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Fascismo sin Shoah (II) (Opinión)

Presentamos la segunda de ocho entregas de este ensayo sobre la Shoah, la Segunda Guerra Mundial y la guerra entre Israel y Hamás.

Miguel Hernández Franco
13 de marzo de 2024 - 12:32 a. m.
Manifestantes se reunieron frente a la Casa del Parlamento en Queensland, Australia, el pasado 7 de marzo para pedir por el cese al fuego en Gaza.
Manifestantes se reunieron frente a la Casa del Parlamento en Queensland, Australia, el pasado 7 de marzo para pedir por el cese al fuego en Gaza.
Foto: EFE - DARREN ENGLAND
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Comencemos con la intensidad, palabra que ya he usado un par de veces. Por intensidad me refiero a las variaciones en la fuerza con la que se expresa un fenómeno. Solemos expresar estas variaciones en grados, y hablamos entonces de más o de menos intensidad, en función de cómo hayamos decidido organizar dichas gradaciones. Dos ejemplos pueden ayudarnos a ilustrar lo anterior.

Pensemos, primero, en la temperatura, que es una propiedad física de los cuerpos. La temperatura, en sus diferentes escalas (grados centígrados, kelvin, fahrenheit…), expresa lo que comúnmente conocemos como “calor”. ¿Qué es el calor? Técnicamente, el calor es la cantidad de energía cinética de un cuerpo. Esta energía corresponde a qué tanto vibran las moléculas que conforman dicho cuerpo. Hablamos entonces de más o de menos temperatura en función de qué tanto vibran las moléculas, y entre más vibren, más “caliente” podemos decir que está el cuerpo en cuestión. Dos elementos interesantes se desprenden de este primer ejemplo: el primero es que existe una correspondencia objetiva entre la realidad material del cuerpo y las escalas que lo miden. O en otras palabras: si no hubiéramos inventado las escalas de medición de temperatura, la temperatura (el fenómeno) existiría de todos modos. El segundo elemento tiene que ver con el hecho de que la temperatura es algo que ocurre en un cuerpo independientemente de su masa. En física, a esto se le conoce como una propiedad intensiva.

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El segundo ejemplo es la rabia, afecto común a todos los seres humanos (y a otro buen número de animales complejos, dicho sea de paso). Quien alguna vez se haya detenido a examinar su rabia habrá notado que esta nunca se expresa con la misma fuerza. La fuerza del fastidio que sentimos ante algún desencuentro trivial con alguien en el transporte público, pese a ser una forma de rabia, no es igual a la fuerza de la indignación que pueden producirnos, por ejemplo, situaciones de extrema injusticia o crueldad. Por supuesto, no es realmente posible cuantificar estas cosas. Es decir, no es posible dar cantidades que se correspondan objetivamente con una “cantidad” específica de rabia, y luego usar esas cantidades para determinar unidades de medida. Pero innegablemente tenemos la intuición de que hay rabias que se expresan con más fuerza que otras, y tan es así que tenemos palabras específicas para los distintos grados de fuerza con los que puede expresarse la rabia. Esto ocurre con todos los afectos. Las variaciones en esos grados de fuerza expresiva son lo que llamo intensidad.

Si aplicamos lo anterior a la comprensión generalizada de genocidio (es decir, la convenida por la ONU en 1948), es fácil decir que la Shoah es uno de los genocidios más intensos jamás ocurridos, no solo por la abrumadora cantidad de víctimas, sino por todo lo que ejecutarlo implicaba en términos de intencionalidad, premeditación, organización y la colaboración de millones de europeos (no solamente en Alemania). En su esfuerzo por dar cuenta del fenómeno, los establecimientos intelectuales de Europa Occidental y Estados Unidos han atribuido una intensidad absoluta a la Shoah, lo que a su vez les ha permitido usarla como criterio objetivo para la elaboración de teorías y conceptos con los cuales intentar entender fenómenos considerados como similares, y también (y especialmente) para redactar la legislación internacional. Israel Charny, un especialista del tema, lo dice (sin decirlo) en el prefacio del libro Century of Genocide:

“En la conciencia occidental, existe una aceptación generalizada del Holocausto como el acontecimiento de genocidio más terrible de la historia de la humanidad hasta la fecha, a tal punto que se ha convertido en el enunciado arquetípico o genérico del asesinato en masa, refiriéndose no solo a sus propios acontecimientos increíbles, sino que ahora también se erige como un recordatorio de otros casos de genocidio a otros pueblos”.

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Esto es metodológicamente problemático, en primer lugar, porque hace de la intensidad, y más específicamente, de la “alta intensidad”, una propiedad necesaria del genocidio, lo que a su vez implica que solamente se consideran genocidios aquellos cuya intensidad tienda a la Shoah, cuya intensidad absoluta opera también como límite. Incluso cuando la legislación internacional permite matizar esta comprensión, es innegable que en la conciencia común, que no conoce ni tiene como referente las tipificaciones jurídicas, la imagen de la Shoah como “el genocidio por excelencia” produce un efecto de excepcionalización que termina por ser invisibilizante.

Al respecto, Martin Shaw anota: “Los estudios sobre el genocidio deberían cuestionar la visión, común incluso entre nuestros colegas académicos, de que el genocidio es una gigantesca aberración social, singularmente horrible, pero afortunadamente rara y confinada a muy pocos casos (como el Holocausto, Armenia, Camboya y Ruanda)”. En efecto, hay sectores importantes de la academia que han identificado, estudiado y criticado las implicaciones de subordinar la comprensión del genocidio a la conceptualización que las instituciones liberales occidentales hicieron del fenómeno basadas en su experiencia de la Shoah para luego (¡oh sorpresa!) intentar universalizarla. Sin embargo, también es claro que sus esfuerzos han sido sistemáticamente ignorados por las instituciones liberales y, más aún, que las implicaciones de dichas críticas tampoco han encontrado lugar en eso que solemos llamar “la opinión o la esfera pública” ni en la mayoría de productos de la industria cultural occidental. Y todo esto quiere decir, simplemente, y como bien lo saben los expertos, que los genocidios son genocidios mucho antes de que alcancen una intensidad similar a la de la Shoah, o incluso si no llegan a alcanzarla.

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(Escribo lo anterior, y lo releo, y me digo que estoy concluyendo una obviedad o, al menos, repitiendo lo que ya se ha dicho en medios académicos, pero, al mismo tiempo, no son pocos los “intelectuales”, los periodistas, las instituciones, los Estados y los individuos que se niegan a reconocer que el genocidio que estamos presenciando en vivo y en directo era un genocidio desde mucho antes de que empezara esta fase de intensificación.

Y me siento obligado a dejarlo por escrito: que se sepa — con suerte — que esos que se resisten a llamar las cosas por su nombre; los que llaman a matices y exigen que toda discusión legítima comience con la condena total y absoluta de los ataques de Hamas; los que aún invocan la legítima defensa; los que llaman antisemitismo a cualquier cosa que ponga en duda al Estado de Israel; las que creen que las relaciones diplomáticas son más importantes que el exterminio de un pueblo; los que en el nombre de las formas y el sosiego se inclinan ante los genocidas… Todos ellos sabían o tenían medios más que suficientes para saber, y observar, y evaluar la evidencia, y estudiar la teoría e interpretar los datos y concluir, como concluiría cualquier ser humano honesto con la formación de la que ellos tanto se vanaglorian, que lo que está pasando en Gaza se llama genocidio, y que ellos eligieron ignorarlo en el nombre de vanidades y ambiciones más o menos complejas).

Por Miguel Hernández Franco

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