Mónica Ojeda: la noche de la música y las experiencias místicas y fantasmagóricas
La autora de “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol” habló sobre esta novela que presenta una exploración por la dualidad entre lo ancestral y lo contemporáneo, encapsulando un viaje que entrelaza la música, la memoria y la identidad.
Juan Camilo Rincón
Las estructuras de la vida de Noa colapsan en un festival “en donde lo antiguo que sobrevive dialoga (no sin conflicto) con lo moderno”. Entre música under post-andina y retrofuturismo thrash ancestral, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol es un poderoso ejercicio de narrativa musical con el que la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda nos recuerda “que hay que decirle al mundo que está bien sufrir”.
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Las estructuras de la vida de Noa colapsan en un festival “en donde lo antiguo que sobrevive dialoga (no sin conflicto) con lo moderno”. Entre música under post-andina y retrofuturismo thrash ancestral, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol es un poderoso ejercicio de narrativa musical con el que la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda nos recuerda “que hay que decirle al mundo que está bien sufrir”.
“Uno baila para que su amor no sea débil frente a la muerte” le dice Mario a Noa, la protagonista de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Penguin Random House, 2024). La joven y su amiga Nicole huyen de su pasado en la costa ecuatoriana, de un Guayaquil violento de desmembrados y ahorcados para internarse en la sierra, “ansiosas por abrazar los valles” y llevándose un pedazo del lugar de origen, buscando abandonarse de sí mismas en el festival Ruido Solar.
Esta novela retrofuturista de noise chamánico, pastillas de éxtasis, alucinaciones colectivas, volcanes a punto de erupción, páramos de altura colosal, cli-fi ancestral, místicos del ritmo, el vientre bravo del territorio y voces geológicas que trascienden el tiempo se desarrolla en capas cronológicas que se superponen entre los años 5540 y 5550 del calendario andino.
Noa busca su lugar en el mundo y en la vida de un padre que la abandonó. Teme al presente violento y explora en el futuro la posibilidad de suspender la incertidumbre. Ojeda logra narrar este recorrido pensando el universo en clave musical, pues “la música es puro movimiento, puro cuerpo sensibilizado con el entorno” y ella quiere que la escritura también sea así.
En la novela usted juega con el tiempo geológico y, además, con las variaciones del tiempo en su forma de muerte y resurrección. ¿Cómo recreó esa experiencia con su escritura?
El tiempo es un uroboro, un vórtice, un movimiento cíclico. La imaginación del tiempo hace su propia narrativa encarnada. Me interesa mucho cómo esto puede pensarse a nivel psicológico, corporal, geográfico, histórico… pero también a nivel narrativo. Por eso en la novela hay dos temporalidades superpuestas. Quise trabajar, en este sentido, con la percepción cíclica del tiempo andino en donde la muerte y la vida se suceden en un baile sin fin.
¿Cómo fue el ejercicio de narrar con un lenguaje “contemporáneo” y otro que denota cierta antigüedad?
El festival a donde van a parar las protagonistas es retrofuturista, con tecnoancestral, capishca funk y hasta un grupo llamado los Chamanes Eléctricos, compuesto por yachaks que tocan guitarras y teclados y zampoñas. Es un festival en donde lo actual se encuentra con lo que ha estado desde siempre; en donde lo antiguo que sobrevive dialoga (no sin conflicto) con lo moderno. Además, algo que me interesaba profundamente era reflejar ese conflicto: por eso en el festival está lo ancestral real, pero también hay mucho de lo new age, que es el vaciamiento de sentido que las sociedades contemporáneas y capitalistas hacen de las tradiciones y rituales ancestrales.
En una entrevista usted afirma que el futuro es el pasado con variaciones, y buena parte de Chamanes eléctricos gira alrededor de eso. ¿Cómo concibe ese futuro en su relación con el presagio, la vida, la muerte, la imaginación?
No creo que estemos condenados a repetir el pasado (pensarlo así nos dejaría sin ninguna agencia política), pero justamente lo que nos libera de esa repetición es la conciencia de que construimos un sentido crítico siempre con el pasado de la mano, no con el olvido ni con la negación de lo que ha ocurrido. El tiempo cíclico andino lo que nos dice es eso: que el pasado no está quieto, no es, se queda atrás, sino que va con nosotros y sigue generando efectos en el tiempo. Me interesa cómo esto se conecta con las narrativas literarias. En ellas encontramos reflejado el miedo humano a mirar atrás, como si allí hubiera una verdad insoportable (Orfeo y Eurídice). Edipo mira el oráculo y este le dice que su terror está en su origen. Entonces Edipo huye de su origen sin saber que esa huida en realidad lo estaba llevando directo hacia él. El origen (el pasado) siempre está en llamas. Necesitas su calor, pero puedes y vas a quemarte si te acercas demasiado. Lo curioso es que el origen, como el pasado, te acompaña siempre y hay algo ilegible en su centro, algo que nunca acabas de ver con claridad. Te marca y es esa marca la que inspeccionas toda la vida. Ese es el presagio que te ofrece: tu propia cara interior.
De la investigación que usted hizo sobre música y sobre poesía relacionada con la música y el baile, además de algunos mitos, ¿qué historias le resultaron más fascinantes y se acomodaron mejor a la historia que quería contar?
Encontré muchas fascinantes, pero me interesaron más las que tenían que ver con la música y lo sobrenatural, con la música y el presagio, la música y la resurrección de los muertos. Chopin vio fantasmas saliendo de su piano cuando estaba componiendo sus sonatas en Mallorca. Scriabin creyó que podría crear una sinfonía que acabara con el mundo si la tocaba en los Himalayas. A Robert Johnson le inventaron una historia en la que supuestamente pactó con el diablo para tocar la guitarra de la forma maravillosa en la que lo hacía (se dice que practicaba en un cementerio). Warren Elis dijo que Beethoven se le presentó mientras él escuchaba la Quinta sinfonía. En fin, hay muchas historias que nos hablan de la noche de la música y de experiencias místicas, extáticas y fantasmagóricas que nos ofrece.
¿Cómo fue la filigrana escritural para desarrollar una idea que sustenta buena parte de la historia, esa de “no hay goce sin derrumbe, y viceversa”?
La escritura se agita igual que la vida y es difícil determinar cómo es que llegas a algunas ideas que tienen una raigambre emocional. Sin embargo, te diría que fui armando todo en torno a la idea de Boecio: que cantando se hace más dulce el llorar, y a la de Quignard: que allá donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa. También la historia de la música nos habla de cómo esta proviene de una reacción viva a la muerte, a la pérdida y al dolor. Por eso la música es una ratificación de la vida, incluso cuando nace de la muerte.
Otra idea que atraviesa la novela es la de “Escribir es un acto colectivo porque no solo se escribe con los vivos, sino con los muertos. Nuestras voces invocan a los que ya no están, seamos o no conscientes de ello”. ¿Cómo desarrolló sus personajes (principalmente a Noa) a partir de eso?
En la novela, los personajes huyen de una ciudad en llamas para disfrutar de un festival de música en las faldas de un volcán, pero Noa no solo sube a gozar, sino a encontrarse con el padre que la abandonó cuando tenía ocho años. Va a ese origen que puede y va a quemarte del que hablaba antes, porque quiere ver algo hondo sobre sí misma. Es un viaje personal, una especie de catábasis, que tiene que ver con esa inspección de la cara interior de sí misma. Noa no encuentra tantas respuestas en su padre como en la abuela muerta, y con su voz levanta la voz de quien ya no está. Esa es la herencia, esa es la vida resucitando. No existe tal cosa como una voz solitaria: una voz está hecha de un tejido de voces. Lo mismo pasa con la escritura: escribimos con otras escrituras.
En esa exploración de la fascinación que representó escribir esta novela, ¿qué caminos probó, que no había transitado antes?, ¿cuál fue el gran desafío?
Estuve tan obsesionada leyendo sobre música que acabé revisando libros sobre música y física cuántica. Por supuesto, tuve que decirme: Detente. A mí me gusta trabajar con una propuesta estética de la acumulación, pero eso no significa que todo pueda entrar en un libro. La acumulación debe hacer un sentido y estar muy bien elegida. Por eso el desafío fue escoger bien lo que iba a entrar en la novela y lo que no. También, aunque es cierto que ya he trabajado antes con la polifonía, elegí una polifonía muy concreta que incluye divagaciones y deslices creativos de la oralidad. Otro reto fue armar una estructura compuesta por contrarios: partes del festival, partes del padre; partes donde la música estalla, partes en donde se trabaja con el silencio; partes orales, partes escriturales, etc.
Mario quiere ser Diabluma, asiste a los rituales, se viste, danza, baila, asume el personaje. ¿Cuáles cree usted que son los mitos que hemos ido forjando en estos nuevos tiempos?
Creo que vivimos en una época en la que los mitos contemporáneos han perdido su fuerza poética. Por eso miramos los mitos del pasado con asombro, porque lograron aunar profundidad de pensamiento con poesía, de tal manera que a día de hoy siguen hablándonos de quiénes somos. Es difícil hablar de los mitos actuales porque estamos ciegos a su estatuto mitológico: creemos que son una realidad tangible en lugar de narrativas de lo real y de lo tangible. Nuestro dios actual es la ciencia y los discursos positivistas que, en gran parte de los casos, están despojados de toda humanidad.
¿Podemos afirmar que en la literatura hay un resurgimiento o recuperación de tradiciones milenarias o centenarias de los pueblos originarios desde la escucha auténtica?
Creo que en este momento en Latinoamérica hay muchas escritoras y escritores intentando, no recuperar (porque nunca se han perdido estos discursos, siempre han estado ahí), sino hackear la escritura como tecnología de tal modo que nos forje un nuevo oído; un oído sensible con los discursos que han sido ignorados o relegados al desprestigio intelectual. Pienso en Samay Cañamar, Yana Lucila Lema, Hugo Hamioy, Fredy Chikangana, etc. Los pueblos originarios piensan y son agentes filosóficos, teóricos y creativos de sus comunidades. Quizás una escritura hackeada por la oralidad y por una razón poética pueda crear una nueva sensibilidad y una nueva geografía que nos conecte de un modo horizontal.