“Escribir es la mejor manera de pensar”: Santiago Gamboa, en “Ciudad Presidio”
Fragmento de la nueva obra del escritor colombiano, un diario muy personal de tres años que cambiaron al autor y al mundo. En librerías bajo el sello Alfaguara.
Santiago Gamboa * / Especial para El Espectador
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16.03.20
Muchas veces me han preguntado qué es escribir y, sobre todo, por qué lo hago. Generalmente resuelvo el asunto con alguna respuesta aproximativa del tipo «porque me gusta leer» o con frases leídas en alguna parte: «Porque sería mucho peor si no lo hiciera».
Quienes nos dedicamos a esto sabemos que escribir es la mejor manera de pensar. Lo que se escribe es siempre real y por supuesto verdadero ya que adquiere una forma y en ocasiones un soplo vital, a diferencia de lo «no escrito», que equivale al extenso e infinito universo de lo «no pensado», de aquello apenas sugerido o que no existe ni tiene espacio en mente alguna.
De cualquier modo, la mejor respuesta la dio hace muchos años Marguerite Duras: «Escribo para saber lo que escribiría si escribiera».
Así es, pero son tiempos extraños y escribir al filo de los días grises es un modo como cualquier otro de mirar el infinito territorio de las nubes. ¿Qué escribiría yo si escribiera sobre todo esto?
1.
18.03.20
«Leer es resistir», dice una conocida frase de combate de mi compañero Mario Mendoza, consigna que por estos días de coronavirus adquiere nuevos y profundos significados: leer para comprender mejor la vida, leer para darle un sentido al encierro y a la soledad, leer para sacar la cabeza más allá del propio tiempo y ver lo que le pasa a este frágil planeta desde una perspectiva más amplia, leer para ser conscientes de que la vida acaba en la muerte, inexorablemente.
En fin, leer también para intentar comprender un poco más al otro.
Pero escuchen un momento esta historia: una mañana, al salir de su apartamento en la ciudad de Orán, el doctor Bernard Rieux encuentra el cuerpo de una rata muerta en el vestíbulo. Lo comenta con el portero, quien de inmediato piensa que alguien debió traerla de afuera. Unos días después, miles de ratas salen a morir a las calles y los servicios de limpieza se ven obligados a recogerlas en cajas e incinerarlas, operación que repiten varias veces al día.
Pronto el portero enferma y el doctor Rieux se ocupa de él. Tiene fiebre alta y unos dolorosos ganglios en el cuello que cada vez son más grandes y oscuros. Al día siguiente muere, y otras personas comienzan a enfermarse y a morir, hasta que la ciudad de Orán comprende que se trata de una mortífera epidemia.
Es el principio de La peste, de Albert Camus, la crónica de una terrible epidemia en Orán, en 1947, cuyo resultado fueron decenas de miles de muertos que muestran, poco a poco, cómo el sentido de la existencia es dominado por un increíble azar.
En este libro, Camus parece decirnos que los seres humanos estamos solos en el mundo. No podemos modificar el destino cuando la Naturaleza nos domina, pues es más fuerte. Los dioses se han ido y el hombre, entregado al vaivén y al capricho de la vida, se tiene sólo a sí mismo.
Unos mueren y otros se salvan. No hay reglas. Lo único que puede salvar a ese pequeño hombre del gran absurdo de su existencia es la solidaridad. Creer los unos en los otros. Unirse para contener y rechazar la desgracia.
Un positivo humanismo surgido no de la lectura ni del intelecto, sino de la pulsión defensiva de la vida. Porque una vida puede contener a todas las vidas y por eso defender al hombre concreto es defender al género humano.
Es el hombre que se levanta y dice «no», el gran tema de otro de sus libros, El hombre rebelde. Es el gran héroe de Camus: el que dice «no» cuando todos están ya entregados. Es la negación a aceptar un destino la que da sentido a su existencia.
La obra complementaria, por supuesto, es el Decamerón, de Boccaccio, con la peste que asoló la ciudad de Florencia en 1349. Diez personas, siete mujeres y tres hombres, deciden salir de la ciudad y encerrarse en una villa para escapar de la terrible epidemia. ¿Y cuál es su única defensa? La palabra, el verbo que celebra la vida.
Ante la proximidad de la muerte cada uno cuenta una historia sexual, erótica, desobediente y pícara. Hay buen humor y todos se ríen, porque afuera los cerca la tristeza, la crueldad, el desgarro. Se entregan al placer, porque afuera está el dolor.
Eros desafía a Tánatos. Como Sherezade, ellos sienten que las historias que cuentan, las palabras que usan para narrar, son la misma vida que intentan proteger y que celebran. Porque la muerte acecha desde la oscuridad.
No sabemos en dónde se aloja, ni por qué viene. Es como un insecto invisible, como la fiera que me sigue por el campo sin que yo la vea. El hombre está ciego ante la peste (lo desconocido, lo que viene a destruirnos). Lo ignora todo y su muerte es parte de ese «no saber».
2.
19.03.20
Ahora debo confesarles algo: esto que la epidemia impone a la sociedad se parece mucho a la vida de un escritor: trabajar en la casa, salir poco, leer mucho, estar solo. Por eso, en algunas épocas, el ejercicio de la literatura se ha visto como una actividad socialmente agresiva. Hoy el mundo comprenderá un poco más a estos seres solitarios que, de vez en cuando, salen de sus guaridas y, por eso mismo, son un poco torpes o desadaptados.
Supongo que la mayoría de la gente pasará las horas de encierro en las redes sociales hasta hacer sangrar sus dedos con chats y mensajerías, o acosando su identidad e imponiéndosela a los demás a punta de selfis que les permitan compartir el asombroso misterio (o glamur) de sus vidas. Y una parte, claro, buscará refugio en los libros. Esto puede ser interesante. He visto en Twitter que se multiplican las cadenas de recomendaciones. De algún modo yo mismo lo estoy haciendo aquí al hablarles de La peste y el Decamerón, las obras más conocidas de la «distopía pandémica».
También Daniel Defoe habló sobre el tema en Diario del año de la peste y Alessandro Manzoni en Historia de la columna infame. Existen incluso dos versiones colombianas del Decamerón: Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad Faciolince, y, pidiendo excusas al respetable, mi propia novela Necrópolis. Ambas hijas de la obra de Boccaccio.
Otros lectores, un poco agobiados por el bombardeo cotidiano de noticias alarmantes, prefieren libros de otros temas. A una amiga muy querida, por ejemplo, le recomendé El cuarteto de Alejandría, una historia múltiple que empieza con la enigmática Justine, mujer casada con un magnate egipcio, pero que decide hacerse amante de un escritor pobre. Es una de las novelas de mi vida. O lo que ando releyendo desaforado por estos días: El conde de Montecristo. ¡Qué escritor, Dumas! ¡Y qué novela! Precursora de las series de Netflix, pues fue publicada en dieciocho entregas. Gracias a ella, en estos días terribles, mientras el contagio progresaba en silencio por el país, yo estaba muy lejos, con Edmundo Dantès, detenido en la cárcel del castillo de If, frente a las costas de Marsella, charlando con el abate Faria y luego huyendo en la bolsa de un muerto, lanzado por los carceleros a las aguas del Mediterráneo. Porque leer será siempre una de las formas de la libertad.
3.
21.03.20
Mi amigo Gustavo Chirolla, filósofo, me envía la siguiente cita sobre la influencia de los virus en las guerras de la Conquista:
«Las enfermedades epidémicas —viruela, sarampión, difteria, tifus y otras— produjeron efectos que no dependieron solamente de la existencia, o de la ausencia, en las poblaciones afectadas, de la inmunidad adquirida. Es decir, no entraron únicamente factores biológicos para determinar la gravedad de las epidemias, sino también factores que podemos llamar genéricamente de naturaleza social, porque estaban determinados por acciones y comportamientos que ralentizaron o aceleraron el curso de la infección».
Massimo Livi Bacci, Los estragos de la Conquista. Quebranto y declive de los indios de América.
4.
22.03.20
Se acabaron los viajes y, paradójicamente, desaparecieron las fronteras en el momento justo en que todas se cierran, amenazantes, para proteger a la población. La idea es vivir dentro de una fortaleza para que el enemigo exterior, la plaga, no logre entrar a nuestros predios, y si lo hace procurar aislarlo hasta que muera.
Las fronteras mentales e históricas, las que cruzamos con el pensamiento o el miedo, dejaron de existir. El virus avanza sin contención y llega a todos los rincones de este frágil planeta y por primera vez en siglos (en los siglos de mi memoria) toda la humanidad está combatiendo, al tiempo, el mismo problema.
Una especie de aldea global sanitaria. Los países, los continentes, son hoy los gigantescos pabellones de ese inmenso hospital de campo que es el planeta y, a su vez, la población del mundo empieza a llamarse por su condición sanitaria: sano, infectado, portador, positivo o negativo, curado, asintomático, muerto.
El baile de las cifras es el nuevo indicador global. ¿Cuántas muertes van en Italia? ¿Ya empezó América Latina? ¿Por qué sube tan rápido en España? ¿Por qué tan pocos decesos en Alemania? ¿India está haciendo pruebas? Los héroes de este nuevo planeta son los países curados, las naciones que aplanaron la curva y la hicieron descender, y se transformaron en modelos para el resto de la humanidad.
Son los nuevos buenos de la moral policlínica universal. «Lo que pasa es que los coreanos del sur y los chinos están más acostumbrados a la vigilancia policial digital que los europeos, y eso los salvó», nos dice Byung-Chul Han, filósofo surcoreano, profesor en Alemania. Y así es la cosa.
La salvación de hoy está en el big data, en las cámaras de seguridad con control térmico que permite a las autoridades sanitarias (los nuevos jerarcas del mundo-hospital) detectar mi enfermedad antes de que yo mismo sea consciente, mientras camino por la calle, y por eso es muy posible que en una esquina de Ciudad Presidio una patrulla-ambulancia me detenga y me lleve a la fuerza con los demás infectados, mientras que yo, como Joseph K, pregunto de qué soy culpable y me toco la frente con el dorso de la mano.
Luego, esas autoridades sanitarias me obligarán a permanecer en un cubículo para romper la cadena de contagio. Del mismo modo que un médico se convierte en la primera autoridad de un avión, por encima del capitán, cuando algún pasajero sufre un trastorno, y está habilitado para ordenar que la aeronave aterrice en el aeropuerto más cercano si así lo considera, las autoridades de hoy, poco a poco, están siendo reemplazadas por los epidemiólogos; ellos determinarán el futuro de la humanidad de acuerdo a los resultados obtenidos sobre el terreno y en laboratorio. La contención de la pandemia no sólo es la nueva moral. Es la nueva política.
* Se publica con atorización de Penguin Random House Grupo Editorial.