Falleció Julio Sánchez Vanegas, el hombre que creó todo lo que quiso que existiera
A propósito de la muerte del locutor de radio y empresario, presentamos algunos testimonios de familiares y profesionales sobre quien, desde cero, creó un camino que lo convirtió en uno de los referentes más importantes de los medios de comunicación en Colombia.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Que no pontificaba. Que hacía. En vez de dictar cátedra, hacía. Les demostró a sus hijos y a todas aquellas personas que quisieron observarlo de cerca para aprender o seguirlo que nada era imposible, y no precisamente por algún asunto mágico, sino porque hacía todo lo que estuviese a su alcance para que lo que quisiera dejara de ser sueño y se convirtiera en algo para tocar, para entregar. Julio E. Sánchez Vanegas no daba consejos, daba ejemplo.
“Nunca le tuvo miedo a nada”, dijo su hijo Gerardo Sánchez Cristo. La mayor enseñanza que le dejó su papá fue la certeza de que todo lo que quisiera hacer era posible, siempre, por más difícil que pareciera. Dijo que él ni ninguno de sus hermanos se acercaron al nivel de trabajo, realización y logros de su padre. Que está convencido de que no le “llegan ni a los tobillos”: “Yo hubiese querido ser así, tener esa historia”. Afirmó, además, que no podría decir nada malo de su padre, que no podría hablar de defectos y que, más allá de su trabajo, no recuerda que tuviese otras pasiones o distracciones.
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De los Sánchez Cristo se han dicho cosas buenas y malas. Que son una de las familias más importantes para los medios de comunicación en Colombia, que sus aportes a la televisión y la radio han sido determinantes. Que son figuras, referentes. También se ha dicho que son distantes, engreídos. A veces, han caído mal. Gerardo lo supo desde hace mucho. Desde hace años fue consciente de las impresiones que podían despertar. Pero ya no sufre: sabe quién es y quiénes son sus hermanos. Sobre todo, sabe quién fue padre, que tuvo una vida muy distinta. Piensa en que, por ejemplo, de ellos podría decirse que gastan sin muchos límites o remordimientos. De su papá nunca: “A nosotros nos tocaron las cosas fáciles. Somos conscientes del valor del dinero, pero no como él, que nació sin tenerlo. Que lo consiguió por sus propios méritos”.
En su casa, los hijos siempre fueron primero. En la mesa tenían la comida servida antes que su madre y su padre. Si no hubiese habido, los mayores habrían dicho que no tenían hambre, o simplemente no habrían comido. Y en esas comidas, a veces salían historias de los inicios del padre: “¿Cómo es que alguien consigue los derechos de Miss Universo en Estados Unidos sin hablar ni una gota de inglés?”, se preguntó. Y se maravilló. A Gerardo la voz le cambió cuando volvió a ser consciente de que su padre fue su padre. Aseguró que jamás hubo presiones para que ninguno de ellos estudiara algo relacionado con Producciones JES, su empresa. Que se les respetó su libertad.
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De su infancia recordó el carro en que todos los domingos los llevaba hacia el norte de Bogotá a comer morcilla o un asado con cerdo. Dijo que su papá nunca tuvo que hablar mucho sobre la rectitud o la honestidad, que eso se los inculcó por medio de sus actos. Que el mayor mérito de su padre fue hacerlo todo desde la absoluta nada.
Armando Plata, locutor colombiano, estuvo de acuerdo. Supo de don Julio, como le dijo, en 1969. Él tenía 19 años y Sánchez Vanegas ya era un hombre reconocido en la radio y la televisión. Lo admiraba por su emisora de música instrumental y canciones en inglés, Emisoras Monserrate, que para él era algo muy distinto a lo que había en el momento por su potencia, programación y estilo. Le parecía muy universal. Creía que era una radio actualizada, viva.
En 1970, Sánchez supo de él porque necesitaba un locutor que tuviera visa y hablara inglés. Otto Greiffenstein era quien inicialmente viajaría con él a cubrir la transmisión de Miss Universo, pero se enfermó. Alguien le habló de Plata, así que se comunicó y le hizo un examen por teléfono, lo pasó y viajaron. Desde ese momento, la proximidad entre ellos fue cada vez mayor. Como Plata era tan joven, se quedaba en el hotel cuando Sánchez y el “Turco” París, otro locutor muy reconocido en Colombia que viajó con ellos, salían a tomarse unos tragos. “Te traemos una chupeta”, le decía Sánchez, y desde ese momento, para referirse a Plata, se habla del “Chupo”. Así le dicen.
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Cuando Armando Plata era muy joven, Sánchez Vanegas ya era muy grande. Joven y todo, el primero ya estaba leyendo noticias en una emisora como Caracol Radio, que era una de las más grandes del país. El segundo, Sánchez, ya era gigante. Cuando se conocieron en persona, también se dejó ver grande. Sencillo y con un gran sentido del humor, se acercó a su nuevo pupilo para demostrarle lo que ya habían visto sus hijos: nada es imposible.
En alguna de las primeras transmisiones en las que trabajaron juntos, Plata salió corriendo detrás de Steve McQueen y le dijo que le había prometido a su jefe, “ese señor que está allá”, que lo entrevistaría. Que si no lo lograba, lo echaban del trabajo. McQueen contestó las preguntas.
Se armó un grupo de cuatro figuras de la radio: Enrique el “Turco” París, Otto Greiffenstein, Julio Sánchez Vanegas y Armando el “Chupo” Plata. Una vez por semana, salían a almorzar. Coincidían en estrenos de películas, encuentros deportivos, etc. Los eventos familiares también eran otra excusa para verse. “De cierta forma, me siento como un miembro o un protegido de esa familia”, contó Plata.
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Sobre los placeres de Sánchez, Plata coincidió con Gerardo: su trabajo. “Era un hombre que respiraba pasión por lo que hacía”. Cuenta que lo acompañó a México. Fueron a Televisa y él se sentó a esperar a que su jefe terminara de hablar con alguien, quien se despidió de ambos después de conversar con Sánchez sobre televisión a color y otras cosas técnicas. Años después, Plata reconoció al señor: era Emilio Azcárraga, a quien le decían el “Tigre”, el hombre más importante de los medios de comunicación en México.
Jorge Barón tenía 20 años cuando conoció a Julio Sánchez Vanegas, que tenía 40, aproximadamente.
—¿Usted quiere ser locutor? —Claro, don Julio —dijo Barón. —Venga y haga una prueba. Ah, ¿y sabe escribir a máquina?
—Perfectamente, don Julio —mintió Barón. Porque locutor sí, sí quería. Y escribir sí, también, pero no sabía. Eso sí, antes de conocer a Sánchez Vanegas, ya compartía una certeza: nada es imposible. Por esa convicción fue que los dos, cada uno con sus méritos, logros, tropiezos y fracasos, llegaron a ser referentes de la radio y la televisión colombianas. Y por esa convicción, además, Barón sintió que había alcanzado una de sus mayores metas como profesional el día en que Sánchez le pidió que le cargara unas bolsas hasta el parqueadero. Como a todo, dijo que sí: entraba a la oficina (al lado de la de Sánchez) a las 8 de la mañana y salía a las 2 de la madrugada. Podría dejar de dormir, pero jamás se le cruzó decepcionar a su jefe, a quien le cumplió a punta de chuzar la máquina como pudo.
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“En la programación debe ir el nombre del disco en físico. Después el corte, luego el nombre del artista, sigue el nombre del compositor, nombre de la canción y el lado donde está en el disco”, le explicaba Sánchez a Barón, que recuerda que su jefe tenía un Chevrolet del que había eliminado todas las emisoras del dial, excepto La Voz de Colombia. “Era una entrega total”.
Llamaba a los clientes y les vendía por teléfono espacios en sus programas. Y así fue como Barón entendió que también quería ser empresario, así fue como entendió que eso se podía. Así, de hecho, sigue consiguiendo sus clientes.
“Fue un gran maestro y yo fui uno de sus mayores alumnos, sin él saberlo. Tal vez no percibía que yo estaba tan atento a sus métodos para todo. Hasta cómo se movía y hablaba. Me acostumbré a trabajar los sábados por él, por ejemplo”.
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Le prohibió decirle don Julio. “Ese es el del Ley”, le dijo. Como Gerardo Sánchez y Plata, aprendió de él mirándolo. No tenía que aconsejarlo porque su coherencia era visible. De hecho, de las más evidentes que ha conocido, porque bien se sabe que esa podría ser la aspiración más alta para la condición humana, tan llena de contradicciones. Pero habló de algunos consejos que recibió de Sánchez: no gastar todo el dinero que tuviera para un proyecto, no enloquecerse con las primeras ganancias que recibiera y no negociar la rectitud, su mayor garantía.
Jorge Barón se demoró mucho más tiempo del que tuvo que demorarse haciendo aquellas programaciones. En esa máquina, Julio Sánchez Cristo, uno de los hijos de Sánchez Vanegas, jugó durante un tiempo cuando fue un niño. En esa máquina, Barón aprendió a perseverar para, además de ser locutor, convertirse en empresario, así como su ídolo, como su jefe, que estaba a una oficina de distancia. Lo consiguió porque alguien le demostró que era posible.
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Duró años recibiendo ganancias, teniendo recursos para comprarse un carro, pero eligiendo el bus. Duró años persistiendo porque conoció a otro que, como él, había llegado de un pueblo a la gran ciudad. Y como él, no sabía mucho, no tenía nada. Como él, se inventó todo lo que ni siquiera le habían dicho que era imposible, porque ni lo habían imaginado. Fueron años en los que lo crearon todo.
Vanegas, que no habló inglés ni creció en medio de lujos, le abrió el camino a todo lo que quiso crear. Le abrió el camino a todo lo que quiso que existiera.
Que no pontificaba. Que hacía. En vez de dictar cátedra, hacía. Les demostró a sus hijos y a todas aquellas personas que quisieron observarlo de cerca para aprender o seguirlo que nada era imposible, y no precisamente por algún asunto mágico, sino porque hacía todo lo que estuviese a su alcance para que lo que quisiera dejara de ser sueño y se convirtiera en algo para tocar, para entregar. Julio E. Sánchez Vanegas no daba consejos, daba ejemplo.
“Nunca le tuvo miedo a nada”, dijo su hijo Gerardo Sánchez Cristo. La mayor enseñanza que le dejó su papá fue la certeza de que todo lo que quisiera hacer era posible, siempre, por más difícil que pareciera. Dijo que él ni ninguno de sus hermanos se acercaron al nivel de trabajo, realización y logros de su padre. Que está convencido de que no le “llegan ni a los tobillos”: “Yo hubiese querido ser así, tener esa historia”. Afirmó, además, que no podría decir nada malo de su padre, que no podría hablar de defectos y que, más allá de su trabajo, no recuerda que tuviese otras pasiones o distracciones.
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De los Sánchez Cristo se han dicho cosas buenas y malas. Que son una de las familias más importantes para los medios de comunicación en Colombia, que sus aportes a la televisión y la radio han sido determinantes. Que son figuras, referentes. También se ha dicho que son distantes, engreídos. A veces, han caído mal. Gerardo lo supo desde hace mucho. Desde hace años fue consciente de las impresiones que podían despertar. Pero ya no sufre: sabe quién es y quiénes son sus hermanos. Sobre todo, sabe quién fue padre, que tuvo una vida muy distinta. Piensa en que, por ejemplo, de ellos podría decirse que gastan sin muchos límites o remordimientos. De su papá nunca: “A nosotros nos tocaron las cosas fáciles. Somos conscientes del valor del dinero, pero no como él, que nació sin tenerlo. Que lo consiguió por sus propios méritos”.
En su casa, los hijos siempre fueron primero. En la mesa tenían la comida servida antes que su madre y su padre. Si no hubiese habido, los mayores habrían dicho que no tenían hambre, o simplemente no habrían comido. Y en esas comidas, a veces salían historias de los inicios del padre: “¿Cómo es que alguien consigue los derechos de Miss Universo en Estados Unidos sin hablar ni una gota de inglés?”, se preguntó. Y se maravilló. A Gerardo la voz le cambió cuando volvió a ser consciente de que su padre fue su padre. Aseguró que jamás hubo presiones para que ninguno de ellos estudiara algo relacionado con Producciones JES, su empresa. Que se les respetó su libertad.
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De su infancia recordó el carro en que todos los domingos los llevaba hacia el norte de Bogotá a comer morcilla o un asado con cerdo. Dijo que su papá nunca tuvo que hablar mucho sobre la rectitud o la honestidad, que eso se los inculcó por medio de sus actos. Que el mayor mérito de su padre fue hacerlo todo desde la absoluta nada.
Armando Plata, locutor colombiano, estuvo de acuerdo. Supo de don Julio, como le dijo, en 1969. Él tenía 19 años y Sánchez Vanegas ya era un hombre reconocido en la radio y la televisión. Lo admiraba por su emisora de música instrumental y canciones en inglés, Emisoras Monserrate, que para él era algo muy distinto a lo que había en el momento por su potencia, programación y estilo. Le parecía muy universal. Creía que era una radio actualizada, viva.
En 1970, Sánchez supo de él porque necesitaba un locutor que tuviera visa y hablara inglés. Otto Greiffenstein era quien inicialmente viajaría con él a cubrir la transmisión de Miss Universo, pero se enfermó. Alguien le habló de Plata, así que se comunicó y le hizo un examen por teléfono, lo pasó y viajaron. Desde ese momento, la proximidad entre ellos fue cada vez mayor. Como Plata era tan joven, se quedaba en el hotel cuando Sánchez y el “Turco” París, otro locutor muy reconocido en Colombia que viajó con ellos, salían a tomarse unos tragos. “Te traemos una chupeta”, le decía Sánchez, y desde ese momento, para referirse a Plata, se habla del “Chupo”. Así le dicen.
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Cuando Armando Plata era muy joven, Sánchez Vanegas ya era muy grande. Joven y todo, el primero ya estaba leyendo noticias en una emisora como Caracol Radio, que era una de las más grandes del país. El segundo, Sánchez, ya era gigante. Cuando se conocieron en persona, también se dejó ver grande. Sencillo y con un gran sentido del humor, se acercó a su nuevo pupilo para demostrarle lo que ya habían visto sus hijos: nada es imposible.
En alguna de las primeras transmisiones en las que trabajaron juntos, Plata salió corriendo detrás de Steve McQueen y le dijo que le había prometido a su jefe, “ese señor que está allá”, que lo entrevistaría. Que si no lo lograba, lo echaban del trabajo. McQueen contestó las preguntas.
Se armó un grupo de cuatro figuras de la radio: Enrique el “Turco” París, Otto Greiffenstein, Julio Sánchez Vanegas y Armando el “Chupo” Plata. Una vez por semana, salían a almorzar. Coincidían en estrenos de películas, encuentros deportivos, etc. Los eventos familiares también eran otra excusa para verse. “De cierta forma, me siento como un miembro o un protegido de esa familia”, contó Plata.
Podría interesarle escuchar: Mario Mendoza: “Hay que desconfiar de la gente que sufre demasiado”
Sobre los placeres de Sánchez, Plata coincidió con Gerardo: su trabajo. “Era un hombre que respiraba pasión por lo que hacía”. Cuenta que lo acompañó a México. Fueron a Televisa y él se sentó a esperar a que su jefe terminara de hablar con alguien, quien se despidió de ambos después de conversar con Sánchez sobre televisión a color y otras cosas técnicas. Años después, Plata reconoció al señor: era Emilio Azcárraga, a quien le decían el “Tigre”, el hombre más importante de los medios de comunicación en México.
Jorge Barón tenía 20 años cuando conoció a Julio Sánchez Vanegas, que tenía 40, aproximadamente.
—¿Usted quiere ser locutor? —Claro, don Julio —dijo Barón. —Venga y haga una prueba. Ah, ¿y sabe escribir a máquina?
—Perfectamente, don Julio —mintió Barón. Porque locutor sí, sí quería. Y escribir sí, también, pero no sabía. Eso sí, antes de conocer a Sánchez Vanegas, ya compartía una certeza: nada es imposible. Por esa convicción fue que los dos, cada uno con sus méritos, logros, tropiezos y fracasos, llegaron a ser referentes de la radio y la televisión colombianas. Y por esa convicción, además, Barón sintió que había alcanzado una de sus mayores metas como profesional el día en que Sánchez le pidió que le cargara unas bolsas hasta el parqueadero. Como a todo, dijo que sí: entraba a la oficina (al lado de la de Sánchez) a las 8 de la mañana y salía a las 2 de la madrugada. Podría dejar de dormir, pero jamás se le cruzó decepcionar a su jefe, a quien le cumplió a punta de chuzar la máquina como pudo.
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“En la programación debe ir el nombre del disco en físico. Después el corte, luego el nombre del artista, sigue el nombre del compositor, nombre de la canción y el lado donde está en el disco”, le explicaba Sánchez a Barón, que recuerda que su jefe tenía un Chevrolet del que había eliminado todas las emisoras del dial, excepto La Voz de Colombia. “Era una entrega total”.
Llamaba a los clientes y les vendía por teléfono espacios en sus programas. Y así fue como Barón entendió que también quería ser empresario, así fue como entendió que eso se podía. Así, de hecho, sigue consiguiendo sus clientes.
“Fue un gran maestro y yo fui uno de sus mayores alumnos, sin él saberlo. Tal vez no percibía que yo estaba tan atento a sus métodos para todo. Hasta cómo se movía y hablaba. Me acostumbré a trabajar los sábados por él, por ejemplo”.
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Le prohibió decirle don Julio. “Ese es el del Ley”, le dijo. Como Gerardo Sánchez y Plata, aprendió de él mirándolo. No tenía que aconsejarlo porque su coherencia era visible. De hecho, de las más evidentes que ha conocido, porque bien se sabe que esa podría ser la aspiración más alta para la condición humana, tan llena de contradicciones. Pero habló de algunos consejos que recibió de Sánchez: no gastar todo el dinero que tuviera para un proyecto, no enloquecerse con las primeras ganancias que recibiera y no negociar la rectitud, su mayor garantía.
Jorge Barón se demoró mucho más tiempo del que tuvo que demorarse haciendo aquellas programaciones. En esa máquina, Julio Sánchez Cristo, uno de los hijos de Sánchez Vanegas, jugó durante un tiempo cuando fue un niño. En esa máquina, Barón aprendió a perseverar para, además de ser locutor, convertirse en empresario, así como su ídolo, como su jefe, que estaba a una oficina de distancia. Lo consiguió porque alguien le demostró que era posible.
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Duró años recibiendo ganancias, teniendo recursos para comprarse un carro, pero eligiendo el bus. Duró años persistiendo porque conoció a otro que, como él, había llegado de un pueblo a la gran ciudad. Y como él, no sabía mucho, no tenía nada. Como él, se inventó todo lo que ni siquiera le habían dicho que era imposible, porque ni lo habían imaginado. Fueron años en los que lo crearon todo.
Vanegas, que no habló inglés ni creció en medio de lujos, le abrió el camino a todo lo que quiso crear. Le abrió el camino a todo lo que quiso que existiera.