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también un libro de poemas de Emily Dickinson en el que alguien puso una nota al final: “No me gusta esta señora”. Ojeando libros viejos en librerías de viejo di con Enormes minucias, de Chesterton, y estaba lleno de comentarios fascinantes en las márgenes, había correcciones a la traducción, cruce de citas, refutaciones, elogios, preguntas: un libro alterno había sido escrito.
Los escolios que dejan los lectores severos son madera fina. Son materia prima para la literatura. Son como migas de pan a lo largo de un camino. Una puerta que se abre, una luz, un escenario paralelo dispuesto para el diálogo y la controversia. Son testimonio e invitación. Lecturas que dejan abierto el misterio capital de la duda. Son como los curiosos que comentan un suceso callejero, o como un hincha de fútbol desde la tribuna alentando o renegando, o como un periodista que va, mira, y viene a contar lo que vio, o como el escritor de ficción que presencia o se entera de un hecho real y lo tuerce hasta volverlo otro. Y si el libro pasa por muchas manos y todas escolian será entonces una polifonía, como el teatro.
La presencia del hombre en el mundo es un escolio. Una anotación al margen de El Gran Libro. Una oportunidad de descifrar, de traducir, de originar. Porque ese Gran Libro ofrece la ventaja de dejarse alterar como a uno le dé la gana. Usted, amigo lector, se traga completos Los diarios de Emilio Renzi para conocer a Piglia, por ejemplo. Deja anotaciones, señales, marcas personales. Después me presta ese libro. Entonces yo no puedo dejar de hacer una doble lectura: la del libro y la de sus marcas. Intento hacer una interpretación de la forma como otro lee, de sus búsquedas y propósitos. Al mismo tiempo voy dejando mis propios escolios a lápiz, no solo al cuerpo principal del libro, sino a las notas sobrepuestas, que constituyen casi las bases para otro libro. De modo que mi obligación de lector punzante es fijarme en dos caracteres literarios: Piglia y usted, amigo lector. Y si por algún azar usted le presta el libro a otro lector así de rayón, este tendrá un cuádruple trabajo: descifrar el libro, el autor, más dos personalidades literarias. Tantas reescrituras del libro irán volviéndolo un Frankenstein. Una narración coral real. Un libro así toma aire como de vestigio, y las personalidades que dejaron su huella configuran algo parecido a un palimpsesto. Ahí empieza un trabajo casi arqueológico: la confrontación, el escritor que investiga, cruza datos, relaciona, interpreta, y al final lanza su hipótesis. Este tipo de hipótesis se presta de maravilla para el argumento de un cuento.
¿Qué cuento sería sino policial? Claro, habría que establecer un hecho estructural, algún tipo de crimen como punto de apoyo. El objetivo del lector-investigador sería resolver, solo a través de las marcas en el libro, cuál de los lectores lo cometió. Una buena torcedura en la trama sería que uno de los lectores advierta las pruebas dejadas en el libro y para enriquecer la cosa vuelva sobre ellas y las borre y en su lugar escriba exactamente lo contrario. A partir de falsas notas un personaje habrá sido creado. Dice Piglia que en las mejores narraciones se ven gestos que no se sabe a qué secuencia verbal corresponden (una constante en Kafka), están ahí como carentes de significado, solo para abrir interrogantes y suministrar al relato cierta densidad. Estoy empeñado en escribir un cuento protagonizado por un personaje que nada tenga que ver con la historia que se narra. El cuerpo principal del relato tendría que ser algo secundario, y podría usarse el pie de página como herramienta principal, a ver si por fin ese recurso sirve de algo y deja su molesto papel de comentador que interrumpe entre autor y lector. Los cabos se atarían interpretando la vinculación de esas, en apariencia, notas al margen. Sería llevar a la práctica el planteamiento de Piglia del lector como investigador obligado a invertir un orden, a inferir un suceso contado al revés o dislocado. La creación, ¿no consiste en eso?
Los cuentos policiales de Edgar Allan Poe son un orden invertido. Hace tiempo me patinan ideas sobre el origen, el de una obra. Los trucos de su ejecución y su relación con la realidad del autor son el motivo por el que leemos diarios de escritores. Busco lo que todo lector devoto: especular sobre el origen de esos modos de estar en el mundo y de las maneras literarias. Poe era ambicioso y estaba convencido de su razonamiento superior. Pero se estrellaba contra el mundo al no poder descifrar los misterios de la existencia: la muerte, su propio ser, la condición humana, el amor, Dios. Para paliar esa frustración decidió inventar sus propios enigmas, unos cuya resolución sí estuviera a su alcance, unos que parecieran tan embrollados como los de la vida misma y ante los cuales el lector —el hombre— dijera: este misterio, como el del universo, supera mi medida. El autor pasa a ser un dios porque conoce la resolución del misterio. Un dios que tiene el poder para crear y para confundir. Que solo él pueda aclarar la confusión es lo que lo eleva por encima de los hombres. Al no conseguir mordernos la cola, no nos queda sino maullar. Ese maullido equivale a la creatividad: una respuesta ante la impotencia. No es nada nueva la idea del creador (el escritor) como ser supremo, con un ego salido de sus cabales, dominado por la ambición de ponerse a un nivel superior al resto de los mortales. Así pasará a la eternidad, como Dios, habiendo dejado un mundo creado. Un mundo que pudo descifrar: el misterio al que sí pudo acceder.
Pero si al hombre se lo mira como a un dios, entonces deja de ser hombre. Lo que Poe quería era, también, mantener su condición de hombre, conservar los miedos y angustias y placeres y desajustes que lo empotraran en el simpático género humano. ¿Y qué hizo para inscribirse? Escribió los otros cuentos, los de horror, los apasionamientos y arrebatos grotescos, tormentosos y crueles. El pozo y el péndulo, como un péndulo, oscila entre lo policiaco (hay que resolver un asunto) y lo humano: la infamia de la autoridad religiosa, la bajeza de las jerarquías, la negrura del alma. Puede que Poe no se hubiera propuesto ningún equilibrio, como tal vez sí Borges con su alternancia entre fantasías simbólicas y cuchilleros, o como Maupassant brincando entre la locura y la sensualidad. Pero es difícil no suponer tal equilibrio si se observa de cerca a Roderick Usher: es alguien tan incapacitado para los razonamientos como Auguste Dupin lo es para los sentimientos.
Ahora, el propósito de Poe también pudo ser dejar una obra destinada a varios registros de lectura e interpretación, de temática desplegable. Mejor pensar que no hubo elecciones prefijadas y que solo se dejó llevar de cabestro por la idea de contravenir la literatura de su tiempo: consiguió que el cuento policial moderno tome vuelo, se empeñó en dar con una prosa mortuoria, que cuando el lector la toque sienta frío, eso que los especialistas llaman efectismo. Durante medio siglo, de la condición de dios Poe solo alcanzó a tener una cosa: la falta de tumba. Cuando se colocó por fin la lápida en la tumba recién encontrada, el único escritor estadounidense que asistió a la ceremonia fue Walt Whitman. Lo de dios creador no es una facultad exclusiva de Poe, sabemos que es un atributo de todo escritor que tenga bien merecido su salacot. El origen, la justificación y la plausibilidad en el lector vienen siendo la misma cosa. Una vez se usurpa el lugar de Dios, el mundo empieza a conocer su lugar, que es el segundo lugar. Entonces sería el mundo, El Gran Libro, el obligado a escoliarnos.