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Escribo esto (comencé a escribirlo) un mes y un día después de que Israel comenzara su ofensiva genocida en Gaza tras los ataques de Hamas el 7 de octubre de 2023. Para ese momento, incluso quienes insistían en defender y apoyar a Israel no podían ocultar que lo hacían (y lo siguen haciendo) solamente por el cinismo que exige la política o, peor aún, por un convencimiento profundo de que someter a un pueblo entero a semejantes grados de crueldad es legítimo.
Durante los ya más de tres meses que le ha tomado a un considerable número de personas sensatas entender — o peor: resignarse a aceptar — que lo que estamos viendo es (y ha sido) un genocidio, Israel ya ha matado a 26.751 personas, entre las que se cuentan al menos 10.000 niños. En los siempre objetivos términos del utilitarismo liberal, eso son 23.5 palestinos asesinados por cada uno de los 1.139 israelíes que murieron en los ataques del 7 de octubre a manos de Hamas y del Ejército Israelí. Quién sabe cuánto más aumentará ese ratio, según sienta Netanyahu que puede seguir intensificando el genocidio sin consecuencias de ningún tipo.
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Pero no quiero hablar de la Nakba, el genocidio palestino (actualmente en fase de intensificación), sino del genocidio que vivió el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial, cometido por el régimen Nazi con la muy importante colaboración de amplios sectores políticos y sociales de los países que ocuparon. En la cultura popular se le conoce como el Holocausto, pero los judíos lo llaman la Shoah. Se trata, sin lugar a dudas, del hecho histórico más representado y referenciado, y por lo tanto más relevante, para las sociedades occidentales a partir de la segunda mitad del siglo XX. La Shoah se ha erigido como un punto de inflexión para Occidente entero. De manera deliberada y cuidadosamente planeada, el régimen Nazi organizó el aparato industrial alemán y lo puso al servicio del exterminio. Cuando finalmente fue detenida, la Solución Final (que era como los nazis llamaban al genocidio que cometían) había aniquilado, en el nombre de una inexistente pureza racial y de la realización de un destino supuestamente prescrito en el orden natural de la existencia, a más de seis millones de judíos europeos y a, por lo menos, 5.5 millones de población no-judía en campos de concentración y de exterminio en distintas regiones de Europa. En cuanto comenzó a saberse la magnitud de los crímenes del nazismo (y de sus colaboradores en Francia, Países-Bajos, Dinamarca…), el Holocausto rápidamente se convirtió en el objeto de estudio más importante para el pensamiento occidental de la segunda mitad del siglo XX. Las potencias occidentales necesitaban explicarles al mundo — y a sí mismas, sobre todo — cómo había sido posible una maldad semejante, cómo un proyecto tan brutal, tan devastador, tan maligno había ocurrido con el consentimiento más o menos explícito de amplios sectores sociales y políticos en Alemania y en los países ocupados o aliados.
No existe un enemigo más identificable ni con el que sea tan fácil antagonizar y posicionarse moralmente. El nazismo es malo. ¿Por qué es malo? Porque intentó aniquilar a los judíos. Adolf Hitler o cualquier otro miembro de la cúpula Nazi son los villanos por excelencia. Todo el que se oponga a ellos ha de ser bueno, porque los nazis son la definición misma de maldad. Sólo un nazi pensaría en cometer un genocidio. No existe (y de eso se ha encargado la integralidad de la Industria Cultural occidental) un ejemplo más paradigmático de maldad, de sinrazón, de crueldad.
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En principio, esto no es algo indeseable. Todas las sociedades necesitan referentes categóricos de moralidad. Imágenes, historias, mitos, personajes que sirvan como referentes de lo bueno y lo malo. Pero que el ejemplo paradigmático de maldad de las sociedades occidentales sea la Shoah no es el triunfo de la memoria de sus víctimas (que tanto han trabajado por defenderla y dignificarla), ni tampoco es una consecuencia de la intensidad excepcional del Holocausto (con sus millones de judíos europeos muertos), sino, me temo, la construcción de un altar.
Las potencias occidentales han hecho de la Shoah un altar para expiar su culpa. Y ante este altar juran cada tanto nunca más cometer genocidio, y repiten que el mundo puede estar tranquilo, porque solo un nazi pensaría en aniquilar a un pueblo, y que mientras haya democracia liberal es imposible (o al menos muy improbable) que haya otra Shoah o algo que se le parezca. Ante este altar se han erigido instituciones y se han firmado acuerdos internacionales, se han escrito tratados de diplomacia multilateral y de Derechos Humanos. Pero debajo de este se oculta (no tan bien como uno creería, entre otras cosas) lo que las sociedades de las potencias occidentales se niegan a reconocer: que ni la Shoah ni el fascismo son excepcionalidades históricas, sino una expresión lógica (y particularmente intensa) de los afectos que subyacen al proyecto moderno-liberal.