“Welding Madness”, exposición antológica de Feliza Bursztyn en Europa
Con la curaduría de Abigail Winograd y Marta Dziewanska, la exposición se abrió en diciembre en el Museo Susch, en Suiza. Incluye un libro, resultado de la extensa investigación que hicieron las curadoras con material de archivo y el corpus de obra que legó la artista.
Érika Martínez Cuervo
Cuando se piensa en Feliza Bursztyn (Bogotá, 1933 - París, 1982) de manera inevitable se evoca una forma revolucionaria de la escultura, en la bella y escandalosa imagen de una mujer soldando chatarra o pedazos de latas en la década del 70 y en el marco de una sociedad en su mayoría mojigata y machista. Entre alegatos, mamadera de gallo y cuestionamientos de una agudeza única, Feliza evadió las respuestas sobre el significado de sus obras y enredó a periodistas y críticos. Prefirió hablar con desenfado e ironía sobre los problemas enquistados en Colombia y de cómo lo político atravesaba todas las instancias de la vida. Ella era consciente —tal vez demasiado, para soportarlo en su cuerpo— de lo jodido que estaba su país y de las decisiones adversas que tomaban los gobiernos de turno para seguir beneficiando a las élites e instituciones que lo habían conducido por décadas. La escultura como lenguaje y su sagaz inteligencia fueron las herramientas con las que Bursztyn tradujo sus ideas voraces. Con materiales no maleables fue pionera de un lenguaje escultórico que sacudió al público por sus formas punzantes y la manera en que sus obras encarnan cierta belleza monstruosa.
En diciembre pasado, en el Museo Susch, en Suiza, fue inaugurada una exposición antológica que da cuenta de la vitalidad del trabajo de Feliza Bursztyn como artista y mujer irreverente. Una feminista a ultranza que rompió con todas las normas que la sociedad le imponía a una mujer en términos de roles y comportamientos. Con una investigación y trabajo de largo aliento, las curadoras internacionales Abigail Winograd y Marta Dziewanska se introdujeron durante tres años en el universo de Feliza, y con la asesoría de Camilo Leyva, artista e investigador colombiano experto en la escultora, desarrollaron un proyecto que reúne unas cincuenta esculturas, instalaciones, películas y material de archivo. La exhibición es la primera antológica de Feliza Bursztyn en Europa y la ubica como una de las escultoras más destacadas del siglo XX en América Latina. Winograd y Dziewanska revivieron el espíritu contemporáneo de la artista, su legado crítico en medio de una sociedad patriarcal y católica, su pensamiento de izquierda, sus intercambios intensos con el contexto internacional y el hecho de haber retado los límites de la escultura como lenguaje. Esta metáfora es reveladora de su desafío al contexto en el que decidió hacerse artista: “Porque yo sí creo que vivimos en un mundo machista, ser escultor y no ser hombre es muy difícil”, enfatizó Feliza en 1979. Fue tildada de loca, categoría con la que se ha estigmatizado a las mujeres que han quebrado el deber ser femenino. Feliza, en su momento, se pronunció al respecto: “aproveché lo de loca e insistí en ello para hacer lo que quería” y fue con ese juego determinante que dejó salir de sus entrañas su ser, con el que se le paró de frente al mundo.
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Welding Madness (Soldando la locura) reconoce a Feliza Bursztyn como una de las pioneras del abstraccionismo en Latinoamérica y a su vez como una artista que abrió debates en torno al arte conceptual en Colombia y la región. Aunque incategorizable, su obra estuvo influenciada por los conocimientos y la experiencia que adquirió cuando vivió en París y fue estudiante entre 1956 y 1958 de quien llamaría su maestro, el escultor Ossip Zadkine. Allí Bursztyn fue testigo de los efectos de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto en la producción artística europea, así como de los desafíos brutales que en términos estéticos imponía un contexto fragmentado y confuso. Bien enunció el dramaturgo Bertolt Brecht que “la dislocación del mundo es el tema del arte”. La escultora confrontó esa dislocación una y otra vez. En posterior estadía en París, aprendió con César Baldaccini sobre la posibilidad de crear con materiales residuales, asumió que las ideas sobreviven a la ruina del mundo y a la precariedad de los contextos y lo apropió como filosofía de vida. Sus famosas esculturas hechas con chatarra fueron el resultado de búsquedas incisivas y de su personalidad férrea y ética.
Cuando regresó a Colombia, decidió poner en práctica los aprendizajes que traía y con sus aparatosas obras se pronunció —cómo solo lo sabe hacer la poética— sobre el drama de su entorno más próximo: la violencia, ese fenómeno sociopolítico que la llevaría al exilio en 1981.
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La exposición en Suiza muestra varias de sus series más reconocidas: “Las camas”, “Las histéricas”, “Chatarras”, “Minimáquinas” y “Esculturas de color”, obras realizadas entre 1960 y 1980. El recorrido de las salas no responde a una narrativa cronológica, sino que introduce al espectador en una “puesta en escena” de las series; se exhiben a la vez en espacios transitorios piezas que realzan la fuerza metafórica que constituye el montaje como “imagen total”. Es fundamental la presencia de La baila mecánica (1979), instalación, propiedad de la Tate Gallery (Londres), que fue restaurada para este proyecto y se exhibe en su versión original por primera vez después de cuarenta años; está constituida por cinco esculturas-personajes cuyo sistema eléctrico las hace “bailar” un ballet mecánico, ambientado con música del compositor medieval francés Perotinus Magnus (siglo XII). Sobre esta obra señalan las curadoras: “Hay algo antimonumental e inquietante en estas figuras veladas, motorizadas, inestables y precarias. Los cables eléctricos visibles, unidos a cada figura, agregan una cualidad siniestra. En su momento, La baila mecánica pudo haber evocado imágenes de violenta represión: después de su elección, en 1978, el presidente Julio César Turbay Ayala instituyó el Estatuto de Seguridad, en respuesta al crecimiento de los movimientos guerrilleros marxistas”.
El bebé de Rosemary (1972) es otra de las instalaciones centrales; obra homónima de la película de Roman Polanski con la que Feliza levanta una imagen perturbadora que alude a su fascinación por las ideas freudianas, además de evocar su experiencia como madre y mujer abusada en su primer matrimonio. Las películas Azilef (c. 1969) y Hoy Feliza (c. 1970), del director Ernesto Arocha, y Las camas de Feliza (1964) de José María Arzuaga, son dos de las tres producciones cinematográficas que abren lecturas posibles sobre la persona prolífica que fue Feliza y que, además, dan cuenta de su interés por lo interdisciplinario. Para nadie es un secreto que estuvo rodeada de los artistas e intelectuales de su época, que encontraron en ella una cómplice única y la posibilidad fascinante de crear en colectivo. Resulta imposible referirse a todas las obras que constituyen la exposición; lo que sí es seguro es que la propuesta curatorial recrea el espíritu de una mujer que se entregó al arte con las vísceras, hizo del humor su expresión mordaz en público, lloró en silencio las atrocidades producidas por una violencia nacional irresoluble y tuvo que exiliarse por pensar distinto y ante las amenazas del Estado. Feliza murió en París en 1982 mientras cenaba con su esposo Pablo Leyva, Gabriel García Márquez, Mercedes Barcha, Enrique Santos y María Teresa Rubino: “De pronto, vieron cómo Feliza dejó caer su cabeza sobre la mesa, despacio y suave, y quedó ahí como apoyada, como dormida”, relataría Gabo tiempo después. Una imagen cinematográfica, implacable y terrible. Manifestó Pier Paolo Pasolini: “Una vida, con todas sus acciones, solo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece... El tiempo no es el de la vida cuando se vive, sino el de la vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y puede muy bien ser el de la historia de un filme (...)”.
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Las histéricas de Feliza siguen vibrando en el presente, con más intensidad aún. Esa aterradora y seductora imagen del cuerpo femenino retorciéndose a la vista de todos, ese orgasmo que son todos los orgasmos, que es muerte y renacimiento; la fatalidad hermosa de los cuerpos vivos. La monstruosidad creativa de Feliza es un eterno retorno que tiene su origen en esa materia muerta: la chatarra con la que hizo poesía.
Cuando se piensa en Feliza Bursztyn (Bogotá, 1933 - París, 1982) de manera inevitable se evoca una forma revolucionaria de la escultura, en la bella y escandalosa imagen de una mujer soldando chatarra o pedazos de latas en la década del 70 y en el marco de una sociedad en su mayoría mojigata y machista. Entre alegatos, mamadera de gallo y cuestionamientos de una agudeza única, Feliza evadió las respuestas sobre el significado de sus obras y enredó a periodistas y críticos. Prefirió hablar con desenfado e ironía sobre los problemas enquistados en Colombia y de cómo lo político atravesaba todas las instancias de la vida. Ella era consciente —tal vez demasiado, para soportarlo en su cuerpo— de lo jodido que estaba su país y de las decisiones adversas que tomaban los gobiernos de turno para seguir beneficiando a las élites e instituciones que lo habían conducido por décadas. La escultura como lenguaje y su sagaz inteligencia fueron las herramientas con las que Bursztyn tradujo sus ideas voraces. Con materiales no maleables fue pionera de un lenguaje escultórico que sacudió al público por sus formas punzantes y la manera en que sus obras encarnan cierta belleza monstruosa.
En diciembre pasado, en el Museo Susch, en Suiza, fue inaugurada una exposición antológica que da cuenta de la vitalidad del trabajo de Feliza Bursztyn como artista y mujer irreverente. Una feminista a ultranza que rompió con todas las normas que la sociedad le imponía a una mujer en términos de roles y comportamientos. Con una investigación y trabajo de largo aliento, las curadoras internacionales Abigail Winograd y Marta Dziewanska se introdujeron durante tres años en el universo de Feliza, y con la asesoría de Camilo Leyva, artista e investigador colombiano experto en la escultora, desarrollaron un proyecto que reúne unas cincuenta esculturas, instalaciones, películas y material de archivo. La exhibición es la primera antológica de Feliza Bursztyn en Europa y la ubica como una de las escultoras más destacadas del siglo XX en América Latina. Winograd y Dziewanska revivieron el espíritu contemporáneo de la artista, su legado crítico en medio de una sociedad patriarcal y católica, su pensamiento de izquierda, sus intercambios intensos con el contexto internacional y el hecho de haber retado los límites de la escultura como lenguaje. Esta metáfora es reveladora de su desafío al contexto en el que decidió hacerse artista: “Porque yo sí creo que vivimos en un mundo machista, ser escultor y no ser hombre es muy difícil”, enfatizó Feliza en 1979. Fue tildada de loca, categoría con la que se ha estigmatizado a las mujeres que han quebrado el deber ser femenino. Feliza, en su momento, se pronunció al respecto: “aproveché lo de loca e insistí en ello para hacer lo que quería” y fue con ese juego determinante que dejó salir de sus entrañas su ser, con el que se le paró de frente al mundo.
Le invitamos a leer: Piedad Bonnett sobre “Una soledad demasiado ruidosa”: leer para pensar
Welding Madness (Soldando la locura) reconoce a Feliza Bursztyn como una de las pioneras del abstraccionismo en Latinoamérica y a su vez como una artista que abrió debates en torno al arte conceptual en Colombia y la región. Aunque incategorizable, su obra estuvo influenciada por los conocimientos y la experiencia que adquirió cuando vivió en París y fue estudiante entre 1956 y 1958 de quien llamaría su maestro, el escultor Ossip Zadkine. Allí Bursztyn fue testigo de los efectos de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto en la producción artística europea, así como de los desafíos brutales que en términos estéticos imponía un contexto fragmentado y confuso. Bien enunció el dramaturgo Bertolt Brecht que “la dislocación del mundo es el tema del arte”. La escultora confrontó esa dislocación una y otra vez. En posterior estadía en París, aprendió con César Baldaccini sobre la posibilidad de crear con materiales residuales, asumió que las ideas sobreviven a la ruina del mundo y a la precariedad de los contextos y lo apropió como filosofía de vida. Sus famosas esculturas hechas con chatarra fueron el resultado de búsquedas incisivas y de su personalidad férrea y ética.
Cuando regresó a Colombia, decidió poner en práctica los aprendizajes que traía y con sus aparatosas obras se pronunció —cómo solo lo sabe hacer la poética— sobre el drama de su entorno más próximo: la violencia, ese fenómeno sociopolítico que la llevaría al exilio en 1981.
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La exposición en Suiza muestra varias de sus series más reconocidas: “Las camas”, “Las histéricas”, “Chatarras”, “Minimáquinas” y “Esculturas de color”, obras realizadas entre 1960 y 1980. El recorrido de las salas no responde a una narrativa cronológica, sino que introduce al espectador en una “puesta en escena” de las series; se exhiben a la vez en espacios transitorios piezas que realzan la fuerza metafórica que constituye el montaje como “imagen total”. Es fundamental la presencia de La baila mecánica (1979), instalación, propiedad de la Tate Gallery (Londres), que fue restaurada para este proyecto y se exhibe en su versión original por primera vez después de cuarenta años; está constituida por cinco esculturas-personajes cuyo sistema eléctrico las hace “bailar” un ballet mecánico, ambientado con música del compositor medieval francés Perotinus Magnus (siglo XII). Sobre esta obra señalan las curadoras: “Hay algo antimonumental e inquietante en estas figuras veladas, motorizadas, inestables y precarias. Los cables eléctricos visibles, unidos a cada figura, agregan una cualidad siniestra. En su momento, La baila mecánica pudo haber evocado imágenes de violenta represión: después de su elección, en 1978, el presidente Julio César Turbay Ayala instituyó el Estatuto de Seguridad, en respuesta al crecimiento de los movimientos guerrilleros marxistas”.
El bebé de Rosemary (1972) es otra de las instalaciones centrales; obra homónima de la película de Roman Polanski con la que Feliza levanta una imagen perturbadora que alude a su fascinación por las ideas freudianas, además de evocar su experiencia como madre y mujer abusada en su primer matrimonio. Las películas Azilef (c. 1969) y Hoy Feliza (c. 1970), del director Ernesto Arocha, y Las camas de Feliza (1964) de José María Arzuaga, son dos de las tres producciones cinematográficas que abren lecturas posibles sobre la persona prolífica que fue Feliza y que, además, dan cuenta de su interés por lo interdisciplinario. Para nadie es un secreto que estuvo rodeada de los artistas e intelectuales de su época, que encontraron en ella una cómplice única y la posibilidad fascinante de crear en colectivo. Resulta imposible referirse a todas las obras que constituyen la exposición; lo que sí es seguro es que la propuesta curatorial recrea el espíritu de una mujer que se entregó al arte con las vísceras, hizo del humor su expresión mordaz en público, lloró en silencio las atrocidades producidas por una violencia nacional irresoluble y tuvo que exiliarse por pensar distinto y ante las amenazas del Estado. Feliza murió en París en 1982 mientras cenaba con su esposo Pablo Leyva, Gabriel García Márquez, Mercedes Barcha, Enrique Santos y María Teresa Rubino: “De pronto, vieron cómo Feliza dejó caer su cabeza sobre la mesa, despacio y suave, y quedó ahí como apoyada, como dormida”, relataría Gabo tiempo después. Una imagen cinematográfica, implacable y terrible. Manifestó Pier Paolo Pasolini: “Una vida, con todas sus acciones, solo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece... El tiempo no es el de la vida cuando se vive, sino el de la vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y puede muy bien ser el de la historia de un filme (...)”.
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Las histéricas de Feliza siguen vibrando en el presente, con más intensidad aún. Esa aterradora y seductora imagen del cuerpo femenino retorciéndose a la vista de todos, ese orgasmo que son todos los orgasmos, que es muerte y renacimiento; la fatalidad hermosa de los cuerpos vivos. La monstruosidad creativa de Feliza es un eterno retorno que tiene su origen en esa materia muerta: la chatarra con la que hizo poesía.