Escritor fantasma
Perdónenme que los interrumpa. Sé que algunos de ustedes leen para estar al fin solos o para justificar su silencio, y que otros buscan una conversación amena sobre temas de gran trascendencia.
Juliana Muñoz Toro / @julianadelaurel
Sé que leen sin esperar ser asaltados de repente por un fantasma, y que tampoco quieren consolar a un hombre desaparecido al que nadie busca. Y sé que donde sea que se encuentren aún se acuerdan de mí.
No crean que me fui por completo. El autor también es su fantasma. Me consuelo en que sólo la muerte del hombre le da paso a la inmortalidad del autor. No hablo sólo de un cuerpo que se descompone, hablo del olvido, de la pérdida. Les contaré una historia. Hace mucho tiempo solía tomarme un par de tragos en el bar de la calle en la que vivía, siempre a la misma hora, antes de sentarme a escribir. Una joven empezó a ir con frecuencia y yo, que no tenía nada mejor que hacer, me fijé en ella: pedía un Negroni, lo bebía con sorbos largos, miraba la hora un par de veces y luego se iba con prisa.
Un día le hablé y me di cuenta de que a ella le gustaba recordar o inventar cuentos sobre su vida. Era una bola de nieve; sólo había que lanzar un motivo y ella echaba a rodar sus palabras. La escuchaba, feliz. Pero ella siempre estaba de prisa, siempre con algún compromiso. Así que para tenerla unos segundos más le pedía una historia y otra, y otra. El relato como presencia, el “contar” que mantiene vivo a su autor, el recuerdo de su voz como lo único que podía poseer de ella. Esto duró unos cuantos meses y luego jamás la volví a ver en aquel bar. Escribí entonces un libro sobre una mujer -la que inventé- que mira su reloj mientras toma un Negroni. Sólo era una excusa para volver a ella, a sus labios en movimiento.
Los críticos literarios odiaron al autor y alabaron a la obra. Decían que debía ser borrado para que mi discurso sobreviviera. Que mis libros me excedían. ¿Pero qué serían ellos sin mí? Soy aquel que se inventó un género literario que algunos usan como si fuera una barra de jabón. Mi fórmula la repiten y tan sólo le cambian el nombre, retocan a sus personajes, agregan otra resolución a la historia. Mis estructuras narrativas son llevadas al cine, al teatro y a las series de televisión. Soy precursor de best sellers y mis temas son parte del programa de estudios en literatura. Y así como Bram Stoker fue el genio detrás de Drácula, yo debería ser el héroe que sacó del inframundo a ciertas criaturas parlanchinas. Sólo que mi nombre ya nadie lo pronuncia. Aquí, aunque ya no logren verme, hay un hombre que sufre y porque sufre escribe. Que ama y porque ama se abisma. Que desconoce y porque desconoce busca. Que camina y porque camina nace en sus laberintos.
*@julianadelaurel
Sé que leen sin esperar ser asaltados de repente por un fantasma, y que tampoco quieren consolar a un hombre desaparecido al que nadie busca. Y sé que donde sea que se encuentren aún se acuerdan de mí.
No crean que me fui por completo. El autor también es su fantasma. Me consuelo en que sólo la muerte del hombre le da paso a la inmortalidad del autor. No hablo sólo de un cuerpo que se descompone, hablo del olvido, de la pérdida. Les contaré una historia. Hace mucho tiempo solía tomarme un par de tragos en el bar de la calle en la que vivía, siempre a la misma hora, antes de sentarme a escribir. Una joven empezó a ir con frecuencia y yo, que no tenía nada mejor que hacer, me fijé en ella: pedía un Negroni, lo bebía con sorbos largos, miraba la hora un par de veces y luego se iba con prisa.
Un día le hablé y me di cuenta de que a ella le gustaba recordar o inventar cuentos sobre su vida. Era una bola de nieve; sólo había que lanzar un motivo y ella echaba a rodar sus palabras. La escuchaba, feliz. Pero ella siempre estaba de prisa, siempre con algún compromiso. Así que para tenerla unos segundos más le pedía una historia y otra, y otra. El relato como presencia, el “contar” que mantiene vivo a su autor, el recuerdo de su voz como lo único que podía poseer de ella. Esto duró unos cuantos meses y luego jamás la volví a ver en aquel bar. Escribí entonces un libro sobre una mujer -la que inventé- que mira su reloj mientras toma un Negroni. Sólo era una excusa para volver a ella, a sus labios en movimiento.
Los críticos literarios odiaron al autor y alabaron a la obra. Decían que debía ser borrado para que mi discurso sobreviviera. Que mis libros me excedían. ¿Pero qué serían ellos sin mí? Soy aquel que se inventó un género literario que algunos usan como si fuera una barra de jabón. Mi fórmula la repiten y tan sólo le cambian el nombre, retocan a sus personajes, agregan otra resolución a la historia. Mis estructuras narrativas son llevadas al cine, al teatro y a las series de televisión. Soy precursor de best sellers y mis temas son parte del programa de estudios en literatura. Y así como Bram Stoker fue el genio detrás de Drácula, yo debería ser el héroe que sacó del inframundo a ciertas criaturas parlanchinas. Sólo que mi nombre ya nadie lo pronuncia. Aquí, aunque ya no logren verme, hay un hombre que sufre y porque sufre escribe. Que ama y porque ama se abisma. Que desconoce y porque desconoce busca. Que camina y porque camina nace en sus laberintos.
*@julianadelaurel