Entrevista a Marta Traba: una visión optimista de las artes plásticas en Colombia
Para conmemorar el centenario de su nacimiento el 25 de enero de 1923 y los 40 años de su fallecimiento en un fatal accidente de aviación el 27 de noviembre de 1983 en Madrid (España), hacemos en ésta, quizás su última entrevista, un recorrido fugaz por su larga y fructífera carrera como escritora y crítica de artes plásticas en Colombia.
Eduardo Márceles Daconte
Cuando algún día se conozca la verdadera historia de la crítica de artes plásticas en Colombia, el nombre de Marta Traba ocupará un lugar destacado puesto que fue ella quien –con su caracterizada vehemencia e ingenio– libró la batalla decisiva para introducir finalmente el arte moderno en el país. Mirando atrás, es difícil juzgar sin enjuiciamientos apasionados la labor crítica que desempeñó, pero es fácil deducir que su contribución fue más allá de la simple divulgación didáctica. Su lucha permanente por desenmascarar falsos profetas e impulsar los auténticos valores estéticos de la época –estemos o no de acuerdo con sus criterios– es un elocuente testimonio del poder y la responsabilidad de la crítica en cualquiera de sus manifestaciones.
Llegada al país en 1954 después de haber transitado los claustros académicos de Buenos Aires, su ciudad natal, de Italia y Francia, Marta Traba desarrolló en Colombia una estimulante obra crítica y literaria a través de diversos medios de comunicación (libros, revistas, diarios, conferencias académicas y programas de televisión) cuyos argumentos motivaron en muchas ocasiones las más encendidas polémicas, la devoción de un escogido grupo de artistas visuales y el rechazo de otros menos favorecidos por las opiniones de la crítica.
Ella misma reconoce que pecó “de ciertas exageraciones en los vicios, cierta vehemencia en la diatriba, errores de opinión y juicio debidos quizás a mi juventud. Pero en conclusión, los elementos positivos fueron interesantes en la medida que dieron al arte un rango dentro del país y estimularon a mucha gente”. Contra las visiones apocalípticas que hablan de una crisis generalizada en el arte colombiano, Marta Traba nos dejó la impresión de estar complacida con la producción de los jóvenes artistas y en general –por aquella época– con el conjunto de la plástica colombiana que, según ella, no tiene paralelo en América Latina.
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Con ocasión de su visita a la IV Bienal de Arte de Medellín en 1981 y nuestra participación en el I Encuentro Internacional de Críticos de Arte, celebrado en el recinto de Quirama (Antioquia), tuve la oportunidad de conversar ampliamente con ella sobre temas de arte y literatura. En ésta, quizás su última entrevista, hacemos un recorrido fugaz por su larga y fructífera carrera como crítica de artes plásticas en Colombia.
Marta, ¿cómo se manifestaba el arte colombiano a su llegada al país en 1954?
Por aquella época había un artista que de algún modo transformaba las características del arte colombiano y lo hizo ingresar en el arte moderno: Alejandro Obregón. Era el único que substancialmente había modificado la construcción de una pintura, la percepción de la realidad, que no había hecho unas simples modificaciones accidentales a la naturaleza como pasaba con la generación anterior en el caso de Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña o Alipio Jaramillo, quienes eran más bien modificadores a escala reducida de la naturaleza. Mientras que Obregón reconstruyó la naturaleza de acuerdo con un sistema pictórico, rehízo la imagen dentro de una concepción personal e innovadora. Obregón era el personaje emergente a mi llegada al país. Pero los protagonistas que verdaderamente dominaban el panorama artístico era el grupo de “Los Bachués”.
Este conglomerado, esa generación, que indiscutiblemente iba acercándose hacia el arte moderno pero con mucha timidez, tenía a un grupo de poetas y narradores, que los acompañaban en las tareas y que los alababan, que escribían sobre arte aunque de una manera literaria, más bien escribiendo ditirambos y elogios gratuitos. No había realmente una crítica seria y sistemática excepto a través de dos personas que por ser extranjeras ambas –me refiero a Casimiro Eiger y Walter Engel– tenían cierta timidez también para enfocar el asunto del arte moderno como un enfrentamiento. No por el hecho de pelear, sino para hacerlo conocer a audiencias mucho más grandes, para deslindar las características del arte moderno, para explicar cuáles eran las relaciones que tenía con el medio, no se atrevían a plantear todo esto así, como una polémica…
Se ha dicho, Marta, que durante el tiempo que ejerció la crítica, usted impulsó ciertas tendencias cosmopolitas (el arte abstracto, por ejemplo) en detrimento de la corriente nacionalista representada en aquella época por “Los Bachués”, ¿es cierto?
Lo que yo hice fue precisamente eso: defender ciertas manifestaciones y atacar otras. El trabajo tanto de “Los Bachués” como de otros pintores similares bajo la cobertura general del muralismo mexicano, era un trabajo que se acercaba mucho más a la idea de un arte folclórico o nativista en el cual no creo en absoluto. Es un error. Es una superficialización de lo que puede ser la idiosincrasia de un país y creo que es un poco lo que hoy podría ser un ‘arte de aeropuerto’, es decir, las imágenes indígenas con ciertas características supuestamente típicas o nacionales pero tomadas en su nivel más superficial.
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En cuanto a que yo apoyara el arte abstracto no es del todo cierto puesto que mi primera defensa fue a favor de Obregón, que no necesitaba ser defendido pues ya por sus propias armas se había levantado, y también la obra de Fernando Botero que en aquel momento no sólo necesitaba ser defendido sino que intentaron liquidarlo en sus inicios al punto que en el Salón Nacional de 1958 su gran obra “Homenaje a Mantegna” fue rechazada por el jurado de admisión, entonces hice tanto escándalo en la prensa que finalmente se admitió y ganó el primer premio.
¿Quiénes eran los así llamados ‘pintores trabistas’? Pues Alejandro Obregón y Fernando Botero, eran dos pintores que representaban la línea que yo impulsaba, un arte relacionado con la idiosincrasia de Colombia, completamente unido a situaciones que tienen una imagen y un aspecto nacional pero que no son folclóricos. He combatido, y sigo combatiendo, el nativismo como verdadero mal endémico y confusión de un falso nacionalismo.
Tengo entendido que usted criticó duramente –además del grupo “Los Bachués”– la obra de Omar Rayo y Manuel Hernández, pintores que hoy gozan de un innegable prestigio nacional e incluso internacional, ¿qué podría comentar sobre este asunto?
No recuerdo haber criticado nunca el trabajo de Manuel Hernández, de pronto no me interesó. También es que los artistas tienen vaivenes –usted lo sabe– y uno escribe semanalmente sobre el trabajo de un pintor que puede no estar pasando por un buen momento. Pero no creo haberme referido mal aunque me ha convencido a través de los años de la seriedad de sus propósitos y ha logrado con tenacidad y dificultad imponer un cierto código visual que ahora tiene una imagen propia. No es excesivamente fuerte, no es lo que personalmente me gusta, pero aprecio su trabajo.
En cuanto a Rayo nunca me interesó el bejuquismo ni las cosas que hacía en un principio que me parecían insignificantes. Tampoco el curso que tomó su obra porque creo que siguió el curso más fácil, el de trabajar con una serie de formas, enlazándolas de cierta manera, un rompecabezas formal, muy eficaz y diestro técnicamente, con habilidad para la presentación de las cosas, pero a mí no me interesa este trabajo. Pertenece, junto con otros pintores, a un área del arte contemporáneo que a mí me disgusta: la forma por la forma misma, una intención decorativa, complaciente, que carece de significados. Los intaglios, por su parte, son un acto de virtuosismo. En una ocasión los consideré como costura muy elegante con una notita de color, ni más ni menos.
Como nunca ha estado usted ausente de la plástica nacional, ¿qué opinión le merecen las más recientes promociones de artistas visuales?
A mí me ha parecido siempre la plástica colombiana de una impresionante fuerza, de mucha coherencia y además como un conjunto sin paralelo en América Latina. Casi todos los artistas jóvenes que conozco intentan decir cosas valiosas, siguen creyendo –y en esto me parece que radica su fuerza– que el arte es un medio de comunicación, no creen que sea una tonta decoración, sino que propone significados.
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Cuando realicé la exposición “Los novísimos colombianos” en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (en junio 1977), se logró aglutinar a un número sorprendente y plural que abarca a artistas que recodifican el concepto tradicional del paisaje, por ejemplo, como en el caso de Antonio Barrera, o de acentos políticos como Gustavo Zalamea, o de hacer cosas experimentales como Ramiro Gómez… Todos quedaron dentro de un grupo que en edad iba de los 20 a los 35 años.
Los artistas –como 70– que escogí dan una imagen de las inquietudes, de las carencias y crisis del país. Ahí están los dibujos de Oscar Muñoz, de Ever Astudillo o de Oscar Jaramillo, como también los trabajos de María Paz Jaramillo o de Pedro Alcántara los cuales poseen una capacidad de transmisión de ideas y emociones que no han perdido en ningún momento aunque algunos se entretengan en juegos más o menos verbales sin mayor importancia como es el caso de Álvaro Barrios, un artista que impulsé desde el MAM de Bogotá. Ni siquiera ellos han perdido el gusto y la capacidad de transmitir.
Digo esto porque a decir verdad no me interesó el ‘chiste’ implícito en la idea del grabado popular de Álvaro Barrios, ni su obra en la Bienal de Medellín (un cuadro del pintor peruano Fernando de Szyszlo con unas cartas que proponen un Museo de Arte Malo Marcel Duchamp para obras consideradas ‘malas’ por cierta crítica convencional, y ‘buenas’ por otra de avanzada). Cuando el grabado popular tiene otro contexto y un propósito preciso, está bien. Pero la intención de Barrios es hacer chistes que hace 15 años me parecieron graciosos, a lo mejor he perdido el sentido del humor, o quizás esos chistes que en un momento, a fines de la década del 60, tenían sentido porque significaban una ruptura, la ilusión del cambio, el arte Pop en pleno esplendor, hoy ya no corren, porque perdieron su importancia como sucede con la quema de Gardel que hace 20 años hubiera sido una ruptura pero ahora es solo un espectáculo intrascendente. Yo siempre he estado contra el ‘establecimiento’ como tal, y cuando las cosas se vuelven ‘establecidas’ las rechazo, así he sido siempre y así seré hasta que me muera pues es la única manera de sentirme viva.
A propósito en 1968, siendo usted directora del MAM, organizó una exposición denominada ‘Espacios Ambientales’ la cual mirando atrás podría ubicarse como una muestra precursora del arte conceptual en Colombia, estaría acertada tal deducción?
Sí, es correcta. Aquella exposición marcó el inicio del arte conceptual en Colombia. A participar invitamos a Santiago Cárdenas, Ana Mercedes Hoyos, Álvaro Barrios, Feliza Bursztyn, no sé si olvido a alguien, hasta entonces nunca se había hecho nada parecido en Colombia. A mí me parece importante que las cosas se conozcan en su momento, que los artistas tengan todos los instrumentos de conocimiento y luego aprendan a manejarlos con sus propias maneras de ver y pensar, pero que los conozcan. Yo creo que todo desconocimiento del arte universal es cerrarse a una especie de limpidez provinciana que no funciona.
Hay que pensar que el año 68 fue un año de ruptura con muchas cosas: el Mayo francés y la revolución contracultural en Estados Unidos y algunos países de Europa, mucha gente joven pensaba que se podría hacer otro mundo, un mundo diferente en imágenes y relaciones en cuanto al arte se refiere, y nosotros teníamos que darle cabida a esa apertura a ver qué pasaba con ella. Ahora, si hoy día me proponen que repita la experiencia del 68 pensaría que es completamente ridículo… ¿qué condiciones se dan para que hagamos eso?
¿Qué opinión le merecen las tendencias así llamadas “vanguardistas”, el arte conceptual o no-objetual, es decir, las manifestaciones que se expresan con ideas, procesos, acciones personales y la utilización de materiales no-convencionales en la confección de una obra de arte?
El arte que pasa por vanguardia en Colombia –el arte conceptual, el body art, el arte tierra, el arte tecnológico, el arte no-objetual en general– ya no se pueden considerar “vanguardistas”, ya son historias, pertenecen a la arqueología del arte. En la Bienal de Venecia del año pasado todas estas experiencias que se hicieron en los años 60 y 70 se consideraron prácticamente canceladas y se proyectó otra cosa a partir de los años 80. Las vanguardias tal cual se consideraron en el extranjero dejaron de serlo, esto se terminó cuando agotó su caudal expresivo que entre otras cosas fue bastante pobre. A mí en particular el arte conceptual siempre me pareció agotado excepto cuando se le da un sentido.
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Por ejemplo, aprecio realmente el trabajo de Antonio Caro puesto que vale la pena su posición crítica frente al país y sus instituciones, como es el caso de escribir el nombre de Colombia con las letras de Coca-Cola, o la escultura en sal de un político disolviéndose en agua, todo aquello estaba impregnado de significados valiosos. También son interesantes las propuestas de Alicia Barney que denuncian la contaminación ambiental, o lo que hizo Leopoldo Maler en Argentina como homenaje a un escritor desaparecido que tomó una máquina de escribir y en lugar de rodillo convencional puso otro con surtidores de gas de donde brotaban llamas todo el tiempo, son cosas estimulantes, o sea que el arte conceptual es válido vinculado a cuestiones políticas, de otra forma es sólo repetir palabritas y hacer cosas gratuitas y por favor, ya no más, no más.
Además, si se trató de democratizar el arte con las expresiones no-objetuales, puesto que una de sus finalidades era precisamente salirse del sistema abusivo de la comercialización del arte, de la red de galerías y museos, ¿en qué terminó?, pues en galerías y museos, inaudito. Es decir, terminó siendo más elitista de lo que puede ser una forma tradicional. Miles de personas van a los museos a ver las obras de arte tradicional, pero nadie entiende el mensaje hermético de los conceptuales pues es elitista, hay que leerlo con el diccionario que proporciona el artista. ¿A quién va dirigido? a nadie, y un arte que no va dirigido a nadie, no sirve…
Finalmente Marta, en una actitud autocrítica de su parte, ¿qué elementos positivos y negativos encontraría en su gestión durante el tiempo que vivió en Colombia?
Lo más positivo fue en primer lugar conseguir una audiencia muchísimo mayor que las audiencias limitadas que generalmente tiene el arte. Precisamente por los programas culturales de televisión que lograban audiencias masivas. Darle al arte una jerarquía y una importancia como vehículo de conocimiento que sirve para que el país se conozca mejor, y no un objeto decorativo para clases burguesas adineradas.
También el haber establecido escalas de valores, el arte como una disciplina importante en la sociedad. Es decir, hay códigos de trabajo y elementos para fijar la calidad de una obra que pueden ser trasmitidos al público. Expresar, por ejemplo, que Alejandro Obregón o Fernando Botero son buenos pintores por esta o aquella razón y no porque a mí me gustan o sea su amiga, sino porque hay elementos de juicio objetivos y analíticos que explican su calidad y su importancia.
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Han existido cosas negativas como siempre en un trabajo personal, ciertas exageraciones en los vicios, cierta vehemencia en la diatriba, quizás debidos a mi juventud en la época, errores de opinión y de juicio que sin duda tuve. Pero en conclusión las positivas fueron interesantes en el sentido que le dieron un rango al arte dentro del país y estimularon a mucha gente a estudiar.
En la actualidad hay una pluralidad de opiniones críticas, de investigaciones sobre arte y esto es el resultado de una suma de trabajos pasados y presentes: el mío, el suyo y el de tantos otros, como también la labor del MAM de Bogotá, La Tertulia en Cali, las Bienales de Medellín, la suma de estos elementos ha dado un prestigio real al arte en Colombia y el mundo tan importante como su buena literatura o su buena ensayística actual.
Cuando algún día se conozca la verdadera historia de la crítica de artes plásticas en Colombia, el nombre de Marta Traba ocupará un lugar destacado puesto que fue ella quien –con su caracterizada vehemencia e ingenio– libró la batalla decisiva para introducir finalmente el arte moderno en el país. Mirando atrás, es difícil juzgar sin enjuiciamientos apasionados la labor crítica que desempeñó, pero es fácil deducir que su contribución fue más allá de la simple divulgación didáctica. Su lucha permanente por desenmascarar falsos profetas e impulsar los auténticos valores estéticos de la época –estemos o no de acuerdo con sus criterios– es un elocuente testimonio del poder y la responsabilidad de la crítica en cualquiera de sus manifestaciones.
Llegada al país en 1954 después de haber transitado los claustros académicos de Buenos Aires, su ciudad natal, de Italia y Francia, Marta Traba desarrolló en Colombia una estimulante obra crítica y literaria a través de diversos medios de comunicación (libros, revistas, diarios, conferencias académicas y programas de televisión) cuyos argumentos motivaron en muchas ocasiones las más encendidas polémicas, la devoción de un escogido grupo de artistas visuales y el rechazo de otros menos favorecidos por las opiniones de la crítica.
Ella misma reconoce que pecó “de ciertas exageraciones en los vicios, cierta vehemencia en la diatriba, errores de opinión y juicio debidos quizás a mi juventud. Pero en conclusión, los elementos positivos fueron interesantes en la medida que dieron al arte un rango dentro del país y estimularon a mucha gente”. Contra las visiones apocalípticas que hablan de una crisis generalizada en el arte colombiano, Marta Traba nos dejó la impresión de estar complacida con la producción de los jóvenes artistas y en general –por aquella época– con el conjunto de la plástica colombiana que, según ella, no tiene paralelo en América Latina.
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Con ocasión de su visita a la IV Bienal de Arte de Medellín en 1981 y nuestra participación en el I Encuentro Internacional de Críticos de Arte, celebrado en el recinto de Quirama (Antioquia), tuve la oportunidad de conversar ampliamente con ella sobre temas de arte y literatura. En ésta, quizás su última entrevista, hacemos un recorrido fugaz por su larga y fructífera carrera como crítica de artes plásticas en Colombia.
Marta, ¿cómo se manifestaba el arte colombiano a su llegada al país en 1954?
Por aquella época había un artista que de algún modo transformaba las características del arte colombiano y lo hizo ingresar en el arte moderno: Alejandro Obregón. Era el único que substancialmente había modificado la construcción de una pintura, la percepción de la realidad, que no había hecho unas simples modificaciones accidentales a la naturaleza como pasaba con la generación anterior en el caso de Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña o Alipio Jaramillo, quienes eran más bien modificadores a escala reducida de la naturaleza. Mientras que Obregón reconstruyó la naturaleza de acuerdo con un sistema pictórico, rehízo la imagen dentro de una concepción personal e innovadora. Obregón era el personaje emergente a mi llegada al país. Pero los protagonistas que verdaderamente dominaban el panorama artístico era el grupo de “Los Bachués”.
Este conglomerado, esa generación, que indiscutiblemente iba acercándose hacia el arte moderno pero con mucha timidez, tenía a un grupo de poetas y narradores, que los acompañaban en las tareas y que los alababan, que escribían sobre arte aunque de una manera literaria, más bien escribiendo ditirambos y elogios gratuitos. No había realmente una crítica seria y sistemática excepto a través de dos personas que por ser extranjeras ambas –me refiero a Casimiro Eiger y Walter Engel– tenían cierta timidez también para enfocar el asunto del arte moderno como un enfrentamiento. No por el hecho de pelear, sino para hacerlo conocer a audiencias mucho más grandes, para deslindar las características del arte moderno, para explicar cuáles eran las relaciones que tenía con el medio, no se atrevían a plantear todo esto así, como una polémica…
Se ha dicho, Marta, que durante el tiempo que ejerció la crítica, usted impulsó ciertas tendencias cosmopolitas (el arte abstracto, por ejemplo) en detrimento de la corriente nacionalista representada en aquella época por “Los Bachués”, ¿es cierto?
Lo que yo hice fue precisamente eso: defender ciertas manifestaciones y atacar otras. El trabajo tanto de “Los Bachués” como de otros pintores similares bajo la cobertura general del muralismo mexicano, era un trabajo que se acercaba mucho más a la idea de un arte folclórico o nativista en el cual no creo en absoluto. Es un error. Es una superficialización de lo que puede ser la idiosincrasia de un país y creo que es un poco lo que hoy podría ser un ‘arte de aeropuerto’, es decir, las imágenes indígenas con ciertas características supuestamente típicas o nacionales pero tomadas en su nivel más superficial.
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En cuanto a que yo apoyara el arte abstracto no es del todo cierto puesto que mi primera defensa fue a favor de Obregón, que no necesitaba ser defendido pues ya por sus propias armas se había levantado, y también la obra de Fernando Botero que en aquel momento no sólo necesitaba ser defendido sino que intentaron liquidarlo en sus inicios al punto que en el Salón Nacional de 1958 su gran obra “Homenaje a Mantegna” fue rechazada por el jurado de admisión, entonces hice tanto escándalo en la prensa que finalmente se admitió y ganó el primer premio.
¿Quiénes eran los así llamados ‘pintores trabistas’? Pues Alejandro Obregón y Fernando Botero, eran dos pintores que representaban la línea que yo impulsaba, un arte relacionado con la idiosincrasia de Colombia, completamente unido a situaciones que tienen una imagen y un aspecto nacional pero que no son folclóricos. He combatido, y sigo combatiendo, el nativismo como verdadero mal endémico y confusión de un falso nacionalismo.
Tengo entendido que usted criticó duramente –además del grupo “Los Bachués”– la obra de Omar Rayo y Manuel Hernández, pintores que hoy gozan de un innegable prestigio nacional e incluso internacional, ¿qué podría comentar sobre este asunto?
No recuerdo haber criticado nunca el trabajo de Manuel Hernández, de pronto no me interesó. También es que los artistas tienen vaivenes –usted lo sabe– y uno escribe semanalmente sobre el trabajo de un pintor que puede no estar pasando por un buen momento. Pero no creo haberme referido mal aunque me ha convencido a través de los años de la seriedad de sus propósitos y ha logrado con tenacidad y dificultad imponer un cierto código visual que ahora tiene una imagen propia. No es excesivamente fuerte, no es lo que personalmente me gusta, pero aprecio su trabajo.
En cuanto a Rayo nunca me interesó el bejuquismo ni las cosas que hacía en un principio que me parecían insignificantes. Tampoco el curso que tomó su obra porque creo que siguió el curso más fácil, el de trabajar con una serie de formas, enlazándolas de cierta manera, un rompecabezas formal, muy eficaz y diestro técnicamente, con habilidad para la presentación de las cosas, pero a mí no me interesa este trabajo. Pertenece, junto con otros pintores, a un área del arte contemporáneo que a mí me disgusta: la forma por la forma misma, una intención decorativa, complaciente, que carece de significados. Los intaglios, por su parte, son un acto de virtuosismo. En una ocasión los consideré como costura muy elegante con una notita de color, ni más ni menos.
Como nunca ha estado usted ausente de la plástica nacional, ¿qué opinión le merecen las más recientes promociones de artistas visuales?
A mí me ha parecido siempre la plástica colombiana de una impresionante fuerza, de mucha coherencia y además como un conjunto sin paralelo en América Latina. Casi todos los artistas jóvenes que conozco intentan decir cosas valiosas, siguen creyendo –y en esto me parece que radica su fuerza– que el arte es un medio de comunicación, no creen que sea una tonta decoración, sino que propone significados.
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Cuando realicé la exposición “Los novísimos colombianos” en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (en junio 1977), se logró aglutinar a un número sorprendente y plural que abarca a artistas que recodifican el concepto tradicional del paisaje, por ejemplo, como en el caso de Antonio Barrera, o de acentos políticos como Gustavo Zalamea, o de hacer cosas experimentales como Ramiro Gómez… Todos quedaron dentro de un grupo que en edad iba de los 20 a los 35 años.
Los artistas –como 70– que escogí dan una imagen de las inquietudes, de las carencias y crisis del país. Ahí están los dibujos de Oscar Muñoz, de Ever Astudillo o de Oscar Jaramillo, como también los trabajos de María Paz Jaramillo o de Pedro Alcántara los cuales poseen una capacidad de transmisión de ideas y emociones que no han perdido en ningún momento aunque algunos se entretengan en juegos más o menos verbales sin mayor importancia como es el caso de Álvaro Barrios, un artista que impulsé desde el MAM de Bogotá. Ni siquiera ellos han perdido el gusto y la capacidad de transmitir.
Digo esto porque a decir verdad no me interesó el ‘chiste’ implícito en la idea del grabado popular de Álvaro Barrios, ni su obra en la Bienal de Medellín (un cuadro del pintor peruano Fernando de Szyszlo con unas cartas que proponen un Museo de Arte Malo Marcel Duchamp para obras consideradas ‘malas’ por cierta crítica convencional, y ‘buenas’ por otra de avanzada). Cuando el grabado popular tiene otro contexto y un propósito preciso, está bien. Pero la intención de Barrios es hacer chistes que hace 15 años me parecieron graciosos, a lo mejor he perdido el sentido del humor, o quizás esos chistes que en un momento, a fines de la década del 60, tenían sentido porque significaban una ruptura, la ilusión del cambio, el arte Pop en pleno esplendor, hoy ya no corren, porque perdieron su importancia como sucede con la quema de Gardel que hace 20 años hubiera sido una ruptura pero ahora es solo un espectáculo intrascendente. Yo siempre he estado contra el ‘establecimiento’ como tal, y cuando las cosas se vuelven ‘establecidas’ las rechazo, así he sido siempre y así seré hasta que me muera pues es la única manera de sentirme viva.
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Hay que pensar que el año 68 fue un año de ruptura con muchas cosas: el Mayo francés y la revolución contracultural en Estados Unidos y algunos países de Europa, mucha gente joven pensaba que se podría hacer otro mundo, un mundo diferente en imágenes y relaciones en cuanto al arte se refiere, y nosotros teníamos que darle cabida a esa apertura a ver qué pasaba con ella. Ahora, si hoy día me proponen que repita la experiencia del 68 pensaría que es completamente ridículo… ¿qué condiciones se dan para que hagamos eso?
¿Qué opinión le merecen las tendencias así llamadas “vanguardistas”, el arte conceptual o no-objetual, es decir, las manifestaciones que se expresan con ideas, procesos, acciones personales y la utilización de materiales no-convencionales en la confección de una obra de arte?
El arte que pasa por vanguardia en Colombia –el arte conceptual, el body art, el arte tierra, el arte tecnológico, el arte no-objetual en general– ya no se pueden considerar “vanguardistas”, ya son historias, pertenecen a la arqueología del arte. En la Bienal de Venecia del año pasado todas estas experiencias que se hicieron en los años 60 y 70 se consideraron prácticamente canceladas y se proyectó otra cosa a partir de los años 80. Las vanguardias tal cual se consideraron en el extranjero dejaron de serlo, esto se terminó cuando agotó su caudal expresivo que entre otras cosas fue bastante pobre. A mí en particular el arte conceptual siempre me pareció agotado excepto cuando se le da un sentido.
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Por ejemplo, aprecio realmente el trabajo de Antonio Caro puesto que vale la pena su posición crítica frente al país y sus instituciones, como es el caso de escribir el nombre de Colombia con las letras de Coca-Cola, o la escultura en sal de un político disolviéndose en agua, todo aquello estaba impregnado de significados valiosos. También son interesantes las propuestas de Alicia Barney que denuncian la contaminación ambiental, o lo que hizo Leopoldo Maler en Argentina como homenaje a un escritor desaparecido que tomó una máquina de escribir y en lugar de rodillo convencional puso otro con surtidores de gas de donde brotaban llamas todo el tiempo, son cosas estimulantes, o sea que el arte conceptual es válido vinculado a cuestiones políticas, de otra forma es sólo repetir palabritas y hacer cosas gratuitas y por favor, ya no más, no más.
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También el haber establecido escalas de valores, el arte como una disciplina importante en la sociedad. Es decir, hay códigos de trabajo y elementos para fijar la calidad de una obra que pueden ser trasmitidos al público. Expresar, por ejemplo, que Alejandro Obregón o Fernando Botero son buenos pintores por esta o aquella razón y no porque a mí me gustan o sea su amiga, sino porque hay elementos de juicio objetivos y analíticos que explican su calidad y su importancia.
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En la actualidad hay una pluralidad de opiniones críticas, de investigaciones sobre arte y esto es el resultado de una suma de trabajos pasados y presentes: el mío, el suyo y el de tantos otros, como también la labor del MAM de Bogotá, La Tertulia en Cali, las Bienales de Medellín, la suma de estos elementos ha dado un prestigio real al arte en Colombia y el mundo tan importante como su buena literatura o su buena ensayística actual.