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Desde el comienzo de la pandemia hasta el diecisiete de junio de 2020 llevé un diario que reproducía La Vorágine, publicación de cultura crítica que se hace en Santander, España. Fueron cuarenta y tres entregas, de ellas elijo una muestra para este libro.
Escribir literatura y poesía hoy en algo me recuerda a esos pianistas medio locos del cine del Oeste que siguen tocando en el salón mientras a su alrededor espejos y botellas se quiebran. O acaso seamos los músicos del Titanic, sus posibles herederos amenizando el naufragio.
Ciudad fantasma o los espacios vacíos
Es de nuevo un día domingo. Aunque no me canso de vivir en un eterno domingo, este tiene más cara de serlo. Casi sin darnos cuenta nos hemos ido habituando a un largo silencio dominical, a un paso más lento, a una escala del no-hacer. No hay mucho contra esto, lo cual podría derivar en un estado de conformismo, en un dejarse llevar por una divisa que ojalá fuera la taoísta: «no hagas nada y todo está hecho».
Lo malo de esto es que el conformismo es una práctica en la que se entrega el libre albedrío, se depone la singularidad y se reemplaza por un atado de normas que si en apariencia prodigan algunas seguridades, lo que hacen también es anular o por lo menos descontinuar la «disconformidad», que es lo propio de los espíritus más libres.
La verdad, al statu quo y a sus legisladores esta pandemia los hace más invulnerables, pues la norma viene acompañada de un peligro de muerte, y esto doblega cualquier brote de rebeldía, de aceptación de un nuevo y hueco no-hacer.
Es como si la división del trabajo se viera quebrantada y ahora hubiera una división de este dejar de hacer.
Aunque la parálisis de la cuarentena en verdad parezca común a todos y no dividida en oficios o en quehaceres, sí hay matices en el ejercicio del no-hacer. Hay quienes comen más, quiénes ven más películas o noticieros, hay quienes reniegan más de su suerte pero no pueden, como todos, modificarla.
La división corre por cuenta de quienes hacen más ejercicios rutinarios para mantener en mejor forma la máquina humana y quienes desde la modorra asumen que están en unas vacaciones forzadas, que es lo propio de cualquier encierro no elegido. Como vacaciones sin todo pago podrían anunciar los publicistas del cinismo un plan de no-viajero, un plan aplatanado y sedentario. Habrá también, claro, los que nada se preguntan y solamente obedecen, mientras tengan la mente vacía y las alacenas al tope.
A mí me asalta la preocupación de llegar a caer en una actividad, si esto pudiera serlo, de disfrazado conformismo. Busco en el Diccionario anarquista de emergencia, un libro que hicimos en tándem con Iván Darío Álvarez y que entre otros fines pretende desempolvar los acumulados prejuicios que acompañan a una palabra tan liberadora como anarquismo, la definición en la entrada correspondiente al conformismo: «El conformismo oculta el mundo en que se vive. Es un producto del miedo», dice Albert Camus, precisamente un avisado escritor que se nos adelantó a estos tiempos al escribir una novela que es un tratado de La peste. Camus, un convencido anarquista, fraguó entre otros libros El hombre rebelde y otras tesis filosóficas que alejan al hombre precisamente de lo más humano.
Entre tanto, intento hacer acopio de lo que no tiene suceso este domingo. La veo difícil para los aficionados al fútbol cuando ven pasar las fechas del calendario con los estadios vacíos. La cuarentena, que es un árbitro severo, les mostró tarjeta negra a todos los equipos, incluido al público y los aguateros, a los jueces de línea y las porristas y raptó el vocerío de huracán de las tribunas. El árbitro mismo parece haberse tragado el silbato, como cuando hay una pena máxima que teme señalar. Las iglesias, despobladas de feligreses y veladoras, escuchan los pasos del silencio como una procesión de sombras. Las salas de cine proyectan películas sin imagen ni sonido en una pantalla apagada, como la vida. Los barrios y sus parques están a toda hora repletos de Nadie. En la montaña, los cables del teleférico permanecen quietos y sus dos estaciones duermen, como el ánimo de muchos, en una siesta de los sentidos.
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Un fantasma recorre el mundo y no es el que creíamos desde un manifiesto, ni el fantasma de la bonanza capitalista tampoco, es el fantasma del despotismo. Es la hora del pan y del circo pero sin pan, solamente se incrementa el circo, pues la cultura y con ella las artes, que cada vez resultan más necesarias, entran en un eclipse que al establecimiento le conviene porque ellas tienen la sevicia de avivar preguntas, de cuestionar las verdades absolutas en su anhelo de propiciar otras nuevas realidades.
A todas estas, el viento en mi calle vacía juega un tenis invisible, como el de la pareja en Blow Up o Deseo de una mañana de verano, la película sesentera de Michelangelo Antonioni ‒cómo me gustaban los ojos bulliciosos de Sarah Miles‒, un filme que empieza con un match del llamado deporte blanco jugado sin raquetas ni pelota. Veo al viento que arrastra un periódico estrujado de un lado a otro, como llevando noticias viejas. Lo tomo en la soledad de mi calle por pura curiosidad y en la primera página veo una foto de la plaza de Bolívar totalmente vacía.
Es una buena fotografía que ilustra el momento. No hay ni siquiera palomas, esos tristes y asiduos visitantes de la plaza que hemos convertido en pájaros indigentes, lo que logra con y sin intención todo asistencialismo, como los almuerzos y refrigerios que llevan el gobierno y la alcaldía a los excluidos.
No se ofrecen trabajos para la sobrevivencia, se dan solamente paliativos, con lo cual «los beneficiados» son condenados a una eterna pobreza. Eso mismo hemos hecho con las palomas, entre todas las aves las más dependientes del hombre. A veces escucho el graznido de alcaravanes que han venido desde hace ya un buen tiempo y mucho antes de la cuarentena, muy posiblemente desde los llanos orientales. Los he visto inclusive en la avenida que conduce al aeropuerto, hoy también desierto, sin pasajeros y también bajo el dominio de Nadie.
Vuelvo a la foto de la estatua de Simón Bolívar que sigue imperturbable mirando un ejército de sombras. Todavía tiene desenvainada la espada como le gustaba a Jaime Bateman Cayón.
La plaza parece el escenario de un filme en el que llegan seres de otros mundos o una manifestación de fantasmas sin banderas. Al norte de la plaza está el Palacio de Justicia, un monumento al vacío otra vez erigido a la memoria de Nadie, pues ni es palacio ni hay justicia. Al costado sur está el Capitolio, un edificio neoclásico donde legislan, es un decir, los congresistas. Creo que este es su momento mejor habitado, sin un solo honorable congresista y sin ningún cabildeo de los que andan en busca de dádivas. En el lado occidental de la foto se ve parte del Palacio Liévano donde funciona, también es un decir, la alcaldía de la capital. Me admira que ese edificio haya visto pasar a los más ineptos políticos y burócratas de que tengamos noticia y siga tan tranquilo. Sobre el lado occidental de la imponente plaza veo la Catedral Metropolitana junto a la Capilla del Sagrario. No debemos olvidar que el país está consagrado al Sagrado Corazón. Las dos construcciones religiosas están ausentes de feligreses y es como si en pandemia solo adoráramos a los dioses del vacío.
La foto de la plaza de Bolívar que me traen el viento y un periódico me centran en un espacio que ha sido el corazón ‒con taquicardia‒ del país. Un espacio que ha sido testigo de los más grandes funerales de Estado, un lugar donde se fusilaron a varios próceres de la independencia, parece en su vacío la historia que vivimos, la parálisis colectiva. Se afirma que en ella caben más de cincuenta mil personas y verla vacía es calcular a cincuenta mil ausentes, que podrían ser cincuenta mil desaparecidos. En ella, si se aguza bien el oído, quizás se pueda escuchar el paso quedo de los virreyes de antaño, pero sobre todo el vocerío de las grandes manifestaciones políticas, de las refriegas con la policía y los conciertos tumultuosos. Cómo no recordarlo, a pocos metros del Capitolio fue asesinado Rafael Uribe Uribe, un espíritu azogado y libre que participó en las guerras civiles de un país donde la guerra siempre viene después de la posguerra.
Entro de nuevo a mi casa con el periódico en las manos. Luego viene el consabido rito, la lavada escrupulosa con jabón. Juro, y me pongo por testigo, que no es una pasta olorosa de la «jabonería Pilatos», una marca preferida por los políticos que quieren que evitemos el trato con los demás, como en la foto de la plaza de Bolívar, que está llena de nada.
Calle en menguante
La descriptiva expresión «tener calle» para hablar de haber acumulado mundo, paisajes exteriores, encuentros y desencuentros, catedrales y burdeles, noches y caminos, gentes de toda pelambre y situaciones del afuera, ¿habrá dejado de tener sentido hoy por sustracción de materia?
Vetada la calle por mandato y declarada interdicta por su falta de razón, ya que siempre está desquiciada, ¿quedará valiendo algo la experiencia de un flaneur criollo? Mi abuela materna antioqueñizaba ese galicismo y me increpaba de esta manera: «A usted lo que más le gusta es medir calles, parece que le picara la casa».
¿Quedará la expresión «tener calle» borrada del mapa de la lengua por sustracción de materia?
¿Tener calle será ahora, o al menos en este paréntesis colectivo que vivimos, no tenerla, tal vez intuirla o recordarla, y caminar por el sendero pedregoso de la nostalgia, un ejercicio de viejos?
De todo lo anterior nace mi inesperado asombro, ¿pero habrá asombro que no sea inesperado? A las tres y quince de la madrugada escuché frente a mi casa las voces de un hombre y de una mujer que cruzaban la calle, discutiendo.
El asunto tuvo algo de epifanía: escuchar dos voces en la sombra violando un toque de queda, algo que también llaman cuarentena, me tumbó del caballo del sueño como a Saulo en el camino de Damasco. Discutían, cuándo no, por un episodio de celos.
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Las dos voces cruzaron fugaces, las dos voces se fueron hacia otras calles y plazas y un frío de cuchillo de esquimal envolvió mi silencio.
Después vino un fuerte viento.
He comprobado que el viento se vive persiguiendo porque le gusta buscar carreteras desoladas.
Lo imagino ironizando nuestra condición de reos cuando golpea una valla que nos invita a un viaje por islas del Caribe.
El quita y pon
La expresión «quitarse el sombrero» como muestra de admiración debería tener su contravía. Yo «me quito el sombrero» ante hombres y mujeres que son mineros de sí mismos, que se adentran en lo profundo de un socavón para sacar del fondo de la mina un metal oculto, sin la más mínima intención de que su valor se tase en la bolsa de valores. En cambio, ante los que andan en puntillas para no perturbar a nadie que les pueda allanar el camino a su consagración o a su fortuna «me pongo el sombrero» y lo encasqueto a fondo en mi cabeza, una cabeza tosca a la que le gusta escuchar el mandato de la desobediencia.
«Me quito el sombrero» frente al que logra extraer del socavón al menos una esquirla de belleza, como quien dice algo que nos acompañe sin pedirnos nada a cambio, ¿cuántos sombreros tendríamos que quitarnos frente a la personalidad de Fernando Pessoa? Posiblemente una inabarcable sombrerería con diferentes estilos, materiales y medidas.
Alguna vez compré un gorro en el Rastro de Madrid porque era semejante al que lucía Rembrandt. Solo lo usé una vez porque me di cuenta de que a lo mejor yo podía tener su gorra, pero creo que nunca, ni remotamente, su brillante y bulliciosa cabeza. Recurrí entonces a la teatralidad de quitármelo ante un espejo para que pasara a lucir en una percha de caoba.
«Me pongo el sombrero» frente a los mineros que se deslumbran con un trozo de brillante marmaja, un pedrusco sin valor que no en balde los mineros llaman «el oro de los tontos». Cuánta poesía que ama el brillo no es un oro de tontos, un dudoso hallazgo de mineros asombrados por un simple resplandor.
«Me quito el sombrero» cuando un músico toca una sonata mientras se hunde irremediablemente la nave, porque me hace pensar en el poeta, en ese tipejo anómalo que canta al borde del abismo. Me lo vuelvo a poner cuando oigo que alguien canta la balada sibilina del mercenario.
«Me quito el sombrero» ante el escritor que enriquece el camino de muchos mientras el suyo es culebrero y más que nada pedregoso. «Me lo pongo» ante los que son poetas de segunda pero cortesanos y aduladores de primera. Tartufo compraba sus sombreros en una patafísica sombrerería para acéfalos, que quedaba según creo recordar al frente del Palais Royal de París. Me imagino que dada su condición camaleónica, Tartufo compraba un chambergo distinto para cada función.
Sin embargo, como el mundo es bicéfalo pero no binario, hay quienes me hacen poner y quitar el sombrero a cada tanto y esto perturba y desacomoda mi cabeza. Generalmente ese quita y pon sucesivo lo suscitan los escritores o los pensadores que nos llevan a una alta cima de gran valor, pero que terminan por alquilar la cabeza para comprarse un mejor o más vistoso sombrero. Como Sísifo, estos hombres nos llevan a una cima, pero al menor descuido nos dejan caer montaña abajo de manera estruendosa. Y ya resulta bastante tragicómico, algo así como un acto circense, quitarse y ponerse el sombrero a cada tanto, mientras nos asomamos a una inagotable galería de espejos.
Confieso que admiro al viejo y legendario coronel de muchas guerras, a su juventud hace mucho tiempo jubilada. Lo admiro porque no le gustaba usar sombrero para no tener que quitárselo ante nadie.
Frente al paciente espejo del baño, un cristal que me ha visto envejecer con una sabia paciencia y que ahora permanece indiferente en un rincón de mi sorda cuarentena, acomodo mi sombrero en esta hirsuta y necia cabeza. Es un juego inoficioso que sin duda tiene algo de circense.
Muy seguramente habré de ponerme el sombrero cuando vuelva a leer esto que estoy escribiendo, pero ya es tarde para cambiar mi punto de vista.
En no mayor
Llueve con desgano en esta parte de Bogotá. Y pienso con Borges que la lluvia es algo que ocurre en el pasado. Contesto una llamada de mi amigo Juan Diego, alguien que siempre tiene algo estimulante y cálido para decirme. Le pregunto por el temblor que tuvo como epicentro Betania, Antioquia, y que se sintió con mucha fuerza en Medellín.
Juan Diego me cuenta que alguien desde su cuarentena llamó a una emisora, o a los bomberos, no recuerdo bien a quién, a preguntar si había alguna disposición de la alcaldía que permitiera a toda la familia lanzarse a la calle en medio de un tembladeral, o si solo podía hacerlo un miembro elegido por la parentela.
Otra llamada. Esta vez un periodista sin tema me habla de todo, hasta de una gente estrepitosa y falaz que ya ni recordaba, un círculo de lo que Aldo Pellegrini llamaba «la internacional de la mediocridad», «una panda», como dicen en España, que contaba con algunas membresías de gimnastas bogotanos. La verdad, más bien me fortificaron sus ataques. Hace mucho me identifico con unos versos de la formidable luxemburguesa Anise Koltz:
Con las piedras
lanzadas contra mí
he construido
los muros de mi casa
Así que ignoré la tontería y le pregunté si había sentido un temblor. Yo me considero un sismógrafo en esa materia y no propiamente por causa de un párkinson mental. Pero creo que en Bogotá no se sintió el bamboleo. Así le informé al periodista de un tema más actual.
El día de ayer estuvo tocado por el limbo, por cierta inercia y unas ganas grandes de procrastinar, de dejar para mañana lo que se puede hacer hoy.
Por ese motivo no tengo muchas cosas que contarme. O algunas, pero todas bajo un tono de no mayor. No extrañé en la noche «un horizonte de perros», como diría el gran poeta de Granada. No he tenido ganas de asomarme a la calle. No he oído ruido de platos en el vecindario y si ocurre algún suceso lo hace en sordina. No he oído ni de noche el paso de un auto fantasma. No ha sonado en mi silencio de monje el grito del vendedor de chontaduros al que echo de menos, tanto por el color de los frutos que trae en carretilla como por su voz pedregosa. Aún sin ver al dueño, cualquiera con un oído no atrofiado por los timpanicidas en serie que pasan en la radio puede adivinar que es una voz untada de Caribe.
Es bueno cantar en no mayor la alegría de pertenecer a la sociedad de los poetas sobrevivientes, aunque a veces sintamos que vemos el mundo como una víspera. No espero regresar a una vida que hemos calumniado de normal, porque No es normal el crimen ni el expolio ni la impunidad. Tampoco será normal lo que se viene, es solo que el zorro cambia de piel. Lo que sí queda claro es que el zorro No es tan astuto como lo supone, de serlo no lo sabríamos. No nos hubiéramos enterado.
Pero ojo: ya están los pirañeros de siempre fraguando cómo irán a gobernar.
Este día de hoy me parece que es de nunca. Parece estar apenas en el primer hervor y ya corre como un galgo hacia la madrugada. He descubierto que la confinación ama la palabra No. No salgas. No pienses. No sueñes. No te desenfundes de la bata de baño.
Hoy, por ejemplo, me doy cuenta del culto que le guardamos al satánico doctor No. No vino como todos los viernes la vendedora de hierbas a ofrecer sus porciones de cúrcuma o de jengibre, de esas raíces góticas que tienen algo de gárgola.
No me ha llegado tampoco la alharaca del vecino aficionado al bel canto que siempre aúlla un aria infame. Es una suerte de Luciano Pavorosi de barriada que a veces, en la alta noche, castiga al vecindario con un trozo detestable de ese engendro patético al que llaman zarzuela.
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¿Algo más bajo el signo del No? Pues sí. No temí prender a las doce de la noche y dosificar el volumen de mi radio, un sonido a media luz para no despertar a los fantasmas.
Sintonizo un programa maravilloso; Caribe y son, un ciclo sin caídas musicales y sin ninguna propaganda que dura hasta el amanecer. Suena de entrada un bárbaro, un geniecillo díscolo nacido en Las Lajas. Por primera vez en el día, o en la noche, le digo Sí a la jornada. No es necesario decir su nombre para saber que hablo de un fenómeno natural. El que ignore de quién se trata me produce algo de pesar o de tristeza. Ha cenado un largo banquete de vacíos, sin sal y sin sabor.
Nota: Alguien podrá decirme que el encierro me ha enloquecido o que está a punto de hacerlo y, la verdad, poco o nada me importa. Lo confieso sin recato: he bailado solo, en mitad de la nocturna oscuridad.
Señales
El mundo era todo espasmo.
Henri Michaux
Colombia todavía. Cielo despejado de nubes de un azul cobalto. Desde el piedemonte de los cerros orientales puede verse en la lejanía el Nevado del Tolima. Por estos días de pandemia algunos animales silvestres, las zarigüeyas con sus crías, esos curiosos marsupiales que en México llaman tlacuache, lo mismo que algunos zorros cangrejeros y arrendajos de montaña, toda una fauna desplazada por la desmesura urbana ha regresado por lo suyo y por lo pronto ha enviado algunos valientes expedicionarios.
Se van repoblando de animales el parque Entrenubes, los humedales y la carretera que llega culebreando hasta Choachí. Ya alguna vez, hace mucho tiempo, en un bosque de niebla del Sumapaz vi asombrado que unas ramas venían hacia mí, pero el bosque shakesperiano resultó ser la cornamenta de un venado. Le conté esa maravillosa visión a un amigo que vivía en el centro de la ciudad y el hombre me miró, aún no sé si como a un ovni o como a un mentiroso de pura cepa. También me dicen que se alcanza a ver el Nevado del Ruiz. Por unos días superamos la pandemia del ruido y en mi cuadra no solamente se oyen las mirlas, que por lo demás son unos pájaros ariscos y territoriales. El abutilón, que ha sido permanentemente una suerte de restaurante de colibríes, ahora resulta sin lugar a dudas mucho más visitado.
Mis amigos que viven en el barrio La Macarena o en las Torres del Parque son privilegiados con la vista del Nevado del Tolima. Yo me he conformado con verlo en la ventana fría y amodorrante de un televisor. Sin ser agorero ni milenarista, todo esto me llevó a pensar si estas no serán algunas señales de que, quizás, lo único que pueda estar sobrando en la naturaleza sea el hombre. El hombre y su soberbia. El hombre y su despotismo. El hombre y su cómodo alzarse de hombros frente a una debacle que anuncia el abrupto final de un proceso. De un lastimoso y descarnado proceso.
Pretendo a esta hora de la tarde buscar al menos un poco de diálogo civilizado y lo encuentro en un libro que hace rato quería releer, Walden, la vida en los bosques, la obra de un anarconaturalista llamado Henry David Thoreau, cuyas ideas civiles y desobedientes influyeron en Mahatma Gandhi y en León Tolstói.
Llamé entonces a mi hermana a su refugio en el Valle del Cauca, le hablé del tema y ella me recordó, en esa misma dirección, que alguna vez escribí unos versos sobre el tiempo que permanece atrapado entre los libros y sobre cómo para siempre estará Heráclito bañándose en el mismo río y en la misma página.
Nota: Cuando recuerdo que mi amigo Stefano Strazzabosco, filólogo, músico y poeta, hizo un Canto de las hormigas y lo escribió en hormigués clásico, cansado tal vez de la lengua de los hombres y eso que su lengua materna es el hermoso italiano, me entran de inmediato unas ganas de no hablar en «humano» y de entrarle mejor al aprendizaje de algunas lenguas animales. Esos idiomas que no conocemos y que posiblemente se hablarán cuando ya no estemos en la tierra, vendría bien aprenderlos para pedirles disculpas a los expoliados animales.
Me resulta imperioso propiciar la fundación de academias de tortugués, que es el idioma lento y sin apuros de las tortugas, de gatalán que es la lengua de los siempre misteriosos felinos y que muy seguramente hablan en los barrios bajos de Barcelona con Jordi, mi amigo poeta. O impartir la enseñanza del púlgaro, un idioma nervioso que se habla dando brincos. No me gusta para nada, eso sí, la pronunciación del ratonés vernáculo, sus hablantes siempre parecen estar royendo misterios en rincones húmedos, en cloacas, en partidos políticos y en otros oscuros callejones. Cualquier lengua zoomorfa le vendría bien a mi sano propósito de escribir zoonetos clásicos, elegida alguna de las lenguas de esta rica Babel mal estudiada aún, que recoge y preserva las lenguas antiguas de los animales. Es casi segura mi predicción: posiblemente vamos a terminar respetándolos, dejándolos en sana paz y pidiéndoles perdón en todas las lenguas habidas y por haber.
Las gafas
He comenzado a tener desconfianza de mis gafas. Conspiran contra mí, tienen el poder de autoescamotearse, de esconderse cuando más las necesito, que es también cuando menos lo pienso. Ya sabía yo que no fue buena idea comprarlas en una calle ciega del barrio Chapinero.
Las encuentro en los sitios más inusitados y absurdos de la casa. En una maceta de barro que me regalaron en la que sembré una planta que tiene el curioso nombre de «flor del baile» o «pluma de Santa Teresa». La mata la compré en un vivero del Jardín Botánico. Tiene un brillo blanco sin igual y huele como creo que huele la luna, la entrometida luna en creciente, ¿no saben qué aroma es el que expele la luna? Pues yo tampoco, pero sospecho que huele a flor del baile. Me parece que esta exótica planta podría también llamarse «flor de asombro»: solamente se abre a medianoche en el mes de julio, dura unas pocas horas y se apaga.
Perdón por la digresión acerca de esta flor noctámbula y bohemia, perdón porque de lo que quisiera hablar en esta nota es acerca de mis gafas.
Decía que las benditas gafas, hace poco recetadas, se me esconden. Cansado de buscarlas abro desprevenidamente la nevera y he ahí que sucede una epifanía: allí están, con sus cristales empañados junto al pimentón que me parece más rojo y quizás más ruborizado por mi torpeza. O de pronto, para mi pasmo casi humillante, aparecen en un bolsillo al ponerme un saco que no uso hace al menos unos seis o siete meses. Todo esto me llevó a pensar que mis benditas gafas sufren de un trastorno bipolar como el de un tipo al que conocí hace un prontuario de años, un hombre fronterizo que veía por un ojo pacifista a Mahatma Gandhi y por el otro guerrerista a Tamerlán, un bárbaro de leyenda célebre porque hay quienes afirman que fue nada menos que el inventor de la guerra.
Me decidí ante la constante pérdida de mis gafas a investigar por qué diablos se me escondían esos instrumentos ópticos que van acaballados a una nariz y apoyados en todos los modelos de orejas, y que los más finos escritores llaman de forma un tanto amanerada antiparras, lentes, espejuelos o quevedos. Estos últimos, llamados de esta forma en honor a don Francisco de Quevedo que las usaba, son muy singulares. No tienen patas, solamente levitan posadas en la nariz y guardan un cierto aire de nobleza. A través de ellas el detonante autor de Historia de la vida del Buscón veía el mundo con sorna mientras mostraba a sus contemporáneos el cobre escondido en un siglo de oro.
¿Qué de notable encontré en mis pesquisas por el destino de mis gafas? Como lo haría un sabueso de Raymond Chandler, un experto en novela negra nacido en la turbulenta Chicago y empecinado en buscar verdades ocultas, me encontré, repito, con otras varias preguntas.
¿Por qué las gafas desaparecían en un descuido cada vez que estaba a punto de leer a uno de esos poetas hidropónicos, sin raíces profundas, que fatigan sin tregua el impoluto papel? ¿O por qué las eché de menos después, muy poco después de ver en un noticiero a un reportero hablando al mismo tiempo de la crisis global a causa de una peste y del valor del traspaso de un notable crack del Barcelona?
Muchas veces, cuando ya las creo perdidas del todo y estoy a punto de abandonar la búsqueda, zas, mis gafas aparecen. Quizás hayan huido de mis ojos luego de haber estado medio hojeando una revista de peluquería o la tapa blanda y virgen de un libro de autoayuda. A lo mejor mis gafas se hayan vuelto más críticas que mis fatigados ojos y me temo lo peor, mucho más vivaces que mi cerebro.
Creo concluir que mis evasivas gafas sufren de algo así como de un trastorno bipolar de estirpe muy colombiana. Se han cansado de ver un país que pasa continuamente de la depresión, con o sin pandemia, a la alegría, con o sin carnaval.
Son muy mañosas mis gafas, me salen al paso en los lugares más inesperados, generalmente cuando perciben la llegada de la noche.
La cárcel inspiradora
Jean Canattani afirma que la cárcel puede hacer el papel de musa o de inspiradora, y que resulta sin duda un lugar propicio para la introspección. Lo mismo podría decirse del encierro casero, que también puede ser un «buen» lugar para la escritura. La apreciación de Canattani me lleva a imaginar a un escritor baldío, a un alguien que al perder el don de la escritura, la falta de estímulos o la falta de un lugar inspirador se dice descarnadamente a sí mismo: «Cometeré un crimen, dejaré en el lugar muchas huellas evidentes que conduzcan a mi casa y si hubiera dudas inclusive aportaré pruebas que demuestren de manera irrecusable mi delito. La verdad, sueño con poder terminar en un lugar propicio mi trunca, mi postergada, mi interrumpida novela».
Granizada
No hay ensayo más breve que un aforismo.
Gabriel Zaid
No hay nadie más desvelada que la propia noche. Aun en el silencio rotundo de estos días ella se fisura de pronto por el llanto supliciante de un niño, y ya no preciso si la pobre noche quedó más desvelada que yo. Decido, para volver al sueño, no contar ovejas porque ya estoy hasta el cogote de nuestra mansedumbre lanar. Ni cuento tampoco lobos, porque estos mamíferos tienden al aullido nocturno y aumentan el desvelo y por otra parte no tengo vocación de licántropo.
Enciendo la lámpara de mesa.
Abro Para un funámbulo, un bello libro que migra del aforismo al poema y que a veces roza el relato breve. Habla de las dotes de equilibrista que debe tener el hombre en el mundo, de cómo tensar la cuerda para pastorear abismos, como lo hacía un viejo equilibrista de plaza en el Zaratustra de Nietzsche.
El libro de Genet me atrapa hasta que se me empieza a ladear la cabeza y no propiamente por desgano o aburrimiento porque si esto de saltar vallas imaginarias para dormir no funciona, sí lo hace la demanda de lo que Kafka llamaba «su majestad el cuerpo». En este caso, un cuerpo lastrado de horas de dar vueltas en torno de sí mismo, como una ballena de acuario a la que un día liberaron en el mar pero siguió dando vueltas en torno a su antiguo cautiverio.
He querido volver a hacer un libro de aforismos. Y al desgaire, sin orden ni concierto, voy escribiendo algunos escolios a la pandemia. Un libro de aforismos, y me estoy autosaqueando, es como una farmacia: grageas de dolor, miligramos de desdicha, placebos de amor, cuentagotas de ironías. Debe decir en un lugar visible: «Manténgase fuera del alcance de los niños».
A lo mejor, me digo, todos estos devaneos son para huir, no del virus que recorre el mundo como un fantasma sin manifiesto, sino del tema que por obvias razones nos obsede. Y que de pronto va a lograr una implosión social con ribetes pocas veces vistos. Bastaría con ver en muchas ventanas de casas y edificios de esta capital desolada, que muchas familias han izado unos trapos rojos como se usaban para anunciar una carnicería, una venta de lo que ahora llaman cárnicos, algo que mi amigo Toni Daleman llama «las banderas del hambre».
Sin quererlo, termino hablando del tema que nos ronda una y otra vez a lo largo de los días. Ocurre algo así como en el poema del viejo Epifanio Mejía cuando señalaba que la luciérnaga, nuestro cocuyo, va «huyendo de la luz, la luz llevando».
Recuerdo mis días de noviciado literario. Escribía a diario con poca y esquiva fortuna pero cuando creía haber logrado algo durante la noche, algo que consideraba plausible, al despertar y leerlo tenía ganas de palmotearme la espalda como único testigo de mi genialidad. Pero en verdad eran más los días en que me miraba al espejo con rencor y de haber tenido a mano un saco de tomates el cristal hubiera quedado tan enrojecido como mi vergüenza.
Todos estos fragmentos me llevan a escribir esta granizada:
* El problema de la adolescencia es que no sabía qué hacer. El de ahora, que no sé cómo dejar de hacerlo.
* Un esteta: le hubiera gustado más estar en condición de muerto que de deudo al contemplar los acabados de tan hermoso féretro.
* Ser como el mar, que vive tragándose a sí mismo y vomita parte de sus entrañas en la playa.
* El milagro existe pero no lo logramos ver.
* Me gustan las palabras de origen árabe, como algarabía. Del vasco, como aquelarre, pero me quedo con la palabra canoa que fue la primera en deslizarse desde las lenguas aborígenes al castellano. La voz taína la usó Cristóbal Colón el veintiséis de octubre en su diario. No recuerdo la hora. Desde entonces la palabra canoa navega en los ríos de esta lengua que hablamos.
* Paro de escribir, voy al baño y no sé por qué diablos creo que el espejo me hace mala cara.
* Un hurto a Gilbert Lely: «el hombre que acaba de llegar a la edad de irse de sí aprovechará cualquier ocasión para quedarse a solas consigo».
* No se preocupen, el porvenir solamente dura una semana.
* Feroz paradoja, quienes tienen más tiempo libre son los presos.
* Le pidió al genio llegar a ser poeta. No aclaró si bueno o malo. Sé de un criollo y resentido Aladino que devolvió con asco de sí mismo el genio a la lámpara. Así deberían hacerlo algunos poetas de segunda pero cortesanos de primera.
* Si te clasifican eres una mariposa clavada en un alfiler. He ahí las bondades del fracaso. Si fracasas como músico no te podrán clasificar como maestro de solfeo, menos aún como virtuoso. No me imagino en mi caso con una leyenda en una placa que dijera: célebre pianista de Viena, porque ni toco piano, qué bueno para ustedes, ni nací en Viena, qué bueno para mí.
* Epitafio de un político: fue un pozo de rencores, tuvo por cárcel su odio.
* La mariposa olvida su ayer de gusano.
Que pasen
Recibo un mensaje de un viejo amigo que vive en Alemania. Pleno de su habitual optimismo me dice que los que pretenden un nuevo orden social pero sufren de aporofobia, vaya palabreja para hablar del rechazo a los pobres, «no pasarán». Que vendrá una revuelta global sin antecedentes que pondrá en jaque los autoritarismos. Mientras oigo a mi amigo siento al fondo un ronroneo de gatos. Pardos, por supuesto. Ese gatopardismo de jugar a cambiarlo todo para no cambiar nada, no pasa de las puertas de los bancos. Tras sus puertas giratorias se desvanece. Me atrevo a decirle que es cierto en parte lo que me dice, que tras el anunciado descalabro global, la realidad no seguirá siendo la misma sino muy seguramente peor. No por mortificarlo, lo que a su vez me mortificaría, le digo que el virus gatopardista permanece por años entredormido, pero que a él acuden los ilusionistas de siempre, los vendedores de humo, los especialistas en prometer una cosa y hacer la contraria. Le recuerdo que acá, en dos altos poderes, los charlatanes borran sus promesas y dicen que no se pueden realizar los cambios anunciados porque existen unas leyes previas que por puro descuido habían olvidado. Aun así, siguen acudiendo en la tribuna a una reventa de sueños. Parece que siguieran al pie de la letra una premisa de Cioran, al que sin duda no habrán leído: «tomo una decisión, la anulo y me acuesto».
Mi amigo me repite que esta vez en verdad «no pasarán».
Yo me callo pero recuerdo las cabeceras de donde viene esa recordada expresión. Se dice, aunque algunos se la asignan a Pétain, un ingratamente recordado militar francés que no demoró mucho en ser colaboracionista desde el régimen de Vichy con la Alemania nazi, que en realidad fue Dolores Ibárruri, la Pasionaria, la formidable luchadora comunista quien acuñó el lema de «no pasarán», durante la defensa de Madrid frente al ejército franquista.
Ella, la Pasionaria, fue sin duda una figura admirable, digna de estar en la leyenda por su claridad y arrojo y por la defensa de la insumisión de la mujer. Sin embargo creo que se equivocó, no por causa suya ni por falta de valor de los republicanos, sino más bien por culpa de la maldita historia a la que casi nunca le gustan los finales felices.
No lo fue porque en términos gruesos, como si hubieran sido escritos al carbón, ella se equivocara en la consigna del «no pasarán», pero en verdad los «fachas» no pasaron, se quedaron como cuarenta años vejando y postrando al pueblo español con sus patrioterismos, su garrote vil, su catolicismo del peor, y con la entronización del degeneralísimo como sumo guardián de las costumbres y de las ideas.
Muchos españoles, aturdidos por la propaganda, ni se dieron cuenta del horror que vivían ni de que tenían acaballado en sus espaldas y gobernándolos a un tiranosaurio.
De manera que cada vez que oigo el lema de «no pasarán», no deja de producirme un hondo y preocupante temor. Quizá, y sin que suene a bufonada, habría que decir: «pasarán», a ver si algún día terminan de irse, de largarse de una vez por todas los liberticidas que en todas partes siguen convirtiendo el mundo en una cloaca. Como lo siguen haciendo en la Colombia de hoy, una tierra regida por los más notables cleptócratas.
Si esto lo dijera un profesor de historia le lloverían, muy seguramente, tomates arrojados desde la izquierda y la derecha de un aula de clases. Roguemos que entre esa tomatina vengan también pimentones y calabazas para prevenir cualquier escasez.
Los cuarentas
Hoy cumplimos treinta días en cuarentena, aunque esta palabra acuñada por la medicina signifique exactamente cuatro veces diez y acá no sabemos cuánto dure.
El cuarenta tuvo un hondo significado bíblico en un tiempo de pestes y plagas con diluvios de sapos y de agua convertida en sangre. Como acá siempre han llovido los sapos, como de manera popular se denomina a la horda de soplones o delatores, ya estamos lamentablemente acostumbrados al fenómeno. Del conjuro del agua convertida en sangre es mejor no preguntarle al río Magdalena, el río madre que una bella película de Julio Luzardo llamó El río de las tumbas. Porque ese noble y vejado río sí que ha visto pasar un cardumen de muertos.
La pandemia de hoy nos llega de muy lejos, porque lo que más se globaliza en el mundo son las miserias. De lejos nos llega este encierro conventual sin religión.
Me pregunto por qué, si de pestes se trata, no llevar la prevención a unos picos más altos. Por ejemplo, frente a enfermedades epidémicas que reposan sin alarmas en nuestra sociedad, poder decretar unas nuevas cuarentenas. Por ejemplo, no estaría mal decretar un período drástico para defendernos del virus de la imbecilidad aunque nos quedáramos sin presidente, del virus de la politiquería y del virus de la codicia, del virus de los tibios y del virus de los poetas respetuosos del poder, del virus de algunos periodistas que estrenan a gusto un tapabocas por ser lo más parecido que encuentran a una mordaza. O a un bozal.
Qué potente número es el cuarenta. A Nínive se le dio un ultimátum de cuarenta días para que se enderezara y mostrara señales de arrepentimiento a causa de su vocación pecaminosa. El ayuno de Cristo en el desierto duró, reloj de arena de por medio, exactamente cuarenta días, que es lo que en principio debería durar esta súbita cuarentena.
Solo confío en que después de esta encerrona, ayunos de calle y de amigos, no vayamos a ser crucificados, aunque la banca y los corruptos en el ejercicio del poder nos puedan estar preparando una última cena.
Y dele con el fatídico número. Aparte de que soy modelo cuarenta, no me deja de sorprender el numerito. Cuarenta fueron los ladrones que seguían a Alí Babá y que acá se han multiplicado alrededor de un genio que alquila su lámpara al mejor postor y que siempre es el mayor impostor. Más de cuarenta bribones se pueden contar en las directivas de un banco y en sus poderes fácticos. Cuarenta ladrones, mal contados, hay en cualquier reunión de políticos venales, cuarenta ladrones tienen por cárcel su hacienda y hasta, posiblemente, su yate surto en el olvido.
De otra parte, Cristo fue tentado por el nefando, lo dicen los libros sacros, y conminado a mostrar su poder convirtiendo piedras en panes. Un respetable catedrático salmantino de singular apellido Guijarro, si hay Rocas por qué no Guijarros, afirma que el número cuarenta aparece al menos cien veces en la Biblia. Que por algo el diluvio duró cuarenta noches con sus respectivos días solares. Fue un aguacero legendario que me hace pensar en el que está por desatarse ahora mismo en Bogotá, una ciudad que se ha ganado la mala fama de lluviosa, a tal punto que es muy fácil adivinar el clima sin ser un meteorólogo. Si la montaña tutelar está nublada, es porque está lloviendo. Si no lo está, es porque va a llover, como en cualquier novela costumbrista. Un crítico sarcástico de nuestra narrativa solía decir durante los inviernos más crudos: «llueve, como en la peor literatura colombiana». Y es cierto, cada vez que un novelista no tiene mucho que decir, como si fuera un avezado taumaturgo hace llover en mitad de la blancura de una página. Si hasta Isabel veía llover en una ventana de Macondo.
Y más de los cuarentas. Moisés hubo de orar cuarenta días antes de emprender su camino hacia la tierra prometida. Elías, un profeta levitante, pagó cuarenta días de ayuno durante una feroz bulimia de vacíos.
Consulto sobre el tema a mi maestro catecúmeno, el padre Fortunato Casares, un español anclado en la sabana de Bogotá y que tiene un estilo peculiar que me agrada, una cierta sorna dialéctica, de cura rojo. En materia de exégesis cristianas es un cura que lo sabe todo. Me apabulla con cuarenta latigazos verbales de su cabalística sabiduría, antes de que se caiga la llamada por tercera y última vez.
Nota: Pienso en Combate del Carnaval y la Cuaresma, la alucinada y alucinante pintura del flamenco Brueghel el Viejo, y sospecho que viene a cuento en este enfrentamiento que vivimos.
Miro de reojo el combate. En una esquina del ring, con más de ochenta kilos, Joe Cuaresma, un peso pesado de la estirpe de Cassius Marcellus Clay Junior. En la otra esquina, un púgil de peso pluma, Kid Carnaval, de la estirpe de un juglar desnutrido de provincia.
Sospecho que la pelea resulta desigual sobre todo, y como siempre, a causa de los improvisados empresarios.
Visitas de Nadie
Hoy, que por las plazoletas y las calles se pasean Nadie y Ninguno como Pedro por su casa, me siento en cierta forma entre familia. Nadie toca a mi puerta. Nadie viene a venderme un seguro de vida ni a garantizarme el Paraíso. Ni siquiera los mormones. Nadie intenta venderme una rosa roja robada en el cementerio. Nadie me trae una carta y cuando la trae tiene una dirección equivocada.
Banderas
Hace poco leí que Toni Daleman hablaba de las banderas del hambre, de esos trapos rojos en las ventanas con los que muchas familias señalan la desolación en sus mesas. Es una imagen trágica que inaugura una simbología propia de una pieza teatral, algo que por supuesto la rebasa. Al fin y al cabo el teatro, aunque sea mucho más que un espectáculo, se puede tomar como cosa de ficción. Hoy, el teatro de los acontecimientos, las marchas del primero de mayo, un día que se instituyó como homenaje a los sindicalistas anarquistas ejecutados en Chicago, estarán como los teatros, lamentablemente vacíos.
La imagen descrita por Daleman me ha puesto a pensar en ese símbolo ampuloso que entiesa a los ejércitos, que los pone rígidos como a la mujer de Lot, alguien que por mirar su más reciente pasado se olvidaba del ahora.
Un virus ha viajado sin pasaporte, sin visados ni idiomas, banderas ni aduanas, haciendo global el colapso del llamado progreso.
Ah, las banderas. De esos trapos diseñados y vistosos se han valido siempre los que se deciden con pasmo a inaugurar un conflicto. Enarbole una bandera, agréguele un himno y ya está. Ya pueden enviar tras ella, obedientes y a la vez orgullosos, algunos escuadrones hipnotizados hacia la muerte. Ese culto a la bandera es el mayor símbolo del vacío, de una vana utilería.
Dice Jean Genet que esos pendones patrios se han convertido «en un recurso teatral que castra y que mata». Sin embargo he visto gentes que se dicen librepensadoras y le rinden culto a «su» bandera. Permiten todo, menos que se haga mofa de ella.
Tras su tela van los himnos. Todos huecos, todos falsos. Así como en el mercado negro de la poesía se venden tristezas al estraperlo, productos que simulan ensueños o amores, esas letras y esas músicas engoladas hace mucho que perdieron, y cada vez más, su sentido, si es que alguna vez lo tuvieron.
En caso de que no las podamos abolir, al menos intentemos pensar en otra clase de banderas. Por ejemplo, en una bandera de ceniza para los arrabales. O en instituir banderas de humo para las chimeneas industriales, que al menos nos ahorraría gastar ingentes sumas en telas y bordados.
Pienso con dolor y con asombro en la bandera incolora del apátrida. Esa bandera por un tiempo cobijó a Rainer María Rilke, quien ante la caída del imperio austrohúngaro en 1919, quedó convertido en un apátrida. Pero a veces se es apátrida en su mismo país: «es exilio el país que no acoge», decía Bertolt Brecht. Quién sabe si Brecht se refería al inxilio, a ese grado de enajenación de quienes parecen haber comprado un boleto intramuros porque sienten una falta de pertenencia a su país. Y prefieren entonces vivir un ostracismo entre paredes.
Muchos artistas, filósofos y escritores han sentido que se quedan sin país y no son pocos los que en todo lugar se sienten extranjeros. Cansado de ver paisajes con estandartes y mortajas, Rilke se fue sin pasaporte a Zúrich, una ciudad que era un reducto de bolcheviques ‒Lenin‒, de poetas ‒Tristan Tzara‒, de narradores ‒James Joyce‒ y de no pocos anarquistas.
Es lánguida la bandera de telarañas de los historiadores que de tanto mirar al pasado desdeñan el presente. Produce gusto pensar que la bandera de estrellas y barrotes de un país en manos de un imbécil esté entrando en eclipse.
Para contradecirme en mi fobia a las banderas, no puedo dejar de pensar con afecto en la bandera negra que ideó Louise Michel en memoria de sus muertos. Que la primera bandera anarquista haya sido agitada por una mujer es algo memorable y que lo haya sido por un ser de un temple extraordinario no me seduciría tanto de no haberla izado ‒precisamente‒ en un palo de escoba. Algo que yo quisiera ver como un homenaje a la bruja, a la «hechicera en la historia», como dijera Michelet.
Habitualmente hoy, primero de mayo, se agita una marea de banderas. Sin ser un emblema que ame y respete, creo que echaré de menos su presencia, así no pocas veces las veamos en las marchas como algo rutinario, como parte de un rito pasajero mediado por la costumbre.
Hablando de otro tipo de banderas, debo confesar que hace años me conmovió una pequeña bandera de encaje puesta en algunos ventanucos de una casona en Manaos. Un joven poeta nos paseaba por la ciudad al encuentro del hoy nonagenario Thiago de Mello, cuando vimos una casa que debió tener mejores tiempos. En sus ventanas, unos calzoncitos de encaje a media asta señalaban, nos explicó el guía, que la casa estaba de duelo, que con esos calzoncitos se anunciaba la muerte de una muchacha del prostíbulo.
Dos estancias
Circula en Santa Marta la noticia de que los viejos deben pedir a sus progenitores permiso para salir a la intemperie y ejercitar sus músculos. Esto ha puesto a mis congéneres caribes a pensar en varias opciones para recibir la autorización de sus padres y así poder salir a las calles. Estas son algunas de las opciones que han encontrado para salvar el entuerto leguleyo de la alcaldesa:
1. Fabricar una ouija para invocar a sus padres.
2. Falsificar un permiso escrito en tinta del más allá, ojalá en latín.
3. Intrigar frente al Tribunal de las Almas Benditas un certificado con matasellos del Purgatorio.
4. Quejarse a la Asociación de Fantasmas del Jurasic Art.
5. Quejarse al Instituto Matusalén, con sede en el Vaticano.
6. Mandar a la mierda todo y pedir la jubilación de Dios, que es el más viejo de todos.
Poesía en tiempos de pandemia
Nadie acepta consejos pero cualquiera aceptará dinero: por tanto, el dinero vale más que los consejos.
Jonathan Swift
Todavía hay quienes imbuidos de no se sabe qué poder graban las tablas de la ley para la poesía y las demás artes. Pero es bueno recordar que Moisés no llegó a ver jamás la tierra prometida. Y que lo más atractivo y lo más libre de un decálogo radica en no cumplirlo. De qué me vale, le digo a mi joven amiga, escribir diez mandamientos líricos si cada uno de los que trazo se me esconden a la hora de escribir y alguien, algo así como una musa estrábica, se burla de mí, me saca una lengua pastosa y me dice que me espera en la tercera orilla del tiempo. Un decálogo de principios opera como lo hace un gánster que suele decir frente a los preceptos morales, algo así como que «los principios» dejémoslos para el final. Porque generalmente se trata de unas leyes inmutables que son precisamente lo contrario de la poesía, que un día es una vieja taciturna y remilgada, otros días es una mujer desnuda y a caballo, y otras muy otras un duende burlón o una Moira que nos espera al final del camino que apenas estamos trazando. Por eso es exultante y casi digno de un aplauso que el propio evangelista se encargue de romper las tablas de su credo, sobre todo con aquel mandamiento que instruye en que no se debe trabajar los domingos. Porque en pandemia todos los inevitables días son un extenso y muy remolón domingo. También ocurre con los credos que se empieza a amar más a los adeptos de una religión que al propio creador de un ismo, así lo llamen líder, capo, pope o profeta. O historiador, que cumple con la loable y extenuante labor de vaticinar el pasado. De otro lado, lo propio de un manifiesto es excluir al prójimo que no cumpla a cabalidad con los preceptos enunciados, que por otra parte nadie quisiera cumplir, ni siquiera el propio evangelista de la nueva fe poética. Entonces, muchas veces se les escamotea a los adoctrinados el aplauso, la cripta, la estatua o la gloria que para los antiguos no era otra cosa que «el sol de los muertos». A los ciegos seguidores de un decálogo empieza a racionárseles el maná, una canasta de pan milagroso para alimentarse y cruzar el desierto, sus dunas y vientos, pero en verdad lo que más se necesita para atravesarlo es el poder seminal de las aguas. Nadie dudará de que el maná, siendo un milagroso alimento que cambia de sabor al gusto del comensal, sea lo más parecido a la poesía. Dicen los exégetas que el maná tenía el sabor que cada viajero deseara, lo que podría ser una metáfora de la búsqueda de todo ambicioso creador. ¿Cómo diablos un mismo alimento poético puede cambiar de acuerdo al paladar o de acuerdo a la necesidad de quien lo consume? Muy seguramente, si el que lo ingiere tiene alma de niño, el fruto podrá saberle a obleas meladas, como a tantos poetas en trances amorosos. Algunos de esos poetas sentimentales, a veces, como el vate de una fábula de Robert Walser al darse cuenta de su falta de aliento lírico, qué se va a hacer, deciden dejar de ser poetas «para convertirse en hombres honrados». Otros sueñan con que la ingesta de maná logre trocar una comida de pobres en un sencillo manjar. Así, Georg Trakl celebraba una pequeña jornada de vino con nueces. Ese maná, ese sacro alimento llovido en el desierto, posiblemente un poeta surreal lo demandaría elaborado con la levadura del sueño. Pero repito un único y auténtico «precepto»: no es bueno poner la huella antes de dar el primer paso. Tal vez, le digo a mi interlocutora, los únicos consejos que se puedan dar a un joven poeta, y hay algunos muy generosos y sabios como los brindados por Max Jacob o Rainer Maria Rilke, es elegir a conciencia el desierto en el que se quiere predicar ¿Nada original? Cierto, tan poco original que debo escamotear una sentencia del mismo Max Jacob, un hombre que venía herido antes del cuchillo, un generoso poeta que fue además de pintor, músico y novelista, un amigo del caligramático Guillaume Apollinaire y del movedizo Pablo Picasso. Max Jacob buscaba con rigor una suerte de «locura armoniosa» en el poema, de ahí que resulte más terrible aún y mucho más conmovedora su muerte en un campo de concentración en la Francia ocupada por los nazis.
Telas y paisajes
He visto cientos de paisajes con banderas diseñadas por los creyentes de la dudosa religión de los pendones. He visto un paisaje melancólico de telas desgarradas a punto de volverse banderas en una nave de locos. No estuve en el Berlín de las arañas negras pintadas en los oscuros estandartes pero aún me estremece la bandera del miedo y me siento acorralado en algún barrio de la judería. Por aquellos días la muerte bailaba un vals o cantaba un himno en los estadios y tras los jarros espumosos de cerveza asomaba sus cuencas vacías. Hace algunos años visité un paisaje de extramuros donde un hombre rodeado de carteles y banderas sonreía sin pausa y demandaba su elección para el alto cargo de verdugo. Y bien, ya no recuerdo si fue a la salida en Nueva York o a las puertas del Bronx, pero las damas del ejército de salvación desplegaban sus banderas de miseria. Esas mujeres parecían graznar extrañas oraciones mientras derramaban con grandes cucharones una sopa de niebla o de lava. Las banderas de la caridad y el desarraigo flotaban en el aire bajo un cielo de harapos. En los bancos, grandes templos de la usura, flotaba una asamblea de banderas y los banqueros invitaban a la liturgia del becerro de oro. En mi país un ciego en camino del desfiladero nos llamaba a la guerra permanente y el cortejo que lo seguía marchaba cantando hacia el abismo.
Todo este repaso de banderas arrugadas me lleva [U3] a trazar este poema que es apenas un papel agitado en cuarentena:
Instrucciones
para hacer
una bandera
Que la tela
se agite
al menor estímulo
del viento.
Como el colibrí,
que es un leve
temblor de aire.
Luego probar
que tenga
un ritmo,
una cadencia
de bailarina
en astas
y ventanas.
Es necesario
sopesar
que resista
los perdigones
del granizo.
Cumplidos
estos pasos
pueden
marchar
tras ella
y convertir
su tela
en mortaja.
Apuntes de un fantasma
Así que nos quieren volver fantasmas.
***
Que nos quieren dar el pellejo por cárcel. En momentos como los que vivimos salen a flote palabras que no quisiéramos usar. Por ejemplo, la palabra aporofobia, que significa una mezcla de odio y temor a los pobres. O la palabra gerontofobia, que denota aversión a los viejos. Y para seguir impresionando a los posibles lectores de estas notas confinadas, la palabra logocracia que significa una seudorrealidad fundada, precisamente, en palabras de uso poco corriente que al no ser entendidas por el otro nos otorga poder. Si decimos alterofobia ‒odio al otro‒, escondemos una posible deshumanización. Y si decimos xenofobia barnizamos con esa palabreja el temor primitivo y tarado a lo que desconocemos. Como lamentablemente ocurre con ciertos académicos. En ese espejismo del lenguaje, con eufemismos y otras trapisondas nos quisieran dar gueto por liebre, una reclusión como las que se han practicado con grupos étnicos, culturales, políticos o religiosos. Y lo anuncian en algunos casos como protección de los enjaulados.
***
A lo mejor el prócer de Salgar sueña con ser declarado joven vitalicio por decreto, y tener su propia «Giovinezza», una canción como la de un tarado que llevó a Italia a una guerra y que en su letra elogiara a la juventud, «primavera de belleza», pues los viejos de piel dura no le creían su destino glorioso.
***
Que me digan cuándo esto que llaman Estado se ha preocupado por los abuelos, llamados así cuando en muchos casos no han sido padres y por lo tanto solamente por designio divino podrían haber tenido nietecitos. Hay que ver las filas de viejos esperando a sol y agua para reclamar un medicamento, un placebo, un fármaco más inútil que el amor del Papa a la humanidad. A propósito de esta afirmación sobre el más alto jerarca de la iglesia, el papagaucho, un colega me dijo que no, que hay discursos del actual pontífice que son muy bellos. Y sí, tiene razón, pero como «la realidad no es verbal», no alteran nada. Resultan inútiles en un ámbito icónico pero vacío como es el del Estado Vaticano, un aparato inamovible, un muermo del mismo tamaño de sus bellas y congeladas estatuas.
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Nos quieren volver estatuas a «los mayorcitos». De sal, como la imprudente mujer que se quedó tiesa mirando hacia el pasado. Nos quieren jubilar de la vida.
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Si al menos estos bárbaros de un clamoroso y tardío baby boom supieran quién es Noam Chomsky, un hombre de noventa y dos años, de ideas anarquistas y siempre en ebullición intelectual, y en contraste se detuvieran a oír al que algunos apodan presidente de este país y que ante todo es un lisiado mental, ¿no les entraría al menos una pequeña duda sobre las trampas que suele instrumentar entre los hombres el malicioso dios Cronos? Pero qué va, ideas nuevas no entran en cerebro viejo, solía decir un viejo poeta especialista en sonar timbres de alarma. Porque con la excepción de unos tres políticos, los nuestros son ancianos precoces cuando no son algo más que unas momias anticipadas.
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Recuerdo a una pandilla de politicastros durante una jornada electoral. Los vi una vez en mi ciudad natal sacando de los ancianatos a sus huéspedes y conduciéndolos a votar, como en una pobre parodia de Almas muertas, la bella y muy colombiana novela de Nikolái Gógol.
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Oigo hablar al ministro de Salud, un tipejo que parece que hubieran graduado con anestesia, Fernando Ruiz Gómez. Obediente a un tarado en pleno ejercicio, Iván Duque, jamás llegará a darse cuenta de que la palabra más digna que debiera balbucir sería la palabra «renuncio». No, ellos piden que los adultos mayores o «abuelitos» no salgan, lo cual es un crimen larvado toda vez que si algo necesita un cuerpo viejo en disfunción con un cerebro joven es, precisamente, una constante movilidad.
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Se nos quiere convertir en seres pasivos porque tenemos mucha juventud acumulada.
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Lo mejor de la juventud es que eso con el tiempo se nos quita.
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Se nos quiere convertir en fantasmas por el peligro comunista de que recorramos el mundo. Según el diccionario de la academia de la lengua, los fantasmas son definidos con esta vuelta de tuerca ‒salud, viejoven Henry James‒, son personas muertas que, según algunos espiritistas se les aparecen a los vivos. Bien «vivos» son estos vendedores de humo que decretan normas a destajo porque no saben qué otra cosa hacer con ellos mismos, con sus cuerpos singular y verdaderamente deshabitados. «En sus almas espantan», decía un viejo díscolo que salía disparado como ante la vista de un peligro cuando encontraba a estos seres calcáreos, a estos «hombres huecos», como los llamaba T. S. Eliot.
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Un fragmento de «Canto de guerra de las cosas», un poema de Joaquín Pasos, sin duda el más grande poeta de Nicaragua luego de la irrupción de Rubén Darío, va a manera de coda: «Cuando lleguéis a viejos, respetaréis la piedra,/ si es que llegáis a viejos,/ si es que entonces quedó alguna piedra./ Vuestros hijos amarán al viejo cobre,/ al hierro fiel./ Recibiréis a los antiguos metales en el seno de vuestras familias,/ trataréis al noble plomo con la decencia que corresponde a su carácter dulce;/ os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre;/ con el bronce considerándolo como hermano del oro,/ porque el oro no fue a la guerra por vosotros,/ el oro se quedó, por vosotros, haciendo el papel de niño mimado,/ vestido de terciopelo, arropado, protegido por el resentido acero.../ Cuando lleguéis a viejos, respetaréis el oro,/ si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó algún oro».
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Así que nos quieren volver fantasmas.