“Esa es su opinión”. O cómo anular cualquier debate
En una sociedad de confrontaciones ideológicas, un filósofo revisa la importancia del arte de argumentar sin descalificar la opinión del otro.
Ludwing Cepeda Aparicio * / @Ludwing_Cepeda / Especial para El Espectador
Existen diferentes formas de anular una opinión. Una de ellas es el viejo truco de decir “esa es simplemente una opinión”. Veamos qué hay detrás de esta dudosa estrategia argumentativa. (Siga esta semana en El Espectador la elección de los Premios Nobel 2022)
En primer lugar, cabe señalar que muchas ideas son algo menos que una opinión; por ejemplo, divagaciones, juicios sesgados, extrapolaciones, entrampamientos verbales, falacias e, incluso, juegos del lenguaje que saltan fuera del pensamiento lógico. En segundo lugar, existe otro tipo de formulaciones que expresan un contenido mucho más estructurado y sólido que una opinión, como sucede con las teorías e hipótesis científicas, las proposiciones analíticas y los juicios matemáticos, ciertas descripciones cualitativas, la doctrina jurídica, las afirmaciones evidentes y las definiciones del tipo “todos los triángulos tienen tres lados”. En medio de estos dos “extremos”, se encontrarían las opiniones, que, en todo caso, son ideas con cierto sustento.
En muchos debates, en especial cuando se cae en la confrontación directa, se recurre a la salida fácil de enfatizar que el juicio del otro es “una mera opinión”, y que, como tal, “merece respeto”, pero bajo la aclaración de que se trata “nada más” que de “una opinión”, es decir, de una “apreciación personal”; y, por ende, se la reduce a una cuestión “subjetiva”. Con esa etiqueta, la de que algo sea “una opinión”, dicha idea queda arrojada a un horizonte en donde todo es relativo y depende enteramente de un punto de vista, de cómo se interprete, pero fuera de ese restringido ámbito “subjetivo” del otro —quien refuta de esta manera olvida su propia “subjetividad”— aquella perspectiva pierde toda validez objetiva.
Sin embargo, en caso de aceptar esta lógica, de un universo que sucumbe al perspectivismo, no tendría sentido la búsqueda de consensos, ni diálogo o debate alguno, ya que todo estaría reducido a un espejismo. Allí, difícilmente funcionaría siquiera la comunicación, pues lo que para un individuo fuese un dragón para otra persona sería una mariposa, o la sensual emperatriz de una galaxia. Quien juega la carta del perspectivismo de las opiniones acude a un sofisma en el que su interlocutor pierde para siempre la capacidad de tener la razón, pues esta queda colonizada por un virus infalible, aquel que hace del relativismo y del subjetivismo una forma disfrazada de aniquilar el pensamiento del otro.
Esto sucede cuando se responde “esa es una opinión”, o, mejor aún, “esa es su opinión”, o sea, nada más “un punto de vista”, que es, por cierto, el “suyo”, y usted no es más especial que nadie —no importa si el otro está desinformado—; de modo que, por más sensato que eventualmente sea su punto de vista, se tratará solo de “una opinión”. Y tendrá, entonces, un valor limitado; entiéndase, limitado a usted mismo, a su esfera privada de “subjetividad”. Pues existen muchas más opiniones, todas igual de “respetables”, incluso si se contradicen entre ellas. Es como si se tratara de una fina cortesía —un gesto de educación, por así decirlo— que mereciera toda opinión por el hecho de ser tal. Y como si estas no fuesen verdaderas ni falsas, sino solo “respetables”. Así piensa, quizá sin darse cuenta, quien relativiza las ideas de los demás.
Si se mira bien, este recurso argumentativo se asemeja a un tipo de falacia lógica muy conocida, la falacia ad hominem —contra la persona—, en la que un juicio o razonamiento se invalida no debido a lo que se afirma o a su posible valor de verdad o falsedad, sino únicamente en función de quién lo dice. Por ejemplo, cuando una persona tildada de multimillonaria es descalificada bajo el pretexto de que “no puede entender ciertos asuntos, pues no ha vivido la pobreza”. O al enunciar, sobre una persona de piel blanca, que esta “no sabe qué es el racismo, porque habla desde una condición de privilegio”.
Apelar al relativismo y al subjetivismo para invalidar un juicio es un procedimiento similar al de los dos anteriores ejemplos. Quienes utilizan esta singular estrategia argumentativa aducen, en el fondo, que su interlocutor no puede ver o pensar más allá de su propia “subjetividad”, sino que es, precisamente, alguien que —en tanto es portador de opiniones — respira “subjetividad” en cada rejilla de su conciencia. Esto es, en realidad, lo que se critica o cuestiona en tal caso; no el contenido de la opinión, sino el hecho de que sea justo una opinión; y ya con eso se le pone un obstáculo infranqueable a su posible veracidad. Así, el valor de todas sus apreciaciones queda anulado, puesto entre paréntesis, debido a un rasgo inherente a la condición humana.
Sin embargo, el relativismo, que tuvo su primera expresión en la antigua Grecia, en cabeza Protágoras y otros sofistas, ha sido superado como doctrina filosófica. Además, quien invoca el sello del relativismo queda anulado por esta misma posición, que se convierte también, desde esta perspectiva, en “una simple opinión”. El relativismo, en general, es una negación de la posibilidad de llegar a consensos y de alcanzar conocimientos universales.
Para el caso especial que nos ocupa, se recurre al subjetivismo y al relativismo para pulverizar las ideas de un interlocutor convirtiéndolas en “una simple opinión”, y lo que se quiere insinuar al decir tal cosa: que ninguna opinión puede ser tomada por verdadera, pues es como si perteneciera a otra categoría de juicios, la de los juicios “respetables”, que no es una categoría lógica, sino más bien de tipo moral. Si una opinión fuese verdadera, irrespetaría a las demás; así que simplemente se la limita a ser un punto de vista.
La principal consecuencia de dicho sofisma es que se convierte en una salida fácil para anular cualquier debate, sobre todo si no hay disposición para razonar con sentido crítico. O una estrategia de huida cuando alguien se reconoce en desventaja frente a su interlocutor, a quien percibe como un adversario al que debe expulsar del cuadrilátero del “debate”, y no como a una persona con quien pueda construir verdad mediante el diálogo. También, con frecuencia, obedece a un patrón de rigidez cognitiva, o sea, a la dificultad de cambiar de punto de vista. O bien a un síntoma de narcisismo, traducido en la imposibilidad de escuchar a quien piensa diferente.
En la práctica, esta particular versión del relativismo y del subjetivismo, contrario a lo que podría parecer, no es siquiera una señal de escepticismo en la razón, sino un improvisado mecanismo de anulación del otro en el que se da por sentado que sus ideas no son acertadas, pero tampoco valiosas e interesantes y, mucho menos, merecedoras de un debate.
* Ludwing Cepeda es filósofo y editor de libros y revistas.
Existen diferentes formas de anular una opinión. Una de ellas es el viejo truco de decir “esa es simplemente una opinión”. Veamos qué hay detrás de esta dudosa estrategia argumentativa. (Siga esta semana en El Espectador la elección de los Premios Nobel 2022)
En primer lugar, cabe señalar que muchas ideas son algo menos que una opinión; por ejemplo, divagaciones, juicios sesgados, extrapolaciones, entrampamientos verbales, falacias e, incluso, juegos del lenguaje que saltan fuera del pensamiento lógico. En segundo lugar, existe otro tipo de formulaciones que expresan un contenido mucho más estructurado y sólido que una opinión, como sucede con las teorías e hipótesis científicas, las proposiciones analíticas y los juicios matemáticos, ciertas descripciones cualitativas, la doctrina jurídica, las afirmaciones evidentes y las definiciones del tipo “todos los triángulos tienen tres lados”. En medio de estos dos “extremos”, se encontrarían las opiniones, que, en todo caso, son ideas con cierto sustento.
En muchos debates, en especial cuando se cae en la confrontación directa, se recurre a la salida fácil de enfatizar que el juicio del otro es “una mera opinión”, y que, como tal, “merece respeto”, pero bajo la aclaración de que se trata “nada más” que de “una opinión”, es decir, de una “apreciación personal”; y, por ende, se la reduce a una cuestión “subjetiva”. Con esa etiqueta, la de que algo sea “una opinión”, dicha idea queda arrojada a un horizonte en donde todo es relativo y depende enteramente de un punto de vista, de cómo se interprete, pero fuera de ese restringido ámbito “subjetivo” del otro —quien refuta de esta manera olvida su propia “subjetividad”— aquella perspectiva pierde toda validez objetiva.
Sin embargo, en caso de aceptar esta lógica, de un universo que sucumbe al perspectivismo, no tendría sentido la búsqueda de consensos, ni diálogo o debate alguno, ya que todo estaría reducido a un espejismo. Allí, difícilmente funcionaría siquiera la comunicación, pues lo que para un individuo fuese un dragón para otra persona sería una mariposa, o la sensual emperatriz de una galaxia. Quien juega la carta del perspectivismo de las opiniones acude a un sofisma en el que su interlocutor pierde para siempre la capacidad de tener la razón, pues esta queda colonizada por un virus infalible, aquel que hace del relativismo y del subjetivismo una forma disfrazada de aniquilar el pensamiento del otro.
Esto sucede cuando se responde “esa es una opinión”, o, mejor aún, “esa es su opinión”, o sea, nada más “un punto de vista”, que es, por cierto, el “suyo”, y usted no es más especial que nadie —no importa si el otro está desinformado—; de modo que, por más sensato que eventualmente sea su punto de vista, se tratará solo de “una opinión”. Y tendrá, entonces, un valor limitado; entiéndase, limitado a usted mismo, a su esfera privada de “subjetividad”. Pues existen muchas más opiniones, todas igual de “respetables”, incluso si se contradicen entre ellas. Es como si se tratara de una fina cortesía —un gesto de educación, por así decirlo— que mereciera toda opinión por el hecho de ser tal. Y como si estas no fuesen verdaderas ni falsas, sino solo “respetables”. Así piensa, quizá sin darse cuenta, quien relativiza las ideas de los demás.
Si se mira bien, este recurso argumentativo se asemeja a un tipo de falacia lógica muy conocida, la falacia ad hominem —contra la persona—, en la que un juicio o razonamiento se invalida no debido a lo que se afirma o a su posible valor de verdad o falsedad, sino únicamente en función de quién lo dice. Por ejemplo, cuando una persona tildada de multimillonaria es descalificada bajo el pretexto de que “no puede entender ciertos asuntos, pues no ha vivido la pobreza”. O al enunciar, sobre una persona de piel blanca, que esta “no sabe qué es el racismo, porque habla desde una condición de privilegio”.
Apelar al relativismo y al subjetivismo para invalidar un juicio es un procedimiento similar al de los dos anteriores ejemplos. Quienes utilizan esta singular estrategia argumentativa aducen, en el fondo, que su interlocutor no puede ver o pensar más allá de su propia “subjetividad”, sino que es, precisamente, alguien que —en tanto es portador de opiniones — respira “subjetividad” en cada rejilla de su conciencia. Esto es, en realidad, lo que se critica o cuestiona en tal caso; no el contenido de la opinión, sino el hecho de que sea justo una opinión; y ya con eso se le pone un obstáculo infranqueable a su posible veracidad. Así, el valor de todas sus apreciaciones queda anulado, puesto entre paréntesis, debido a un rasgo inherente a la condición humana.
Sin embargo, el relativismo, que tuvo su primera expresión en la antigua Grecia, en cabeza Protágoras y otros sofistas, ha sido superado como doctrina filosófica. Además, quien invoca el sello del relativismo queda anulado por esta misma posición, que se convierte también, desde esta perspectiva, en “una simple opinión”. El relativismo, en general, es una negación de la posibilidad de llegar a consensos y de alcanzar conocimientos universales.
Para el caso especial que nos ocupa, se recurre al subjetivismo y al relativismo para pulverizar las ideas de un interlocutor convirtiéndolas en “una simple opinión”, y lo que se quiere insinuar al decir tal cosa: que ninguna opinión puede ser tomada por verdadera, pues es como si perteneciera a otra categoría de juicios, la de los juicios “respetables”, que no es una categoría lógica, sino más bien de tipo moral. Si una opinión fuese verdadera, irrespetaría a las demás; así que simplemente se la limita a ser un punto de vista.
La principal consecuencia de dicho sofisma es que se convierte en una salida fácil para anular cualquier debate, sobre todo si no hay disposición para razonar con sentido crítico. O una estrategia de huida cuando alguien se reconoce en desventaja frente a su interlocutor, a quien percibe como un adversario al que debe expulsar del cuadrilátero del “debate”, y no como a una persona con quien pueda construir verdad mediante el diálogo. También, con frecuencia, obedece a un patrón de rigidez cognitiva, o sea, a la dificultad de cambiar de punto de vista. O bien a un síntoma de narcisismo, traducido en la imposibilidad de escuchar a quien piensa diferente.
En la práctica, esta particular versión del relativismo y del subjetivismo, contrario a lo que podría parecer, no es siquiera una señal de escepticismo en la razón, sino un improvisado mecanismo de anulación del otro en el que se da por sentado que sus ideas no son acertadas, pero tampoco valiosas e interesantes y, mucho menos, merecedoras de un debate.
* Ludwing Cepeda es filósofo y editor de libros y revistas.