se ha ido. La pregunta por el tiempo siempre ha sido muy persistente. Si tuviera una concepción clara sobre el tiempo, creo que dejaría de nombrarlo en mis poemas. A veces pienso que es algo invisible que nos acerca o aleja de las cosas que amamos o nos duele. Quizás su función no sea otra que la de medir las distancias y tal vez por eso desde niña siempre anoto con toda precisión el día, la fecha y, a veces, hasta la hora. Tal vez lo que busco es entender las distancias… no sé.
También hay un trabajo muy bello alrededor de la memoria. ¿Cómo la aborda en su escritura?
Creo que la memoria está muy conectada con esa pregunta por el tiempo. Y es que la poesía es siempre una pregunta, nunca una respuesta. Ese interés por contener palabras es siempre un ejercicio de memoria, una lucha contra las distancias.
Usted habla de “la palabra y su oscura batalla hacia la luz”. ¿Cómo la trabaja desde la poesía?
La poesía es para mí una especie de laberinto en el que a veces entra un rayito de luz, que son las palabras que caben en ese laberinto. Ese chispazo viene de un momento a otro; a veces ilumina por grandes espacios de tiempo, pero también se ausenta por semanas. Por eso hablo de “la palabra y su oscura batalla hacia la luz”, porque escribir implica transitar ese laberinto con un puñado de palabras.
Establece además una precisa diferencia entre la palabra escrita y la palabra hablada; ¿de qué manera las vincula?
En “Por qué se escribe”, María Zambrano decía que hablar era una necesidad urgente, algo apremiante, espontáneo, de lo que a veces no somos responsables, porque surge intempestivamente, pero que escribir era defender la soledad en la que se está. Estoy con María. Escribir es otra cosa, es siempre algo que está muy adentro y que quiere narrarse.
Otro aspecto muy interesante en sus poemas es la constante alusión a las “imposibilidades” del lenguaje (“No saber hablar lo que nunca fue visto”, “Nadie dijo nada”). ¿Cómo supera ese escollo a través de su poesía?
La poesía está hecha de un montón de preguntas. Es, en sí misma, una pregunta, nunca una respuesta. Esa pregunta tiene que ver con ser incapaces de precisar. Es transitar un laberinto en el que nunca existe puerta ni salida. La poesía es una forma de buscar sin que esa búsqueda implique necesariamente encontrar algo.
Otro aspecto muy llamativo es la presencia de lo orgánico (sal, pétalos, ceniza, huesos, madera, pastos, hojas, fuego, ramas, nieve, uñas, heridas). ¿Qué le representa en términos líricos?
Las palabras son códigos. Recurrir a esos elementos orgánicos me permite codificar emociones, paisajes, recuerdos, preguntas. Creo que eso es lo más misterioso y a la vez lo más bello de la poesía, porque en ella siempre estamos solos. La enfrentamos de una forma única porque cada imagen poética tiene un código diferente para cada quien y es imposible que dos personas lo asuman y lo visualicen de la misma manera.
En uno de los poemas dice que “En la escritura se prueba la vida”. ¿Cómo ocurre eso en su caso?
Ante la dificultad de tener certezas en las palabras, existe la escritura. En esa cualidad que tiene la poesía de lenguaje fragmentado, donde las palabras buscan un orden especial, la vida se elige. Los sucesos de la vida se eligen para contarlos. Toda palabra, toda imagen, toda emoción es elegida para enunciarla; de ahí que en la escritura la vida se ponga a prueba, porque nos enfrentamos a cada cosa con especial obsesión en la forma de narrarla. Decía Blanca Varela que el poema era el único lugar en el que no podía mentir nunca, por eso en cada poema se prueba la vida. El poema nunca miente, no puede mentir.