Eva Perón, del polvo al mito

Nació entre las manos gruesas de una partera india llamada Juana Guaquil en la madrugada del 7 de mayo de 1919. No hubo más testigos de la escena. El pueblo de Los Toldos aún dormía, y el padre de aquella niña vivía muy lejos de allí, en sus tierras de La Unión, donde ordenaba comida para quien llegara buscando votos para sí, y donde una tarde, algunos años antes, le había comprado a doña Petrona Ibarguren su hija Juana por una yegua y un sulky.

Fernando Araújo Vélez
26 de julio de 2022 - 06:07 p. m.
Eva Duarte de Perón, en uno de sus tantos discursos para "los descamisados", como llamaba a la gente del pueblo que la idolatraba.  / Cortesía
Eva Duarte de Perón, en uno de sus tantos discursos para "los descamisados", como llamaba a la gente del pueblo que la idolatraba. / Cortesía
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Juan Duarte era uno de los típicos terratenientes de la época, uno de los 1800 dueños de la Argentina de entonces. Alto, jovial, bien parecido y deshonesto, ejercía el derecho de pernada y otros muchos más que se inventaba en el camino. A Eva María y a sus cuatro hermanos (Elisa, Blanca, Erminda y Juan) los reconoció de hecho, paseándolos una que otra vez por el pueblo, pero ellos y los otros, los hijos legítimos de Juan Duarte, sólo se irían a conocer en su entierro, el 8 de enero de 1926. Luego se verían de cuando en cuando; Evita los ayudaría, también de cuando en cuando.

Dicen que lo hacía para sentirse un poco más legítima, pero más allá de ese capricho la familia Duarte solo le interesaba por el apellido y por la fecha de defunción de la esposa de su padre. Pasado un tiempo, cuando por fin le informaron que había sido en 1922, ella alteró su partida de bautismo. El nuevo documento certificaba que Eva María Duarte había nacido el 7 de mayo de 1922. Por él seguía siendo ilegítima, pero ya no era adulterina, aunque en Los Toldos siguieran hablando mal de ella, de sus hermanas y su madre, doña Juana. Las acusaban, las señalaban y humillaban. Ellas se encerraban en casa, ayudándole a la madre con su máquina de coser Singer y sus empanadas.

Luego, instalados todos en Junín, seguirían ayudándole con los almuerzos que preparaba para acomodados comensales y uno que otro muchacho. De aquella casa Jorge Luis Borges alcanzó a decir que era un prostíbulo, aunque nunca nadie pudiera comprobarlo. Evita acababa de cumplir 14 años por aquel entonces. Era una muchacha menuda de piel transparente, ojos ensoñadores, tobillos gruesos y dientes perfectos, que callaba muy a menudo pero sabía ser dominante. En el colegio pocas eran las que tenían permiso para hablarle o jugar con ella. Por eso, al marcharse de Los Toldos sólo lloró por su amiga Ema Vinuesa y por una inválida a la que visitaba en la tardes, declamándole y cantando para aliviar su pena. Ya en Junín, una ciudad con todas las luces y la magia del cinematógrafo, comprendió que quería ser actriz, y así se lo dijo a su madre. En un comienzo a doña Juana no le agradó la idea, convencida de que sus hijos debían ser “como la gente” para ocultar el pasado. Después, sin embargo, se aferró al capricho de su hija, recordando que una vez en Los Toldos la habían ovacionado por un papel en “Vivan los estudiantes”. “Déjela probar. Si fracasa, no quedará marcada. Si triunfa, tanto mejor”, le había dicho el director del grupo teatral, don Pepe Alvarez Rodríguez. Doña Juana le hizo caso. Le dio su bendición para que se metiera en ese mundo y para que entablara relaciones con muchachos de la alta sociedad. Le dio su bendición para todo, sencillamente porque tampoco podía oponérsele. Evita la manejaba a su antojo utilizando viejas culpas. Por ello, una tarde, doña Juana no se opuso cuando su hija le dijo que dos amigos la habían invitado con una compañera a Mar del Plata. Eran dos hijos de estancieros, dos “oligarcas” repletos de apellidos que se detuvieron en mitad del camino y de la noche para violarlas y dejarlas tiradas en la carretera, desnudas y llorosas.

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Evita jamás tocó el tema, pero algunos de sus biógrafos han afirmado que muchos años más tarde cobró venganza. De aquellos dos muchachos, sí, pero también de muchos de su misma clase. Su odio hacia la aristocracia crecía cada vez más. Con el tiempo, ya instalada en Buenos Aires, aquel viejo odio se transformaría en su mayor fuerza. Odiaría a los de arriba y amaría a los de abajo, a los humillados como ella. Blanco y negro. No le importarían ni las llagas ni el mal aliento ni la suciedad ni la ignorancia. A los menesterosos, “sus menesterosos”, los besaría y abrazaría para luego escucharlos y darles casa, máquinas Singer, comida, salud o dinero, según las necesidades de cada quien. Trabajaría 20 horas al día por ellos y les construiría escuelas, hospitales, parques y fundaciones. Ellos la amarían hasta convertirla en santa, le encenderían velas y colgarían su fotografía encima de la cama. En Buenos Aires, Eva María Duarte se volvería Eva María de Perón, para luego ser Eva Perón, y más tarde, Evita, simplemente Evita.

Había llegado a los 15 años, con un bolso mísero y aquel antiguo anhelo de ser actriz, de ser como aquella Norma Shearer que salió de la nada para conquistar Hollywood. Hay quienes dicen que sencillamente le dijo a su madre que se iba a la capital. Hay quienes opinan que en un recital en el teatro de Junín, se le metió en el vestuario al cantante de tangos Agustín Magaldi para convencerlo de llevarla con él. Hay quienes sostienen que fue su hermano Juan quien intercedió ante Magaldi por ella y el cantante le anotó su dirección. De cualquier forma, Evita llegó a Buenos Aires el 2 de enero de 1935 para alojarse en una pensión cercana al Congreso. Allí, poco a poco, fue conociendo el mundo de las artes y sus contactos, hasta llegar a su primer papel en la obra “La señora de Pérez”. Evita hizo de mucama. Su único parlamento fue: “La mesa está servida”. Luego hizo de actriz muda en “Cada casa es un mundo” y “La dama, el caballero y el ladrón”. Los críticos apenas la reseñaban con un adjetivo: discreta.

Así, con aquella discreción a cuestas que ella admitiría fue rodando de casa en casa y de amante en amante. De ellos sólo le importaba que le consiguieran papeles, cubriéndose de indiferencia ante los comentarios del medio. Algunos la aceptaban, otros la rechazaban, humillándola de paso. La encontraban vulgar en sus modales y en su hablar. Uno de aquellos sin nombre comentaría que “como amante salía muy cara. Estaba enferma todo el tiempo y había que pagarle los remedios”. Eran inyecciones de calcio que le recetaba un tal doctor Pardal para la desnutrición. Evita siempre había detestado las milanesas que preparaba su madre, pues no quería ser como ella, redonda y sumisa. Apenas si se alimentaba con mate y algunas gotas de leche. Pierina Dealessi, una italiana que la contrató para que actuara en “La Gruta de la fortuna”, la recordaría como “una cosita transparente, fina, delgadita, con cabellos negros y carita alargada. La contratamos por un salario de miseria. Tomaba mate, pero como era delicada de salud, yo le agregaba un poco de leche. Era tan flaca que no se sabía si iba o venía. Por el hambre, la miseria y un poco de negligencia, siempre tenía las manos húmedas y frías. También era fría en su trabajo de actriz, un pedazo de hielo. No era una chica de despertar pasiones. Era una triste devota de la Virgen de Itatí”.

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Dealessi la tuvo en su compañía por algunos meses del año de 1938, la invitaba a dormir a su casa, la protegía y la escuchaba en sus interminables quejas sobre su vida amorosa. Por aquel entonces acababa de romper con un periodista chileno de apellido Kartulowicz. Él la había llevado donde la italiana y había publicado su foto en la revista Sintonía. Fue su primer gran amor, pero ella no sabía de matices. La vida era todo o nada. El amor también. Cuentan que a Kartulowicz lo aguardaba horas enteras a la salida del trabajo, que lo llamaba cada 15 minutos y lo perseguía a donde fuera. Al final todo se acabó. Para algunos, Evita le regaló papel para su revista en épocas en las que sólo el gobierno lo administraba; una forma de censura. Para otros, Kartulowicz fue perseguido por ella y los peronistas y terminó devolviéndose a Chile. Igual, cuando dejaron de verse él se quedó con varias fotografías de aquella mujer. No por amor, dijeron; más bien, porque tenía la costumbre de archivar y archivar. Algún día las iría a vender a precios muy altos.

Los radioteatros lacrimógenos y Perón

“En el teatro fui mala, en el cine me las supe arreglar, pero si en algo fui valiosa fue en la radio”, confesó Evita a mediados de 1950. Ya era la Evita de los “menesterosos”, la esposa de Juan Domingo Perón y la sangre del peronismo. Su carrera artística era escudriñada por sus fanáticos y sus enemigos. Unos escribían la historia blanca, y los otros, la negra. Por la mitad iba la otra, la verdadera. En 1939 la llamaron para que fuera la protagonista de un radioteatro que escribía para ella el novelista Hector P. Blomberg, un tipo de corte nacionalista y popular. A Evita le encantaban los personajes transmitidos a toda la Argentina por su voz. Se sentía la heroína que desde niña había querido ser, y poco le importaba que las altas clases se burlaran de su tono, su acento y sus giros. “Lo que nos divertía aquella voz guaranga que hacía de emperatriz con tono tanguero. Era para morirse de risa. Nosotros esperábamos con impaciencia la hora del radioteatro y luego lo comentábamos con los amigos. Creo que contribuimos mucho a la celebridad de Evita”. El recuerdo de la poetisa Gloria Alcorta contrastaba con el de las mujeres humildes que en sus casas, en las fábricas o en la oficina lloraban con las historias de aquella Eva Duarte que hacía publicidad para jabones y aparecía mes tras mes en las revistas de farándula. Cuentan que por marzo del 42 dejó su mohosa pensión para mudarse a un barrio con todas las letras.

“La gente de la farándula decía que ese departamento era un regalo del coronel Aníbal Imbert”, escribió luego Pablo Raccioppi. Imbert era amigo de Perón. Durante su gobierno colaboró con él y con el Vaticano para ayudar a 90 mil nazis a establecerse en la Argentina, entre ellos a Martin Bormann y Goebbles. A mediados del 45 otro alemán, el millonario Ludwig Freude, le regalaría una mansión a Evita en uno de los barrios más aristócratas de Buenos Aires, Belgrano. Eran muchos los alemanes dentro de esta historia, que tuvo su punto más febril entre febrero y julio del 45, cuando cinco submarinos nazis desembarcaron en San Clemente del Tuyú, cerca de Mar del Plata. Llevaban cajas y cajas con letreros en alemán que decían “Secreto de Estado”. Aquellas cajas contenían 17 millones 576 mil dólares; 187 millones 692 mil marcos; 4 millones de libras esterlinas, otras cantidades similares de florines, francos belgas y franceses, 2511 kilogramos de oro, 4638 de diamantes y diversas obras de arte. Las operaciones fueron dirigidas por Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Policía del Tercer Reich, y los destinatarios de aquellos bienes eran Juan D. Perón y Eva Duarte. Antes de que finalizara la Guerra, Perón le había entregado al agregado militar de la embajada de Alemania ocho mil pasaportes argentinos y mil cien cédulas de identidad, firmados y sellados, pero sin fotos ni huellas dactilares. Tiempo después, toda la Argentina hablaría de la cuenta suiza que tenían Perón y su esposa. Habría más de un suceso oscuro y algunos muertos por ella.

Eva Duarte y Juan Domingo Perón se conocieron el 22 de enero de 1944. Nueve días antes, un terremoto había destruido la ciudad de San Juan, en la región del Cuyo. El país se movilizó para ayudar a las víctimas; la Asociación Argentina Radiofónica se plegó, organizando un festival artístico en el estadio de Luna Park. Ese día, por la mañana, Perón había recibido en su despacho de Subsecretario de Trabajo y Asuntos Sociales a varios artistas, entre ellos a Eva Duarte. Siete años después, ella contaría en su libro “La Razón de mi vida”, que le dijo: “Si su causa es la del pueblo, por lejos que haya que ir en el sacrificio, yo me pondré a su lado”. Él, por su parte, relataría en sus memorias que aquella mujer le había dicho, muy seria, “la plata para los pobres hay que quitársela a quienes la tengan”. De cualquier forma, aquel primer encuentro fue muy breve. Había mucha gente y eran muchas las tareas por realizar. En la noche, Perón fue al festival, acompañando al presidente Pedro Pablo Ramírez y a su esposa. Habló de injusticias sociales y de la buena vida de muchos potentados. El presidente, del dolor que le causaban las víctimas de San Juan. Luego se marchó. Perón se quedó solo unos instantes. Entonces apareció ella, Evita, para hipnotizarlo y voltear la historia.

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Aquella primera noche fue larga. Evita iba vestida toda de negro, con guantes hasta el codo, un sombrero con una pluma blanca y sus 25 años. Él llevaba su uniforme perfectamente planchado, como había aprendido a hacerlo siendo muy niño, cuarenta y tantos años atrás. Se marcharon del Luna Park sobre la media noche, esquivando variadas invitaciones. Diversas versiones coinciden en que debieron haber ido al apartamento de ella, sobre la Calle Posadas, pues el vivía con una amante a la que apodaban “La Piraña”, una niña apenas, como las múltiples niñas que llevaría a su cama luego de la muerte de Evita. Pasados treinta días, todo el entorno del coronel hablaba de su nueva amante. Las actuaciones de Evita en Radio Belgrano eran más publicitadas que nunca, y el dueño de la estación le había firmado un contrato astronómico, “el más alto que la radio argentina había pagado jamás”, como ella misma lo afirmaría un día. Aquel mismo año de 1944, Evita actuó para las películas “La Cabalgata de Oro” y “La Pródiga” y se tinturó el pelo de rubio.

El sol había terminado de salir, pero el mundillo del arte y el de la aristocracia no lo querían ver. Llegaba a las filmaciones en un gigantesco auto oficial y un chofer que le abría la puerta, y llegaba casi siempre a deshoras. Una de aquellas tardes, Libertad Lamarque, protagonista y estrella de “La Cabalgata de Oro”, se enojó. Para unos, le dio una bofetada luego de haberla insultado. Para otros, simplemente la humilló a punta de palabras. No se aguantaba sus horarios, sus ínfulas de vedette, sus reiterados comentarios sobre Perón, su poco talento. Evita le dijo: “Esperá un poco y vas a ver dónde van a parar tu profesionalismo y tus tirabuzones de azabache”. Cuatro años más tarde, Libertad Lamarque no conseguía trabajo. Las puertas se le habían cerrado. Incluso, dicen que pidió una cita con Evita y le comentó su situación. La esposa de Perón la recibió feliz, sólo para decirle: “Es que a lo mejor sus películas aquí ya no interesan”. Entonces emigró a México para transformarse en un mito del cine.

El 5 de octubre del 45 el poder de Evita era poco menos que absoluto. Ese día hizo nombrar como director de Correos y Telecomunicaciones a su viejo amigo Oscar Nicolini. Perón era vicepresidente de la Argentina, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajo. El pueblo lo adoraba porque el era el único que se ocupaba de ellos, pero todo eso al Ejército no le gustaba. No le agradaban ni el pueblo ni Perón ni Evita. Cuando le reprochaban que se la pasara con una actriz de baja reputación, él se encogía de hombros y respondía: “¿Y qué quieren, que me enrede con un actor?”. Los militares se opusieron al nombramiento de Nicolini, sencillamente porque debían demostrar su fuerza. Enviaron a un general Avalos, amigo de Perón, para convencerlo de que se retractara, pero el coronel estaba hechizado por Evita. Y les dijo que no a Avalos y a todo el ejército y a la aristocracia. Al día siguiente, algunos militares le pidieron a Farrell, presidente de la Nación, que lo destituyera de todos su cargos. “Desgraciadamente vas a tener que renunciar”, le dijo el presidente por la noche. Una hora más tarde, de su puño y letra, renunciaba. A la mañana siguiente habló con 15 mil obreros que fueron a pedirle que no se fuera. Luego, por la radio. En la noche conducía su propio automóvil rumbo al Delta del Paraná. A su lado iba Evita, y en el asiento de atrás, Juan Duarte, el hermano de su amante, y Rudi Freude, el hijo del millonario alemán que le había regalado la casa de Belgrano.

En su ausencia, todos los bajos fondos de Buenos Aires comenzaron a impacientarse. Algunos de sus amigos fueron a buscarlo, pero no era para pedirle que volviera sino para apresarlo. Así, había dicho el presidente Farrell, lo salvarían de un asesinato. El 17 de octubre del año de 1945 Buenos Aires amaneció lleno de sol. La gente del pueblo, toda, fue atravesando la ciudad para romper la historia en dos. Formó la Revolución del 17 de Octubre tomándose la Plaza de Mayo con sus gritos hacia Perón, hacia Evita, con los torsos desnudos, subidos algunos en los árboles y otros con los pies dentro de las fuentes. Eran los “descamisados”. A las nueve de la noche, pasadas infinidad de negociaciones, Perón apareció en el balcón de la Casa Rosada para saludar y hablarle a su gente. Sobre el filo de la medianoche esa gente retornaba a sus hogares, ilusionada, convencida de que su voto haría presidente a ese hombre en poco tiempo, el 4 de junio del 46. Sin embargo, para ser presidente Perón tenía que casarse, y lo hizo, aunque hay mil testimonios diferentes sobre la ciudad y la fecha. Oficialmente, el casamiento civil entre el coronel y Eva María Duarte tuvo lugar en Junín el 22 de octubre de aquel año 45. Así consta en el registro civil, más allá de que algunos juren que el matrimonio se hizo en Buenos Aires con documentos falsificados.

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El primero fue el de la partida de bautismo de Evita. Originalmente aparecía con el nombre de Eva María Ibarguren, el apellido de su madre, nacida el 7 de mayo de 1919. Luego, como María Eva Duarte, nacida el 7 de mayo de 1922. La segunda falsedad de documento fue la del estado civil de Perón. Decía que era soltero, aunque todo el mundo supiera que era viudo. El matrimonio religioso se celebró el 10 de diciembre en la iglesia de San Francisco de la ciudad de La Plata a las 20.25. Ironías de la vida, esa fue la hora “oficial” de la muerte de Eva Perón, casi siete años más tarde.

Europa, el mito y la muerte

El 6 de junio de 1947 Eva Perón partía a Europa en un DC4 de Iberia. Era una mensajera de su marido y su país en un continente devastado por la Guerra. Europa los necesitaba a los tres. A Perón, a Evita y a la Argentina, los únicos en el mundo que podrían llenarlos de trigo y carne; los únicos que aceptarían en sus tierras a cuanto inmigrante quisiera o tuviera que llegar. Por eso, cuando Evita y su comitiva aterrizaron en Barajas, Madrid, tenía una escolta de 41 aviones de caza. Francisco Franco y su esposa Carmen la aguardaban en tierra. El “Generalísimo” había organizado hasta el último de los detalles para que el mundo quedara perplejo ante aquella visita. Desfiles, museos, miles de miles de personas con banderitas de Argentina y España, luces. Las avenidas que llevaban la caravana hasta el Palacio del Pardo estaban repletas de gente saludando, y la Plaza de Oriente, al otro día, albergaría a más de 200 mil personas. Sería la constante de aquel viaje: mucha gente, muchas sonrisas que aguardaban el espectáculo, y la belleza de Evita, su gentileza y su amor para salirse del protocolo e ir a visitar los barrios pobres. Lo hizo en Madrid y en Barcelona, en Roma y en París y en Lisboa. Cuando visitó El Escorial, por ejemplo, le dijo a la esposa del dictador: “Qué hogar para huérfanos podría hacerse aquí”. Ni Franco ni su esposa supieron qué hacer, cada vez más atónitos ante las salidas de la argentina. Igual, más él que ella, terminarían por lamentar el día de la partida de Eva Perón. Nunca, durante los ocho años que llevaban en el poder, el pueblo se había expresado tan naturalmente.

En Roma las cosas serían diferentes. Había quienes la amaban, pero también quienes la odiaban. A ella y a su esposo, ese Perón que les recordaba tanto a Benito Mussolini. No era casual que el argentino hubiera vivido en Italia unos años, y que allí, como agregado militar, hubiera querido conocer al Duce. Siempre lo admiró, igual que a Hitler. La gente lo sabía y ahora, ante su esposa, lo recordaban y criticaban, como lo harían al día siguiente cuando Eva Perón fue a visitar al Papa Pío XII. El Pontífice era cómplice de Perón en aquel asunto de los nazis, “la ruta de los monasterios” rumbo a Buenos Aires, pero por otro lado, tenía encima los ojos del mundo aristócrata, que detestaba a Eva, su pasado, su relación con los “menesterosos” “Cabecitas negras” y al fascista de su marido. La recibió 20 minutos, el mismo tiempo que concedía a las reinas, pero no le dio el título de marquesa que ella había soñado. Detrás de la escena había otra realidad, mucho más cruda. Eva Perón y Pío XII se habían reunido para tratar el asunto de Ante Pavelic, quien obtuvo una visa para ingresar a la Argentina el 5 de julio del 47.

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Llegó a Buenos Aires en septiembre, bajo el nombre de Aranjos Pal, vestido de sacerdote. Había sido el responsable de la muerte de 800 mil personas en los campos de concentración de Lobor, Jablanac, Pag y Senj durante la Segunda Guerra Mundial. Luego se supo que los servicios de inteligencia norteamericanos no habían querido detener a Pavelic por sus lazos con el Vaticano, especialmente a través de dos hombres: Pío XII y Giovanni Batista Montini, futuro Paulo VI. Eva Perón partió de Italia rumbo a Suiza. Sus cinco días allí fueron el mayor misterio de su vida. Se intuye que fue a arreglar los asuntos de la cuenta suiza del dinero de Martin Bormann y compañía, pero nadie tuvo nunca una prueba. Dijeron que su hermano Juan quedó como el único dueño de la verdad a su muerte, pero a Juan lo mataron en 1953, haciéndoles creer a los argentinos que había sido un suicidio. Muchos años después, al cadáver de Juan Domingo Perón le cercenaron las manos. Supuestamente, allí, en sus huellas digitales, estaban las claves de las cuentas. Todo, un enigma indescifrable que aún toca a la Argentina y a sus dirigentes. De Suiza, Evita fue a Portugal y luego, a Francia. Volvió a América por barco. El 23 de agosto, luego de haber pasado por Río de Janeiro y Montevideo, regresó a Buenos Aires. Era otra, una mujer con toda la energía y toda la seguridad que sabía lo que quería, y que intuía que le quedaban pocos años por vivir. Habló para su pueblo, “El lunes voy a estar de nuevo con ustedes, al pie del cañón”. Les dijo que los amaba, que los llevaba en su corazón, y que ella era apenas una mujer. Lloró. Su pueblo lloraría cinco años más tarde con su muerte.

El 7 de mayo del 52, día de su cumpleaños número 33, Evita pesaba 37 kilos. No se podía mantener en pie, pero al lado de su marido triunfante se había paseado por Buenos Aires en un descapotable. Dicen que la llevaban atada a un cinturón metálico, que le aumentaron sus dosis de morfina y le fabricaron un soporte de yeso. La gente comentaba que le habían enyesado la manga pues no había bajado su brazo durante todo el trayecto. Una semana antes había pronunciado el último de sus discursos desde la Casa Rosada. Se había arrastrado hasta el balcón con un vestido muy ancho que le ocultaba las llagas y los moretones de la quimioterapia. Su esposo la sostenía por la cintura. Al final de aquella tarde, la tomaría en sus manos para decir que “no había más que una muerta”. El cáncer de útero la había destruido físicamente, pero su energía estaba intacta. “Si es preciso, haremos justicia con nuestras propias manos”, gritó. Se refería a los enemigos de Perón, y de alguna manera, anticipaba lo que iría a ocurrir en el 55, cuando “La revolución Libertadora” lo derrocó.

De cualquier forma, Perón ganó las elecciones del 4 de junio para su segundo período. Ella había deseado ser su fórmula como vicepresidenta, pero el mismo Perón y los militares se habían opuesto. Ya vivía en un cuarto, aislada, lejos de su marido, que se negaba a verla, lejos de la gente que la amaba y se engañaba sobre su verdadero estado. El sábado 26 de julio de 1952, a las 11 de la mañana, su hermana Elisa fue a reemplazar a Blanca en la custodia. “Pobre vieja”, suspiró Evita. “¿Por qué pobre?”, preguntó su hermana, como si no entendiera, para luego decir que la vieja estaba bien. “Sí, ya lo sé. Lo digo porque Eva se va”, murmuró. Y se fue. El anuncio oficial sentenció que había fallecido a las 20.25, pero muchos creen que fue antes del mediodía. Otros, que ocurrió hacia las dos de la tarde. Más allá de la hora, ese sábado nació un mito que la Argentina jamás olvidará. El Gobierno ordenó luto por tres días, y la radio, cada vez que daban las 20.25, anunciaba la hora añadiendo: “Es la hora en la que Eva Perón entró en la inmortalidad”.

Evita Perón embalsamada

A sus espaldas, Perón había decidido embalsamarla. Para ello, contrató al español Pedro Ara, de quien decían había asesorado la momificación de Lenin. Ara demoró un año en su labor, desde el 27, cuando la peinaron y vistieron para dejarla en una urna sobre el vestíbulo de la Secretaría de Trabajo. Entre sus manos colocaron el rosario que le había regalado Pío XII, y sobre su pecho, la bandera argentina. Durante 13 días su gente fue a despedirla. Hicieron filas y filas y prendieron antorchas. El 9 de agosto la llevaron al Congreso, y luego a la CGT (Confederación General de Trabajo), escoltada de flores y de dos millones de personas. Por fin, quedó bajo las órdenes de Ara, quien por un tiempo la sumergió en unas extrañas piscinas que había mandado construir. En julio del 53 estuvo listo el cuerpo de Evita. Lo guardaron en la CGT, pero muy pocas personas podían verlo. “Parece dormida”, dijo Perón cuando la observó. El 16 de septiembre del 55, cuando el Presidente fue depuesto, Ara fue a buscarlo para saber qué podría hacer con Evita, pero se encontró con una respuesta tajante y fría: “Ya lo llamare”. Al día siguiente Perón estaba en Paraguay. Luego fue a Panamá, y por fin, a España. Con los militares en el poder, crecía el miedo a que aquel cuerpo fuera un mito. En medio de un operativo llamado “Evasión”, lo sacaron de la CGT el 24 de noviembre para desaparecerlo. Moori Koening, el ideólogo de aquel plan, lo llevó a su oficina, en el cuarto piso de la sede principal del Servicio de Inteligencia. La depositó en una caja de madera. Allí, en aquel despacho, se tejieron algunas de las historias más macabras que se puedan concebir. Había oficiales que iban a visitarla, borrachos, y mujeres que la besaban.

El general Aramburu, presidente de la Nación, creía que Evita estaba en el nicho que le habían asignado, el número 275. Cuando supo la verdad, destituyó a Koening y nombró como custodio al oficial Francisco Manrique, quien delegó la tarea en un coronel de apellido Cabanillas. Decidieron entonces enviarla a Europa, donde nadie supiera de su paradero. Cuando retornaron, le entregaron a Aramburu un sobre con los datos, pero el Presidente no lo quiso abrir y se lo dejó a un notario. Mucho tiempo después, a comienzos de los 70, cuando del Peronismo había surgido un grupo guerrillero llamado “Montoneros”, estos fueron con Aramburu para preguntarle por el cuerpo de Evita. El ex presidente les dijo que no lo sabía y fue ajusticiado. Los rebeldes emitieron un comunicado explicando que sólo entregarían sus restos cuando supieran dónde estaban los de Evita. El viejo notario amigo de Aramburu le llevó al entonces presidente Alejandro Lanusse el famoso sobre, y este envió una delegación a Italia.

El 2 de septiembre del 71, en Milán, hallaron la momia bajo el nombre de María Maggi. Luego, el cortejo fúnebre se dirigió a Madrid con el cuerpo de Eva Perón, donde permaneció en una buhardilla hasta el año de 1974. Al verlo, Perón exclamó: “Qué atorrantes”. El cuerpo tenía varias cuchilladas y tajos, la nariz rota, el cuello seccionado, un dedo cortado, el pecho acuchillado y las rótulas fracturadas. Al volver a Buenos Aires, Evita estuvo en la residencia presidencial de Olivos hasta el 76, cuando un nuevo golpe de estado la sacó de allí. Por fin, acabó en las manos de sus hermanas, quienes la enterraron en el cementerio de la Recoleta. Ya era un mito.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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