Eso que no se ve
El columnista Ricardo Bada, amigo de Gonzalo Rojas, nos presenta una emotiva versión sobre sus encuentros con él.
Ricardo Bada
En 1999, en la radio alemana donde trabajaba entonces, me tocó reseñar la concesión del Premio Cervantes a Jorge Edwards y mi reacción fue preguntar: “Si la ruleta señalaba que en 1999 le tocaba por fin a un autor chileno, ¿cómo no tener en cuenta al más alto poeta vivo de la lengua castellana, el insigne Gonzalo Rojas, quien a sus 82 años sigue siendo un ejemplo de creación sin par?”. De manera que cuatro años más tarde, y a sólo diez días de que Gonzalo cumpliera sus juveniles 86, el día 20 de diciembre, festividad del santo Domingo de Silos, al concedérsele por fin el Cervantes, qué me quedaba por decir sino: ¡Ya era hora!
He escrito Gonzalo, a secas, y es que en nuestra casa Gonzalo Rojas era sencillamente Gonzalo. Desde hace muchos años. Desde que nos conocimos en Bonn, cuando le hice una interviú para mi emisora, y él, al volver a Chile, le comentó muy extrañado a su esposa que lo entrevistó un periodista que había leído a Paul Celan. En su casa, en Chillán, estaba prendida la radio, y justo en esos mismos momentos en que él se lo estaba comentando a Hilda, comenzaron a retransmitir la entrevista que yo le había hecho. Y él lo consideró, y me lo dijo luego, una señal secreta.
Me lo dijo en Hamburgo, en el otoño del 86, durante una reunión de poetas iberoamericanos donde también participaba Álvaro Mutis, gran amigo personal de Gonzalo y predecesor suyo en el Cervantes: lo recibió en 2002. Quería la casualidad que ambos tuviesen que recitar en Colonia luego del evento hamburgués, de manera que viajamos acá los tres en un tren superexpreso que, como todos los que circulan en Alemania, se identifica con un nombre.
El nuestro se llamaba Hölderlin. Otra señal secreta. A partir de ese momento, nuestra correspondencia fue siempre muy nutrida y uno de los mayores tesoros de mi archivo son los poemas de Gonzalo, que me iba enviando regularmente conforme los escribía y pasaba en limpio. Justamente poco antes de la concesión del Cervantes recibí un nuevo poema suyo, fechado en París, noviembre 2003, y que terminaba diciendo: “De ahí vinimos viniendo los/ poetas malheridos aullando/ mujer, gimiendo/ hermosura, Eternidad/ que no se ve: especialmente eso, muchachos,/ que no se ve”. Y la poesía de Gonzalo es esencialmente eso que no se ve, pero que todos terminamos sintiéndolo muy dentro del corazón, allá donde se refugia y se acendra lo más irreversible del ser humano.
Años más tarde, y ya directamente por e-mail, me envió su elocuente “Hambre de México”:
“Cada amanecer al saltar al mundo desde la sábana digo en alta voz México. México, y no es por ritualidad ni por fijación, sino por encantamiento. Ni es por el enigma de la equis que tanto fascinara a Valle-Inclán ni por incógnita algebraica de nada, sino por la cruza genésica de esos dos palos disímiles, uno hacia acá y otro hacia allá, dos flechas disparadas y amarradas en el centro X como el sexo, una cruza casi animal, Oriente y Occidente, como pintan los niños el gran acorde de respirar el mundo. De eso vivo y sigo viviendo. Lo vi antes de verlo como nos pasa con el sol, mucho antes de la madre, a media asfixia de salir llorando. Aunque nuestro México adorado no es asfixia ni lo fue nunca sino Oxígeno y acaso el único oxígeno que nos queda, con otra vez la equis portentosa. Como el Amor que es el único mito que nos queda con esa M igualmente alta en el lenguaje insondable del murmullo”.
Nadie que lo haya oído recitar (y ese es otro de los tesoros que guardo como oro en paño: las grabaciones de sus lecturas), ha podido escapar a la magia de su voz, ni lo ha querido.
Más bien se ha dejado arrastrar por ese torrente respiratorio en el que parece que cada palabra brota directa, e insustituible por otra, de las mismas cosas que nombra. Berlín y Madrid fueron también lugares donde nos hemos encontrado a lo largo del tiempo. Inolvidable será para nosotros la semana que pasamos acompañándolo en el apartamento berlinés que le habían adjudicado cuando disfrutó allá de una beca de creación. Todo un lujo los desayunos que nos preparaba amorosamente; todo un placer recorrer en su compañía las salas del museo de Die Brücke, que es uno de los lugares secretos, como para iniciados, de la ciudad entonces todavía dividida por el muro; toda una experiencia concurrir con él a una exposición del tico Roberto Lizano en una taberna típica de artistas, y verlo entusiasmado; y también la experiencia de viajar con él a Lübars, un rincón campesino, como de otros tiempos, en el ángulo norte del sector occidental, donde concluía la civilización y comenzaba el socialismo real, y verlo pasear feliz por el pasto, con la escritora argentina Esther Andradi.
Y en Madrid nos volvimos a encontrar el 22 de abril de 2004, a mediodía, en el Círculo de Bellas Artes, la víspera de la solemne entrega del premio en el aula magna de la Universidad de Alcalá de Henares, cuando se celebra el aniversario de la muerte de Cervantes. Pero el día anterior, en el Círculo, comienza también tradicionalmente la maratónica lectura completa de Don Quijote, y es asimismo tradición que el primer párrafo lo lea el galardonado de cada año. Lo veo en la pantalla de la memoria, camino del micrófono, con su paso ligero de joven de 86 años, enfrentar al público, mirar si el micrófono estaba en posición correcta, y bajar la vista al libro posado en el atril. Y su voz diciendo: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”. Pocos han merecido tanto como él pronunciar esa paradoja: tan luego él, que se acordaba siempre de todos los nombres.
El suyo se ha quedado grabado muy hondo en nuestros corazones. En esta casa donde él ha dormido la noche de la boda de su nieta Catalina, después de que nos bebiésemos una de las botellas de vino tinto de más vieja añada que había en mi bodega, una del año en que nos conocimos. Así, en esta hora de la despedida no lo puedo recordar sino diciéndonos aquellas palabras que cierran el hermoso “Hambre de México”: “Nos vemos, ténganme por diáfano”.
En 1999, en la radio alemana donde trabajaba entonces, me tocó reseñar la concesión del Premio Cervantes a Jorge Edwards y mi reacción fue preguntar: “Si la ruleta señalaba que en 1999 le tocaba por fin a un autor chileno, ¿cómo no tener en cuenta al más alto poeta vivo de la lengua castellana, el insigne Gonzalo Rojas, quien a sus 82 años sigue siendo un ejemplo de creación sin par?”. De manera que cuatro años más tarde, y a sólo diez días de que Gonzalo cumpliera sus juveniles 86, el día 20 de diciembre, festividad del santo Domingo de Silos, al concedérsele por fin el Cervantes, qué me quedaba por decir sino: ¡Ya era hora!
He escrito Gonzalo, a secas, y es que en nuestra casa Gonzalo Rojas era sencillamente Gonzalo. Desde hace muchos años. Desde que nos conocimos en Bonn, cuando le hice una interviú para mi emisora, y él, al volver a Chile, le comentó muy extrañado a su esposa que lo entrevistó un periodista que había leído a Paul Celan. En su casa, en Chillán, estaba prendida la radio, y justo en esos mismos momentos en que él se lo estaba comentando a Hilda, comenzaron a retransmitir la entrevista que yo le había hecho. Y él lo consideró, y me lo dijo luego, una señal secreta.
Me lo dijo en Hamburgo, en el otoño del 86, durante una reunión de poetas iberoamericanos donde también participaba Álvaro Mutis, gran amigo personal de Gonzalo y predecesor suyo en el Cervantes: lo recibió en 2002. Quería la casualidad que ambos tuviesen que recitar en Colonia luego del evento hamburgués, de manera que viajamos acá los tres en un tren superexpreso que, como todos los que circulan en Alemania, se identifica con un nombre.
El nuestro se llamaba Hölderlin. Otra señal secreta. A partir de ese momento, nuestra correspondencia fue siempre muy nutrida y uno de los mayores tesoros de mi archivo son los poemas de Gonzalo, que me iba enviando regularmente conforme los escribía y pasaba en limpio. Justamente poco antes de la concesión del Cervantes recibí un nuevo poema suyo, fechado en París, noviembre 2003, y que terminaba diciendo: “De ahí vinimos viniendo los/ poetas malheridos aullando/ mujer, gimiendo/ hermosura, Eternidad/ que no se ve: especialmente eso, muchachos,/ que no se ve”. Y la poesía de Gonzalo es esencialmente eso que no se ve, pero que todos terminamos sintiéndolo muy dentro del corazón, allá donde se refugia y se acendra lo más irreversible del ser humano.
Años más tarde, y ya directamente por e-mail, me envió su elocuente “Hambre de México”:
“Cada amanecer al saltar al mundo desde la sábana digo en alta voz México. México, y no es por ritualidad ni por fijación, sino por encantamiento. Ni es por el enigma de la equis que tanto fascinara a Valle-Inclán ni por incógnita algebraica de nada, sino por la cruza genésica de esos dos palos disímiles, uno hacia acá y otro hacia allá, dos flechas disparadas y amarradas en el centro X como el sexo, una cruza casi animal, Oriente y Occidente, como pintan los niños el gran acorde de respirar el mundo. De eso vivo y sigo viviendo. Lo vi antes de verlo como nos pasa con el sol, mucho antes de la madre, a media asfixia de salir llorando. Aunque nuestro México adorado no es asfixia ni lo fue nunca sino Oxígeno y acaso el único oxígeno que nos queda, con otra vez la equis portentosa. Como el Amor que es el único mito que nos queda con esa M igualmente alta en el lenguaje insondable del murmullo”.
Nadie que lo haya oído recitar (y ese es otro de los tesoros que guardo como oro en paño: las grabaciones de sus lecturas), ha podido escapar a la magia de su voz, ni lo ha querido.
Más bien se ha dejado arrastrar por ese torrente respiratorio en el que parece que cada palabra brota directa, e insustituible por otra, de las mismas cosas que nombra. Berlín y Madrid fueron también lugares donde nos hemos encontrado a lo largo del tiempo. Inolvidable será para nosotros la semana que pasamos acompañándolo en el apartamento berlinés que le habían adjudicado cuando disfrutó allá de una beca de creación. Todo un lujo los desayunos que nos preparaba amorosamente; todo un placer recorrer en su compañía las salas del museo de Die Brücke, que es uno de los lugares secretos, como para iniciados, de la ciudad entonces todavía dividida por el muro; toda una experiencia concurrir con él a una exposición del tico Roberto Lizano en una taberna típica de artistas, y verlo entusiasmado; y también la experiencia de viajar con él a Lübars, un rincón campesino, como de otros tiempos, en el ángulo norte del sector occidental, donde concluía la civilización y comenzaba el socialismo real, y verlo pasear feliz por el pasto, con la escritora argentina Esther Andradi.
Y en Madrid nos volvimos a encontrar el 22 de abril de 2004, a mediodía, en el Círculo de Bellas Artes, la víspera de la solemne entrega del premio en el aula magna de la Universidad de Alcalá de Henares, cuando se celebra el aniversario de la muerte de Cervantes. Pero el día anterior, en el Círculo, comienza también tradicionalmente la maratónica lectura completa de Don Quijote, y es asimismo tradición que el primer párrafo lo lea el galardonado de cada año. Lo veo en la pantalla de la memoria, camino del micrófono, con su paso ligero de joven de 86 años, enfrentar al público, mirar si el micrófono estaba en posición correcta, y bajar la vista al libro posado en el atril. Y su voz diciendo: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...”. Pocos han merecido tanto como él pronunciar esa paradoja: tan luego él, que se acordaba siempre de todos los nombres.
El suyo se ha quedado grabado muy hondo en nuestros corazones. En esta casa donde él ha dormido la noche de la boda de su nieta Catalina, después de que nos bebiésemos una de las botellas de vino tinto de más vieja añada que había en mi bodega, una del año en que nos conocimos. Así, en esta hora de la despedida no lo puedo recordar sino diciéndonos aquellas palabras que cierran el hermoso “Hambre de México”: “Nos vemos, ténganme por diáfano”.