Escribo como pienso que me van a leer las personas sobre las que escribo
Como parte de “Para que no me olvides. Sala de redacción de ausentes”, un proyecto de memoria de la Fundación para la Libertad de Prensa que busca alertar sobre la violencia contra periodistas, se prepararon entrevistas imaginadas con periodistas asesinados. Hoy, Silvia Duzán.
Lucas Ospina*
Dije que iba donde Silvia Duzán y di el número del apartamento. El portero me miró con sorna, ni miró el citófono, se volteó y sacó del casillero un papelito con esa letra de ella; primero redonda, juiciosa, y luego cada vez más recostada, casi ilegible por el afán: “Estoy en el OMA de la 82. Veámonos allá a las 4”.
Esta entrevista es una colección de papelitos. De encuentros y desencuentros con Silvia desde hace un año y más desde que ella estuvo en Medellín y ahora viaja al Magdalena Medio como productora del documental para el Canal 4 de BBC Londres. Silvia es una lucha contra el caos, tiene que hacer enormes esfuerzos para ajustarse a cualquier orden; su marido, el economista Salomón Kalmanovitz, le dice que no tiene “reloj interno” y que siempre cree que puede hacer dos cosas al tiempo en lugares distintos.
Salgo de las Torres del Parque hacia la séptima, espero la buseta a Unicentro, me bajo en la 82. Llueve. Atravieso charcos y carros parqueados encima del andén. Entro al OMA, medio café y medio librería, ya sé dónde está Silvia: su risa.
“Muchacha de risa loca”: la risa de Silvia que también es sarcástica, es defensiva, es munición lanzada al vacío para un desarme sin agresión. Silvia, con sus ojos rasgados, facciones morenas y cara de muñeca; Silvia es sensibilidad en su versión más pura, más extrema y radical, entre el infinito encanto y el infinito riesgo, Silvia siempre es leal a su desmedida esencia.
Ríe en cascadas, sus ojos se achinan, y entre frases manotea sin cesar. Hoy está con dos jóvenes de barrio bajo, que ya no son tan jóvenes, con chaquetas raídas, parches y etiquetas metaleras, con pantalón entubado y zapatos tenis sucios que podrían ser de mejor marca y esos raros peinados nuevos, como de video de Charly García. Ríen, ella hace que sus entrevistados se sientan como reyes, odia regañar, culpar, dañar, su comunicación es franca, intensa, no la quiero interrumpir. Espero un rato, Silvia manotea, se voltea y me ve, se alegra, se levanta, me lleva a la mesa, me dice que ya están por terminar. Ellos se van, se abrazan, chocan manos, tienen las mismas pulseras. Ella guarda su pequeña libreta de hojas rayadas y su esfero en la mochila.
Ahora es su turno: la reportera será la entrevistada. Vamos a ver si se desenvuelve con la misma habilidad que muestra a la hora de escribir, guardar, buscar e imprimir archivos para las entrevistas a sicarios, bazuqueros, ladronzuelos, narcos, traficantes de armas, bandidos de distintos gremios, sepultureros melancólicos, dueños de cine porno y jóvenes de todo tipo de tribus urbanas. No importa que su computador sea el único aparato que sepa dominar o que apriete el tubo de dientes por la mitad y pierda las tapas de todos los frascos, como periodista, no hay otra igual.
¿Cómo va el trabajo en el Magdalena Medio?
Está tenaz, el ejército está bombardeando todo, con lo que dan los gringos dizque para la guerra contra las drogas, hace poco bombardeó una vereda de San Vicente del Chucurí. Pero bien, la “situa” parece caliente, pero es manejable para nosotros como periodistas contratados por un medio extranjero. Con carnets ventiados y cartas de recomendación del Canal 4, la cosa es difícil, pero no imposible. Es un problema de firmeza. De decir todo lo contrario a lo que afirman los militares.
¿Y no le da miedo?
Acuérdese que yo odio las gallinas, veo una gallina y me pongo fúrica, es el animal más bobo del planeta, camina con miedo, canta como una histérica, no sabe ni para dónde va toda insegura. ¡Ay!, esa bobada de las gallinas…
En serio, Silvia, una cosa es estar en la ciudad, con los códigos que usted conoce, y otra es estar allá, lejos, sin saber en qué se está metiendo…
Hace unos años, yo debía tener como 22 o 23, dejé botada mi carrera de economista en Los Andes —no sirvo para las matemáticas—. Acababa de entrar a trabajar en la revista Semana. Íbamos mucho a fiestas por acá en el norte, luego de los cierres de redacción. A una reunión a la que fui con Olga Troconis y Juana Méndez nos salió un tipo que se llamaba Babel, hermano de Andrés Carne de Res, y nos dijo que tenía una casita divina en La Guajira, en Dibuya, que nos la prestaba y que allá tenía, dijo, un nativo adorable que se la cuidaba, un tal Simón. Con Olga, como las dos éramos ya huérfanas de papá, nos robábamos cosas en desuso de nuestras casas, nos íbamos a venderlas al mercado de las pulgas de la tercera, luego nos íbamos al Goce pagano, a Sopó a comer fresas con crema, y algo pudimos ahorrar para el viaje. Nos fuimos para allá en diciembre de 1984. Cuando llegamos, salió un hombre negro y fornido, parco, pero sorprendido por la visita de esas tres bogotanas. Nos paseamos unos días por el lugar en bikini, hasta que una señora, Juana Peralta, recuerdo, nos dijo: “Muchachas, ¿ustedes qué hacen acá?, este no es un lugar para mujeres solas, piénsenlo, acá pueden pasar muchas cosas”. A las cuatro de la mañana salieron ellas en una flota y yo tuve que esperar en la casa hasta las 7:30 para coger transporte al aeropuerto de Riohacha. Durante ese lapso, Simón se me insinuó varias veces, intentó tocarme, arrinconarme, pero a punta de cuento, de risas, pude torear al tipo. No me pasó nada y salí de esa.
Se salvó de pura Sherezada…
Sí, pero luego, en una fiesta donde Pedro Cote, cuando contamos la aventura, un médico que había hecho su rural allá, dijo: no les pasó nada porque estaban hospedadas en esa casa, protegidas por el tal Simón, el hombre más peligroso de Dibuya.
¿Y el peligro aquí, ahora?
Mi mamá trabaja desde joven, viene de una familia de fortuna venida a menos, nos crió sin miedos. Nos metió en el San Patricio para darnos espacio para que pensáramos más allá de casarnos bien y ser amas de casa. Cuando los del MAS pusieron un petardo en la casa donde vivíamos las tres —en respuesta a los reportajes sobre paramilitarismo en el Magdalena Medio publicados por mi hermana María Jimena—, terminamos en el suelo en medio del humo blanco asfixiante, y mi mamá fue la que nos infundió fuerza para reponernos.
¿La ciudad es peligrosa?
Les temo más a los editores. Para lo del libro tenía primero que reunirme con los que se acaban de ir, los del sur, de Santa Isabel, que eran los que se agarraban con los de la gallada de Unicentro; hay unos datos que me faltan y el libro está encima, ellos trabajan ahora de jíbaros por esta zona. Uno de ellos era de la banda que robaba a señoras a la salida del Carulla de Pablo Sexto para pagarse los instrumentos del grupo de rock que tenían. A partir del 15 de marzo la cosa se pone grave, tengo que entregar el final del libro y, si no, me tocará esconderme del editor. Tengo un dengue o algo me dio en el Magdalena, deliro al escribir y tampoco ayuda el medio hígado que me queda después de ese paludismo que me dio en el Pacífico.
¿Y tiene que volver por Cimitarra?
La situación es crítica. Si el Gobierno no manda al cuerpo élite de la Policía, el experimento terminará en fracaso; ya busqué a Rafael Pardo en el gobierno Barco, pero no nos pararon bolas. Me preocupa la seguridad de los campesinos del documental. La vez pasada entrevistamos a un tipo al que le dicen El Mojao, antes fue guerrillero, ahora paramilitar, fue entrenado por los mercenarios que trajeron de Israel y con el rostro destapado ante la cámara nos dio a entender que con soldados del ejército del Batallón Rafael Reyes patrullan la zona, les prestan armas en la estación de policía y que hay una posible infiltración en la asociación de campesinos. Nos dejó claro el poder de los narcoparamilitares en la política local en miras a las próximas elecciones. En enero, cuando la TCC con lo de las amenazas y asesinatos organizó el foro al que vinieron los asesores de paz del Gobierno, en la noche, en el hotel, me tocó justo en el cuarto de al lado de El Mojao, el man estuvo peleando y pegándole toda la noche a una mujer…
Tenaz. ¿El documental es su compromiso?
Yo solo sé que me voy allá como sea, ya quedé con los cuatro tipos para que arranquen desde sus tierras en la India a Cimitarra para vernos en la mañana del lunes y ponernos al día con datos que nos faltan. Ahí en el pueblo estaremos más seguros, no nos van a matar delante de todo el mundo. Toca darles visibilidad a los líderes, ver si se ganan eso del Nobel alternativo de Paz, mostrar que “sale más barato hacer la paz que hacer la guerra”, como lo dijeron acá en Bogotá en la ronda por periódicos que les armamos.
¿Cómo termina un documental?
Con el que más me he entendido es con Miguel Ángel Barajas. Él estudió en la Nacional, llegó a esa zona como agrónomo del Incora y se convenció de la causa que tenían Josué Vargas y Saúl Castañeda para fundar la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare y declararse neutrales ante todos los ejércitos, lo que llevó a estos dos años de calma chicha en la India. Ahora le llevo un libro de Patricia Highsmith, a él también le gusta la novela negra. Voy a esperar a que se hagan las elecciones, porque si Miguel Ángel gana en el Concejo, eso sería el final feliz del documental.
A usted le gusta así, meterse entre la gente, camuflarse ¿por qué un periodismo así, cercano a la reportería, a la antropología, a la literatura?
En Medellín estuve parqueada meses con Alonso Salazar y Víctor Gaviria buscando entrevistar a esos jóvenes, hasta que la logramos, pero luego publicaron con otros créditos y como si fuera una gran primicia la entrevista del sicario. Yo no pertenezco al mundo de las “chivas”. Yo soy buena para conseguir datos, generosa con mis fuentes, la información es un bien público, sí, pero en esos medios muchas veces se me adelantan sin respetar acuerdos ni dar créditos. Luego mis confidentes iban a creer que los había “vendido”, que los había entregado al negocio, que los había traicionado. Para mí es gravísimo que esas personas cuestionen mi honestidad.
¿Cómo es escribir como usted escribe, las crónicas en primera persona, eso que llaman “historias de vida”?
En Zona, la revista que hicimos con Ramón Jimeno, Salomón y otros, hablaba mucho con Alfredo Molano de eso de escribir así; decíamos que había que perderle el miedo a ser tildados de “hacer literatura”, y no porque no la hagamos, sino porque tenemos la íntima convicción de que no falsificamos a la gente. Además, la literatura, la poca que pueda existir en los relatos, no me pertenece. Mi trabajo consiste en ponerla al descubierto. Con Alfredo decimos que hay un sabor parecido al de la libertad en este oficio cuando uno lo entiende así.
Además de Molano, ¿a qué otras personas lee en esa sintonía?
Yo leo de todo, lo que me caiga, lo que me suene. El otro día le regalé a un amigo La senda del perdedor, de Bukowsky, y él me consiguió a cambio una edición original de El Atravesado, mi favorito de Andrés Caicedo. Es como con la música, en el apartamento pasamos de lo que oyen los hijos de Salomón al casete de Siniestro Total que trajo de España Moncho Jimeno, o ponemos lo que compramos con Eduardo Arias en la caseta de Saúl de la 19 y luego en su casa grabamos en casetes The Doors, Triana, Led Zepelin, ACDC, Sui Géneris, The Clash, Men at work, Dire Straits, intercalados con los dos álbumes de Blades de Maestra Vida. Oigo de todo, todo Rolling Stones, casi nada de los Beatles y nada de música de protesta. [Risa]. En el viaje a Israel, con Salo compramos un par de discos de Leonard Cohen.
Pero en su casa desayunaban, almorzaban y comían periodismo…
Mi papá iba todos los sábados al periódico El Espectador a entregar el editorial que él había escrito a máquina luego de hablar con Guillermo Cano, el director. Ese día tocaba entrar por la puerta de atrás, con los camiones parqueados para la edición que salía por la tarde. Recuerdo la inmensa rotativa roja y cómo armaban el periódico en planchas de plomo en un papel brillante y grasoso. Los armadores leían página por página y si al corrector de estilo se le había pasado una coma o un error de ortografía, ellos con un bisturí cortaban la parte que necesitaban remover y luego ponían la nueva con una habilidad y precisión de cirujanos. Con María Jimena y mi hermano dábamos vueltas y cuando mi papá y Guillermo ya se habían puesto al día en cosa de confidenciales, Guillermo se despedía, vencía la timidez y molestaba a mi hermano preguntándole si todavía tenía el mal gusto de ser hincha de Millonarios. Mi hermana y yo siempre decíamos que queríamos ser periodistas.
¿Y con Salomón de qué hablan?
Él dice que yo le prestó mi espontaneidad y él pone el orden.
Pero de verdad, ¿de qué hablan?
Hoy estrenan una de Fellini en Granahorrar y fue con Fellini que una amiga nos cuadró en nuestra primera cita.
¿Cómo fue?
Yo estaba en Semana, en un semillero de jóvenes periodistas con Gabriel García Márquez, y había puesto una foto de él bajo el vidrio de mi escritorio en la oficina; él escribía de economía y cuando pasó a entregar su columna la vio, y no sabíamos cómo salir de esa turbación. Una amiga, de pura celestina, cuadró para ir los tres a ver La ciudad de las mujeres. De regreso, me le senté al lado. Luego fuimos solos a tomar un café, a él le impactó ese hombre sádico de la película que mantenía a su madre en un pedestal y la adoraba, dijo que las madres sobreprotectoras volvían machistas a sus hijos. Mientras tanto yo lo miraba con ojos enternecidos. Comenzó entonces el romance. Él me llevaba 17 años y advirtió que me iba a dejar viuda.
No fue así. El lunes 26 de febrero de 1990, Silvia va al aeropuerto con Salomón, pero un trancón le hace perder el vuelo. Baja del carro, corre, reprograma otro vuelo hacia Bucaramanga, avisa que llegará a Cimitarra en bus pasadas las 9 de la noche. Llega al pueblo a las 9:25 p.m.; un joven de la asociación la recoge y la acompaña hasta la entrada del bar La Tata y la abandona ahí con una disculpa pueril. Al fondo, la esperan sus tres amigos dirigentes campesinos. Transcurren unos minutos, conversan; en el entusiasmo desestiman advertencias sobre la presencia de El Mojao y sus sicarios en la zona. Alguien del pueblo llama a la estación de policía para alertar sobre lo que va a suceder, la respuesta estatal es un acto más de complicidad que se suma a las armas que le acaban de entregar a dos sicarios. Ambos asesinos se aproximan desde lados opuestos a la mesa donde están Josué, Saúl, Miguel Ángel y Silvia, les disparan, les rematan. Huyen en medio de tiros al aire de los hombres de El Mojao apostados en la plaza y se resguardan en el batallón militar. Silvia, herida de gravedad con un disparo en la cabeza, sobrevive unas horas más en el centro de salud; muere desangrada por cuatro impactos de bala. Horas luego, el esposo de Silvia y su primo, Carlos Angulo, reclaman el cuerpo en el batallón militar de Cimitarra. Un capitán, de mirada torva, les pregunta si María Jimena Duzán va a venir. En el estrecho espacio de la avioneta de regreso, Carlos recuerda cómo la cabeza de Silvia queda a su lado: “Yo la miré durante casi todo el trayecto: siempre con su cara amable.”
* Profesor de la Universidad de los Andes.
www.memoriasdelperiodismo.co
Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖
Dije que iba donde Silvia Duzán y di el número del apartamento. El portero me miró con sorna, ni miró el citófono, se volteó y sacó del casillero un papelito con esa letra de ella; primero redonda, juiciosa, y luego cada vez más recostada, casi ilegible por el afán: “Estoy en el OMA de la 82. Veámonos allá a las 4”.
Esta entrevista es una colección de papelitos. De encuentros y desencuentros con Silvia desde hace un año y más desde que ella estuvo en Medellín y ahora viaja al Magdalena Medio como productora del documental para el Canal 4 de BBC Londres. Silvia es una lucha contra el caos, tiene que hacer enormes esfuerzos para ajustarse a cualquier orden; su marido, el economista Salomón Kalmanovitz, le dice que no tiene “reloj interno” y que siempre cree que puede hacer dos cosas al tiempo en lugares distintos.
Salgo de las Torres del Parque hacia la séptima, espero la buseta a Unicentro, me bajo en la 82. Llueve. Atravieso charcos y carros parqueados encima del andén. Entro al OMA, medio café y medio librería, ya sé dónde está Silvia: su risa.
“Muchacha de risa loca”: la risa de Silvia que también es sarcástica, es defensiva, es munición lanzada al vacío para un desarme sin agresión. Silvia, con sus ojos rasgados, facciones morenas y cara de muñeca; Silvia es sensibilidad en su versión más pura, más extrema y radical, entre el infinito encanto y el infinito riesgo, Silvia siempre es leal a su desmedida esencia.
Ríe en cascadas, sus ojos se achinan, y entre frases manotea sin cesar. Hoy está con dos jóvenes de barrio bajo, que ya no son tan jóvenes, con chaquetas raídas, parches y etiquetas metaleras, con pantalón entubado y zapatos tenis sucios que podrían ser de mejor marca y esos raros peinados nuevos, como de video de Charly García. Ríen, ella hace que sus entrevistados se sientan como reyes, odia regañar, culpar, dañar, su comunicación es franca, intensa, no la quiero interrumpir. Espero un rato, Silvia manotea, se voltea y me ve, se alegra, se levanta, me lleva a la mesa, me dice que ya están por terminar. Ellos se van, se abrazan, chocan manos, tienen las mismas pulseras. Ella guarda su pequeña libreta de hojas rayadas y su esfero en la mochila.
Ahora es su turno: la reportera será la entrevistada. Vamos a ver si se desenvuelve con la misma habilidad que muestra a la hora de escribir, guardar, buscar e imprimir archivos para las entrevistas a sicarios, bazuqueros, ladronzuelos, narcos, traficantes de armas, bandidos de distintos gremios, sepultureros melancólicos, dueños de cine porno y jóvenes de todo tipo de tribus urbanas. No importa que su computador sea el único aparato que sepa dominar o que apriete el tubo de dientes por la mitad y pierda las tapas de todos los frascos, como periodista, no hay otra igual.
¿Cómo va el trabajo en el Magdalena Medio?
Está tenaz, el ejército está bombardeando todo, con lo que dan los gringos dizque para la guerra contra las drogas, hace poco bombardeó una vereda de San Vicente del Chucurí. Pero bien, la “situa” parece caliente, pero es manejable para nosotros como periodistas contratados por un medio extranjero. Con carnets ventiados y cartas de recomendación del Canal 4, la cosa es difícil, pero no imposible. Es un problema de firmeza. De decir todo lo contrario a lo que afirman los militares.
¿Y no le da miedo?
Acuérdese que yo odio las gallinas, veo una gallina y me pongo fúrica, es el animal más bobo del planeta, camina con miedo, canta como una histérica, no sabe ni para dónde va toda insegura. ¡Ay!, esa bobada de las gallinas…
En serio, Silvia, una cosa es estar en la ciudad, con los códigos que usted conoce, y otra es estar allá, lejos, sin saber en qué se está metiendo…
Hace unos años, yo debía tener como 22 o 23, dejé botada mi carrera de economista en Los Andes —no sirvo para las matemáticas—. Acababa de entrar a trabajar en la revista Semana. Íbamos mucho a fiestas por acá en el norte, luego de los cierres de redacción. A una reunión a la que fui con Olga Troconis y Juana Méndez nos salió un tipo que se llamaba Babel, hermano de Andrés Carne de Res, y nos dijo que tenía una casita divina en La Guajira, en Dibuya, que nos la prestaba y que allá tenía, dijo, un nativo adorable que se la cuidaba, un tal Simón. Con Olga, como las dos éramos ya huérfanas de papá, nos robábamos cosas en desuso de nuestras casas, nos íbamos a venderlas al mercado de las pulgas de la tercera, luego nos íbamos al Goce pagano, a Sopó a comer fresas con crema, y algo pudimos ahorrar para el viaje. Nos fuimos para allá en diciembre de 1984. Cuando llegamos, salió un hombre negro y fornido, parco, pero sorprendido por la visita de esas tres bogotanas. Nos paseamos unos días por el lugar en bikini, hasta que una señora, Juana Peralta, recuerdo, nos dijo: “Muchachas, ¿ustedes qué hacen acá?, este no es un lugar para mujeres solas, piénsenlo, acá pueden pasar muchas cosas”. A las cuatro de la mañana salieron ellas en una flota y yo tuve que esperar en la casa hasta las 7:30 para coger transporte al aeropuerto de Riohacha. Durante ese lapso, Simón se me insinuó varias veces, intentó tocarme, arrinconarme, pero a punta de cuento, de risas, pude torear al tipo. No me pasó nada y salí de esa.
Se salvó de pura Sherezada…
Sí, pero luego, en una fiesta donde Pedro Cote, cuando contamos la aventura, un médico que había hecho su rural allá, dijo: no les pasó nada porque estaban hospedadas en esa casa, protegidas por el tal Simón, el hombre más peligroso de Dibuya.
¿Y el peligro aquí, ahora?
Mi mamá trabaja desde joven, viene de una familia de fortuna venida a menos, nos crió sin miedos. Nos metió en el San Patricio para darnos espacio para que pensáramos más allá de casarnos bien y ser amas de casa. Cuando los del MAS pusieron un petardo en la casa donde vivíamos las tres —en respuesta a los reportajes sobre paramilitarismo en el Magdalena Medio publicados por mi hermana María Jimena—, terminamos en el suelo en medio del humo blanco asfixiante, y mi mamá fue la que nos infundió fuerza para reponernos.
¿La ciudad es peligrosa?
Les temo más a los editores. Para lo del libro tenía primero que reunirme con los que se acaban de ir, los del sur, de Santa Isabel, que eran los que se agarraban con los de la gallada de Unicentro; hay unos datos que me faltan y el libro está encima, ellos trabajan ahora de jíbaros por esta zona. Uno de ellos era de la banda que robaba a señoras a la salida del Carulla de Pablo Sexto para pagarse los instrumentos del grupo de rock que tenían. A partir del 15 de marzo la cosa se pone grave, tengo que entregar el final del libro y, si no, me tocará esconderme del editor. Tengo un dengue o algo me dio en el Magdalena, deliro al escribir y tampoco ayuda el medio hígado que me queda después de ese paludismo que me dio en el Pacífico.
¿Y tiene que volver por Cimitarra?
La situación es crítica. Si el Gobierno no manda al cuerpo élite de la Policía, el experimento terminará en fracaso; ya busqué a Rafael Pardo en el gobierno Barco, pero no nos pararon bolas. Me preocupa la seguridad de los campesinos del documental. La vez pasada entrevistamos a un tipo al que le dicen El Mojao, antes fue guerrillero, ahora paramilitar, fue entrenado por los mercenarios que trajeron de Israel y con el rostro destapado ante la cámara nos dio a entender que con soldados del ejército del Batallón Rafael Reyes patrullan la zona, les prestan armas en la estación de policía y que hay una posible infiltración en la asociación de campesinos. Nos dejó claro el poder de los narcoparamilitares en la política local en miras a las próximas elecciones. En enero, cuando la TCC con lo de las amenazas y asesinatos organizó el foro al que vinieron los asesores de paz del Gobierno, en la noche, en el hotel, me tocó justo en el cuarto de al lado de El Mojao, el man estuvo peleando y pegándole toda la noche a una mujer…
Tenaz. ¿El documental es su compromiso?
Yo solo sé que me voy allá como sea, ya quedé con los cuatro tipos para que arranquen desde sus tierras en la India a Cimitarra para vernos en la mañana del lunes y ponernos al día con datos que nos faltan. Ahí en el pueblo estaremos más seguros, no nos van a matar delante de todo el mundo. Toca darles visibilidad a los líderes, ver si se ganan eso del Nobel alternativo de Paz, mostrar que “sale más barato hacer la paz que hacer la guerra”, como lo dijeron acá en Bogotá en la ronda por periódicos que les armamos.
¿Cómo termina un documental?
Con el que más me he entendido es con Miguel Ángel Barajas. Él estudió en la Nacional, llegó a esa zona como agrónomo del Incora y se convenció de la causa que tenían Josué Vargas y Saúl Castañeda para fundar la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare y declararse neutrales ante todos los ejércitos, lo que llevó a estos dos años de calma chicha en la India. Ahora le llevo un libro de Patricia Highsmith, a él también le gusta la novela negra. Voy a esperar a que se hagan las elecciones, porque si Miguel Ángel gana en el Concejo, eso sería el final feliz del documental.
A usted le gusta así, meterse entre la gente, camuflarse ¿por qué un periodismo así, cercano a la reportería, a la antropología, a la literatura?
En Medellín estuve parqueada meses con Alonso Salazar y Víctor Gaviria buscando entrevistar a esos jóvenes, hasta que la logramos, pero luego publicaron con otros créditos y como si fuera una gran primicia la entrevista del sicario. Yo no pertenezco al mundo de las “chivas”. Yo soy buena para conseguir datos, generosa con mis fuentes, la información es un bien público, sí, pero en esos medios muchas veces se me adelantan sin respetar acuerdos ni dar créditos. Luego mis confidentes iban a creer que los había “vendido”, que los había entregado al negocio, que los había traicionado. Para mí es gravísimo que esas personas cuestionen mi honestidad.
¿Cómo es escribir como usted escribe, las crónicas en primera persona, eso que llaman “historias de vida”?
En Zona, la revista que hicimos con Ramón Jimeno, Salomón y otros, hablaba mucho con Alfredo Molano de eso de escribir así; decíamos que había que perderle el miedo a ser tildados de “hacer literatura”, y no porque no la hagamos, sino porque tenemos la íntima convicción de que no falsificamos a la gente. Además, la literatura, la poca que pueda existir en los relatos, no me pertenece. Mi trabajo consiste en ponerla al descubierto. Con Alfredo decimos que hay un sabor parecido al de la libertad en este oficio cuando uno lo entiende así.
Además de Molano, ¿a qué otras personas lee en esa sintonía?
Yo leo de todo, lo que me caiga, lo que me suene. El otro día le regalé a un amigo La senda del perdedor, de Bukowsky, y él me consiguió a cambio una edición original de El Atravesado, mi favorito de Andrés Caicedo. Es como con la música, en el apartamento pasamos de lo que oyen los hijos de Salomón al casete de Siniestro Total que trajo de España Moncho Jimeno, o ponemos lo que compramos con Eduardo Arias en la caseta de Saúl de la 19 y luego en su casa grabamos en casetes The Doors, Triana, Led Zepelin, ACDC, Sui Géneris, The Clash, Men at work, Dire Straits, intercalados con los dos álbumes de Blades de Maestra Vida. Oigo de todo, todo Rolling Stones, casi nada de los Beatles y nada de música de protesta. [Risa]. En el viaje a Israel, con Salo compramos un par de discos de Leonard Cohen.
Pero en su casa desayunaban, almorzaban y comían periodismo…
Mi papá iba todos los sábados al periódico El Espectador a entregar el editorial que él había escrito a máquina luego de hablar con Guillermo Cano, el director. Ese día tocaba entrar por la puerta de atrás, con los camiones parqueados para la edición que salía por la tarde. Recuerdo la inmensa rotativa roja y cómo armaban el periódico en planchas de plomo en un papel brillante y grasoso. Los armadores leían página por página y si al corrector de estilo se le había pasado una coma o un error de ortografía, ellos con un bisturí cortaban la parte que necesitaban remover y luego ponían la nueva con una habilidad y precisión de cirujanos. Con María Jimena y mi hermano dábamos vueltas y cuando mi papá y Guillermo ya se habían puesto al día en cosa de confidenciales, Guillermo se despedía, vencía la timidez y molestaba a mi hermano preguntándole si todavía tenía el mal gusto de ser hincha de Millonarios. Mi hermana y yo siempre decíamos que queríamos ser periodistas.
¿Y con Salomón de qué hablan?
Él dice que yo le prestó mi espontaneidad y él pone el orden.
Pero de verdad, ¿de qué hablan?
Hoy estrenan una de Fellini en Granahorrar y fue con Fellini que una amiga nos cuadró en nuestra primera cita.
¿Cómo fue?
Yo estaba en Semana, en un semillero de jóvenes periodistas con Gabriel García Márquez, y había puesto una foto de él bajo el vidrio de mi escritorio en la oficina; él escribía de economía y cuando pasó a entregar su columna la vio, y no sabíamos cómo salir de esa turbación. Una amiga, de pura celestina, cuadró para ir los tres a ver La ciudad de las mujeres. De regreso, me le senté al lado. Luego fuimos solos a tomar un café, a él le impactó ese hombre sádico de la película que mantenía a su madre en un pedestal y la adoraba, dijo que las madres sobreprotectoras volvían machistas a sus hijos. Mientras tanto yo lo miraba con ojos enternecidos. Comenzó entonces el romance. Él me llevaba 17 años y advirtió que me iba a dejar viuda.
No fue así. El lunes 26 de febrero de 1990, Silvia va al aeropuerto con Salomón, pero un trancón le hace perder el vuelo. Baja del carro, corre, reprograma otro vuelo hacia Bucaramanga, avisa que llegará a Cimitarra en bus pasadas las 9 de la noche. Llega al pueblo a las 9:25 p.m.; un joven de la asociación la recoge y la acompaña hasta la entrada del bar La Tata y la abandona ahí con una disculpa pueril. Al fondo, la esperan sus tres amigos dirigentes campesinos. Transcurren unos minutos, conversan; en el entusiasmo desestiman advertencias sobre la presencia de El Mojao y sus sicarios en la zona. Alguien del pueblo llama a la estación de policía para alertar sobre lo que va a suceder, la respuesta estatal es un acto más de complicidad que se suma a las armas que le acaban de entregar a dos sicarios. Ambos asesinos se aproximan desde lados opuestos a la mesa donde están Josué, Saúl, Miguel Ángel y Silvia, les disparan, les rematan. Huyen en medio de tiros al aire de los hombres de El Mojao apostados en la plaza y se resguardan en el batallón militar. Silvia, herida de gravedad con un disparo en la cabeza, sobrevive unas horas más en el centro de salud; muere desangrada por cuatro impactos de bala. Horas luego, el esposo de Silvia y su primo, Carlos Angulo, reclaman el cuerpo en el batallón militar de Cimitarra. Un capitán, de mirada torva, les pregunta si María Jimena Duzán va a venir. En el estrecho espacio de la avioneta de regreso, Carlos recuerda cómo la cabeza de Silvia queda a su lado: “Yo la miré durante casi todo el trayecto: siempre con su cara amable.”
* Profesor de la Universidad de los Andes.
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