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Sus últimos versos fueron sus últimas protestas, pero sus últimas protestas no las pudo leer, gritar en las calles y las plazas, no las pudo escuchar en las voces de los campesinos u obreros que tanto defendió, ni en cantores de pueblo como Víctor Jara, a quien terminaron asesinando en el estadio Nacional de Santiago un año más tarde por el inmenso pecado de llevar, entre otros, un libro de Neruda en el bolsillo. Se le quedaron atragantadas, refundidas entre las sábanas de su viaja cama en Isla Negra, adheridas a los podridos huesos de su cuerpo, que se negaba a morir muy a pesar de que los dictámenes de los doctores no le auguraban más de un año de vida.
Por aquellos primeros días de febrero de 1973 Pablo Neruda ya no podía encaramarse sobre una tarima para leerle a su pueblo una Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, como lo había hecho cientos y miles de veces con otros poemas desde que tuvo conciencia, por ejemplo, de que las minas de cobre de su Chile eran trabajadas, sufridas, paridas por los obreros en medio de la miseria para enriquecer a “los de siempre”. Neruda fue y se confesó comunista desde siempre.
Aquella alabanza a la revolución la había escrito pocas horas después de haber visto por televisión y oído en la radio y de los amigos que la Unidad Popular había confirmado por elección popular su gran triunfo de tres años atrás, cuando Salvador Allende llegó a la Presidencia. Estaba feliz, pletórico, y así, entre tanta felicidad y éxtasis recibió la última visita que le hizo Julio Cortázar. “Hablamos de Francia, de su último cumpleaños en la casa de Normandía adonde los amigos habíamos llegado de todas partes para que Pablo sintiera un poco menos la geométrica soledad del diplomático famoso, y donde con gorros de papel, largos tragos y música lo despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos que él lo sabía). Hablamos de Allende, que había venido a visitarlo en esos días sin previo aviso, sembrando la estupefacción con un helicóptero inconcebible en la Isla Negra, y por la noche, aunque insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a mirar con él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más reales para él que un futuro que sabía cerrado”.
Dos años antes se habían encontrado en París. Cortázar le había contado que sus libros habían hecho que se cayeran y rompieran muchas máscaras, incluidas las de sus apologetistas. Incluso, había deslizado que si le otorgaban el Nobel, ese premio sería un postrero coletazo del establecimiento hacia Neruda. Cuando se despidieron, el poeta extendió su mano, su brazo, y en un abrazo largo, intenso, le dijo: “Será hasta pronto”. En Isla Negra, en cambio, escribió Cortázar luego, a finales del 73 en Ginebra, “nos miró (a Ugné Karvelis, su segunda esposa) un momento, sus manos en las nuestras, y dijo: ‘Mejor
no despedirse, ¿verdad?’, los fatigados ojos ya distantes. Era así, no había que despedirse; esto que he escrito es mi presencia junto a él y junto a Chile. Sé que un día volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por esa puerta y encontrará en cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada grito de pájaro marino, la poesía siempre viva de ese hombre que tanto lo amó”.
Para Cortázar, Neruda fue desde su primer libro, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, un despertar a lo americano, un volver hacia las mujeres de la tierra, hacia sus amores, sus palabras y silencios. Bofetón, cuchillada y flor, todo al mismo tiempo. Después las Residencias y, sobre todo sus gritos y susurros de dolor por la guerra civil en España en el corazón, terminaron por seducirlo, o mejor, convencerlo. “Neruda ha dado el paso final que lo desplaza del escenario a los actores, de la tierra a los hombres; su definición política, que tanto malentendido innoble haría surgir (y pudrir) en América Latina, tiene la necesidad y la llaneza del cumplimiento amoroso, de la posesión en la entrega última; y es fácil advertir que el signo ha cambiado, que a la lenta, apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un hombre solitario y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar esos frutos jamás gozados o injustamente perdidos, la proposición de una poesía de combate lentamente forjada desde la palabra y desde la acción”, decía Cortázar.
El 23 de septiembre de 1973 Neruda falleció en su casa de la Chascona del barrio Bellavista, por lo menos en los registros oficiales que para aquel entonces ya estaban a cargo de la dictadura de Augusto Pinochet. Doce días antes, su amigo Salvador Allende se había pegado un tiro con una escopeta que le había regalado Fidel Castro, para no tener que entregarle el poder a los “de siempre”. Neruda supo de aquellos sucesos como entre brumas, y entre brumas se enteró de que los milicos habían allanado su casa y que en su afán de buscar quién sabe qué, habían roto los tubos del acueducto y las partes bajas de la casa se habían inundado.
Allí lo velaron, ante la ausencia de muchos de sus amigos con los que solía tomar vino, la presencia del Partido y la vigilancia estricta de unos hombres “extraños” vestidos de negro, frente a una fotografía de Walt Whitmann y una pintura dedicada de Roberto Matta. Allí y en Temuco y en el norte lo lloraron los poetas y los chilenos, porque como diría muchos años más tarde su contertulio Alfredo Montealagre, “más allá del mito del ser humano que se había creado y que después creció, uno al leerlo tenía que admitir su grandeza”. Neruda había llegado de Temuco, del Sur, callado y aislado, y llevaba en sus entrañas “una incontinencia verbal arrolladora, tan profunda, que parecía robada de su gente”, diría en uno de sus tantos homenajes el crítico Cristian Warnken, amante, sobre todo, de Vicente Huidobro, quien con Neruda y la incomprendida Gabriela Mistral fueron los pilares más importantes de la poesía chilena antes del golpe. Luego estallaron con sus múltiples facetas Nicanor Parra y Gonzalo Rojas, pero esa fue otra historia.