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Desde aquella tarde en que, durante un solitario almuerzo universitario cerca del Palacio de Justicia, leí Escándalo en Bohemia, mi primera aventura de Sherlock Holmes, se fijó en mi mente la necesidad imperiosa de visitar algún día su museo en Londres.
El sueño se alimentó durante más de una década con cada nueva novela suya que devoraba, las adaptaciones al cine o la televisión que veía y la paliza que pagué a un instructor de bartitsu en Nueva York (el arte marcial que practica en algunos relatos). Fue aquella ansiedad literaria que me consumía lo que me dolió tanto cuando, a la salida del tour que llevaba soñando desde estudiante, me sentí tan extrañamente vacío.
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Lo mejor del museo es, paradójicamente, su ubicación. En todo el planeta solo existe un predio en el 221B de la calle Baker y que 130 años después de que se publicara la primera aventura de Sherlock Holmes en esa dirección se consiguiera instalar allí mismo, su memorial es un guiño intrínsecamente potente.
Los números dorados sobre el guardia disfrazado de Scotland Yard que custodia la puerta ya son razón suficiente para remover por dentro a cualquier fan. Saber que a ese apartado de correos llegaron cientos de cartas de londinenses preocupados que requerían los servicios del más famoso detective ficticio que creían real te hace erizar la piel ante el poder demoledor de la letra impresa.
Dentro, las dimensiones son absurdamente estrechas y por ello el paseo tiene que hacerse en grupos reducidos que deben arreglárselas para cruzar entre estancias caminadas de medio lado.
La presentación de la sala principal, donde se ha recreado el mítico consultorio de Holmes y Watson, es el punto esencial de la visita.
Allí, una guía vestida de mucama ofrece detalles muy escuetos sobre la atmósfera que envuelve el recinto mientras nos insiste con vehemencia en que no toquemos ninguna de las antigüedades que nos rodean.
Y ahí acaba todo, ya que luego somos libres para deambular por las demás habitaciones de la casa: los cuartos de Watson y la señora Hudson (llenos de muñecos que evocan pasajes de algunas aventuras específicas) y hasta el baño en cuyo inodoro han puesto el letrero: “Solo para efectos de exposición” por alguna buena razón.
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Lo que sí se agradecen son las referencias que abundan por paredes y vitrinas, la mayoría de las cuales son tan sutiles que pasarán desapercibidas para los más neófitos. Imágenes de la caída mortal de Holmes y Moriarty por las cataratas de Reichenbach en El problema final, réplicas del busto de Napoleón donde se escondía la perla negra de los Borgia en Los seis Napoleones y hasta copias de los tratados sobre ceniza de tabaco y apicultura que Holmes escribió de mentiras, pero ni un milímetro para ensalzar la obra de su autor, Arthur Conan Doyle, quien en la posteridad sigue siendo engullido por su personaje.
Tristemente, con su tienda de recuerdos, que parece más grande que el propio museo, salgo convencido de que detrás tiene más empresarios que auténticos fans y que ese no es mi Sherlock.
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