Fascismo sin Shoah (IV) (Opinión)
Presentamos la cuarta de ocho entregas de este ensayo sobre la Shoah, la Segunda Guerra Mundial y la guerra entre Israel y Hamás.
Miguel Hernández Franco
Aimée Césaire es probablemente la primera persona que señaló, pública y notoriamente, esta distinción tan particular. En 1950, solamente dos años después de la creación del Estado de Israel tras una resolución de la ONU, Aimée Césaire dijo lo siguiente sobre la actitud de Europa alrededor de la Shoah:
“Un buen día, la burguesía fue despertada por un tremendo contragolpe: las gestapos se afanaban, las cárceles se llenaban, los torturadores inventaban, refinaban y discutían en torno a sus caballetes. Nos asombramos, nos indignamos. Dijimos: “¡Qué extraño! Pero ¡bah! Es el nazismo, ¡ya pasará! Y esperamos, y anhelamos; y guardamos para nosotros mismos la verdad, que es una barbarie, pero la barbarie suprema, la que corona, la que resume las barbaries cotidianas; que es nazismo, sí, pero que antes de ser su víctima, fuimos sus cómplices; que soportamos ese nazismo antes de sufrirlo, lo absolvimos, hicimos la vista gorda, lo legitimamos, porque hasta entonces sólo se había aplicado a los pueblos no europeos; que alimentamos ese nazismo, somos responsables de él, y que burbujea, que perfora, que gotea, antes de engullirnos en sus aguas enrojecidas, por todas las grietas de la civilización occidental y cristiana”.
Era esperable que las potencias occidentales, al amanecer de su crimen, no estuvieran listas ni dispuestas a enfrentar ese diagnóstico tan demoledor. Entre muchas otras cosas, porque no les convenía. De hecho, y a pesar de que el concepto de genocidio comenzó a ser discutido durante la preparación de los juicios de Nuremberg, y de que luego fue utilizado por los fiscales en los tribunales, ninguna de las sentencias emitidas por el Tribunal Militar Internacional (TMI) utilizó la palabra genocidio y en su lugar hablaron de “Crímenes contra la Humanidad”.
Al respecto, William Schabas anota que: “El concepto jurídico de crímenes contra la humanidad, tal y como se definió en Nuremberg, adolecía de una limitación muy grave, ya que se limitaba a las atrocidades cometidas en relación con una guerra agresiva. Esto fue bastante intencionado por parte de quienes redactaron las disposiciones legales que regían los enjuiciamientos, especialmente las cuatro grandes potencias, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética. De hecho, ampliar el derecho internacional de los crímenes de guerra clásicos, que implican delitos en el campo de batalla y diversas formas de persecución de civiles en un territorio ocupado, para que también cubriera las atrocidades cometidas por un gobierno contra su propia población civil, no sólo era algo novedoso y sin precedentes, sino que también suponía una amenaza para los propios Estados que organizaban el enjuiciamiento”.
Las potencias liberales sabían entonces, como lo saben ahora, que una legislación que les implicara someterse ante un tribunal internacional las dejaba demasiado expuestas. Atar la noción legal de genocidio al contexto de una guerra abierta y agresiva, les permitía no tener que asumir internacionalmente las responsabilidades por las atrocidades que ellas mismas, en tanto potencias coloniales, habían cometido (o facilitado) y seguían cometiendo (o facilitando) en sus colonias o excolonias. En ese mismo texto, Schabas cita al Juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, Robert. H Jackson, que actuó como Fiscal ante el TMI durante los juicios de Nuremberg, y que resuelve el asunto invocando el principio de no intervención:
“Por lo general, no consideramos que los actos de un gobierno hacia sus propios ciudadanos justifiquen nuestra injerencia. En nuestro propio país se dan a veces circunstancias lamentables en las que se trata injustamente a las minorías. Creemos que está justificado que interfiramos o intentemos aportar una retribución a los individuos o a los estados sólo porque los campos de concentración y las deportaciones fueron en cumplimiento de un plan o empresa común de hacer una guerra injusta o ilegal en la que nos vimos envueltos. No vemos ninguna otra base sobre la que estemos justificados para perseguir las atrocidades que fueron cometidas dentro de Alemania, bajo la ley alemana, o incluso en violación de la ley alemana, por autoridades del estado alemán”.
Prevalecieron los principios del liberalismo: se privilegió la soberanía de los Estados y su supuesta inviolabilidad sobre la obligación moral de intervenir en defensa de cualquier grupo que esté siendo sometido a genocidio o a “crímenes contra la humanidad”. Incluso hoy en día, cuando en la jurisprudencia internacional existe la llamada “obligación de proteger”, ningún Estado, ni siquiera los que abiertamente se oponen a los crímenes de Israel, ha cumplido con esa obligación. En cualquier caso, la gravedad del crimen (la Shoah), así como su intensificación y consiguiente excepcionalización, fueron suficientes para que Occidente no tuviera que lidiar con el hecho de que los crímenes por los que querían condenar a los regímenes fascistas o totalitarios no eran inherentes ni exclusivos de dichos regímenes, sino una de las tácticas más comunes de los procesos de expansión del proyecto liberal-moderno, que llamamos “colonización” o “progreso”, dependiendo de en qué lado y en qué momento nos toque vivirlo.
Las implicaciones de esto no son menores, pues suponen admitir que ni el fascismo ni el genocidio son excepciones o externalidades de los regímenes liberales, ajenas completamente a su esencia, sino una posible lógica derivada de estos. Sobre esto, Aimée Césaire apunta: “Sí, valdría la pena estudiar, clínicamente, en detalle, los planteamientos de Hitler y del hitlerismo y revelar al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX que lleva en sí a un Hitler que ignora, que Hitler lo habita, que Hitler es su demonio, que si lo vitupera es por falta de lógica, y que en el fondo, lo que no perdona a Hitler no es el crimen en sí. El crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, [no le perdona] haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo se habían aplicado a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África”.
Esta segunda acusación es aún más devastadora que la primera porque confronta a Occidente con la más banal y frívola de sus maldades: el racismo. La idea de que las jerarquías con las que el hombre blanco occidental ha ordenado el mundo, poniéndose a sí mismo en la cima, no son el consenso de arbitrariedades etno-nacionalistas desmentidas hace ya demasiado tiempo por científicos y pensadores de múltiples campos del saber; sino verdades metafísicas, elementos constitutivos de la realidad y las leyes que la rigen, y que ellos, los hombres blancos occidentales, son, en la jerarquía de la existencia, la encarnación de esas verdades, y por lo tanto, los más ciertos y puros, aquellos a los que, por la naturaleza misma de la realidad, el resto del mundo deberá subordinarse. Por eso no debería sorprender a nadie lo fácil que el racismo deviene en fascismo, pues los afectos que subyacen a ambos son los mismos.
Un ensayo de Susan Sontag criticando la rehabilitación de Leni Riefenstahl, la más importante propagandista del Tercer Reich, tras el estreno de un documental y la publicación de un libro de fotografías en 1973, nos ofrece elementos para entender este devenir. “[Las rehabilitaciones] de figuras proscritas en las sociedades liberales [...] son más suaves, más insinuantes. No es que el pasado nazi de Riefenstahl se haya vuelto de repente aceptable. Es simplemente que, con el giro de la rueda cultural, ya no importa. En lugar de dispensar una versión liofilizada de la historia desde arriba, una sociedad liberal resuelve estas cuestiones esperando a que los ciclos del gusto destilen la controversia”.
Lo que dice Sontag parece tan frívolo que es difícil de creer y, al mismo tiempo, es quizá una de las síntesis más agudas que se hayan hecho sobre la pervivencia del fascismo en las sociedades liberales. En efecto, es el gusto, y más precisamente, los ciclos históricos del gusto, lo que llamamos “moda, lo que determina el grado de aceptabilidad de los asuntos controversiales de la sociedad. Esto implica que, al menos en lo que respecta a la sociedades liberales, la moral se subordina a la estética. Más burguesamente: la moral es un hecho estético. En ese sentido, no es de extrañar que “la línea adoptada por los defensores de Riefenstahl, que [incluían] las voces más influyentes en el establecimiento de cine de vanguardia, es que ella siempre estuvo preocupada por la belleza.”
Esto significa que el más infame de los crímenes o la más despreciable afiliación, con suficiente distancia, pueden procurarnos alguna suerte de placer estético, y que, por lo tanto, pueden ser objeto de un trabajo artístico. Así, no sorprende que las élites culturales, por cuenta de su capital cultural y su posición de clase, encontraran en la defensa de “la belleza por la belleza” y “el arte por el arte”, los argumentos para explicar su gusto por el trabajo de Riefenstahl y su consiguiente rehabilitación como artista prestigiosa. Por eso, tanto la película “The Last of the Nuba”, como el libro de fotografías que Sontag comenta, “son el último y necesario paso en la rehabilitación de Riefenstahl. Es la reescritura final del pasado o, para sus partidarios, la confirmación definitiva de que siempre fue una maniática de la belleza y no una horrenda propagandista”.
En efecto, el talento de Riefenstahl le permite representar el fascismo con la neutralidad que el gusto permite atribuir a las obras de arte. Y esto nos permite apreciarlas sin que ello implique necesariamente que compartamos el contenido de lo representado. Dicho simplemente, esto significa que ver una película que hable sobre el nazismo, incluso si habla de este exaltándolo o glorificándolo, no nos hace necesariamente unos nazis.
Pero, entonces, ¿qué es exactamente lo que representa Riefenstahl y en qué medida constituye una “estética fascista”? “The last of the Nuba” aparece en 1973, casi treinta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un documental y de un libro de fotografías que retratan la vida de una tribu africana con la que Riefenstahl tenía contacto desde la década de 1920. Solamente la elección de esa tribu “y no otra” nos indica ya algo. Sontag es quirúrgica: “El sesgo particular de Riefenstahl [el nazismo] se revela en su elección de esta tribu y no de otra: un pueblo al que describe como agudamente artístico (todos poseen una lira) y bello (los hombres Nuba, señala Riefenstahl, “tienen una complexión atlética poco común en cualquier otra tribu africana”); dotados como están de “un sentido mucho más fuerte de las relaciones espirituales y religiosas que de los asuntos mundanos y materiales”, su principal actividad, insiste, es ceremonial”.
Básicamente, Riefenstahl elige para su documental un grupo de gente que considera que le permite representar una serie de afectos que, nos dirá Sontag más adelante, son recurrentes a lo largo de su obra. “Aunque los Nuba son negros, no arios, el retrato que Riefenstahl hace de ellos evoca algunos de los temas más amplios de la ideología nazi: el contraste entre lo limpio y lo impuro, lo incorruptible y lo mancillado, lo físico y lo mental, lo alegre y lo crítico”.
Y es aquí dónde queda claro cómo el gusto neutraliza el contenido del fascismo clásico para poder disfrutarlo, apenas treinta años después, solamente como una experiencia formal. Riefenstahl representa y exalta una sociedad de personas negras, no porque ella creyera que los negros podían aspirar a la perfección física en la que ella creía, sino porque encontró la manera de expresar, a través de los Nuba, experiencias formales de los mismos afectos que animaban su trabajo como artista del nazismo.
Sontag procede a considerar la obra de Riefenstahl en su integralidad: “Las ficciones alpinas son relatos de anhelo de lugares elevados, del desafío y la prueba de lo elemental, lo primitivo; tratan del vértigo ante el poder, simbolizado por la majestuosidad y la belleza de las montañas. Las películas de los nazis son epopeyas de la comunidad realizada, en las que la realidad cotidiana se trasciende mediante el autocontrol y la sumisión extáticos; tratan sobre el triunfo del poder. Y “The Last of The Nuba”, una elegía por la extinción inminente de la belleza y los poderes místicos de los primitivos a los que Riefenstahl llama “su pueblo adoptivo”, es el tercero de su tríptico de imaginería fascista.
En el primer panel, el de las películas de montaña, personas muy bien vestidas se esfuerzan por demostrar su valía en la pureza del frío; la vitalidad se identifica con la prueba física. En el panel central, las películas realizadas para el gobierno nazi: El Triunfo de la Voluntad utiliza planos generales superpoblados de figuras en masa que se alternan con primeros planos que aíslan una única pasión, una única sumisión perfecta: en una zona templada, personas pulcramente uniformadas se agrupan y reagrupan, como si buscaran la coreografía perfecta para expresar su lealtad.
En “Olympia”, la más rica visualmente de todas sus películas (utiliza tanto las verticales de las películas de montaña como los movimientos horizontales característicos de “El Triunfo de la Voluntad”), una figura esforzada y escasamente vestida tras otra busca el éxtasis de la victoria, animada por filas de compatriotas en las gradas, todo ello bajo la mirada inmóvil del benigno Superespectador, Hitler, cuya presencia en el estadio consagra este esfuerzo. (Olympia, que bien podría haberse llamado El Triunfo de la Voluntad, subraya que no hay victorias fáciles). En el tercer panel, The Last of The Nuba, los primitivos casi desnudos, a la espera de la prueba final de su orgullosa comunidad heroica, su inminente extinción, retozan y posan bajo el sol abrasador.
Este largo fragmento no solamente es un resumen de los elementos formales más característicos de la obra de Riefenstahl según la periodización propuesta por Sontag, sino también una síntesis impecable de la lógica que subyace a la afectividad fascista y a su estética. En lo que respecta a la forma, Sontag evidencia cuáles son los afectos que se expresan en las diferentes decisiones formales de Riefenstahl en los tres períodos de su obra. Tanto los temas como su tratamiento constituyen para Sontag decisiones formales o de estilo. La obra de Riefenstahl despliega una estética fascista no porque haya sido la artista oficial del nazismo, sino porque su estilo, “el despliegue de las formas de su arte”, expresa formalmente los afectos característicos del fascismo. ¿Y cuáles son estos afectos? Entre muchos otros: la resistencia al dolor como forma de vitalidad, la fantasía del control total del cuerpo, el placer de la sumisión y el sometimiento, la exaltación de la fuerza, un sentido épico de la fatalidad, la glorificación de los esfuerzos inconmensurables y las victorias difíciles y, por supuesto, la identidad como un hecho biológico.
Del mismo modo, en la manera en cómo se expresan estos afectos en los tres momentos de la obra de Riefenstahl, Sontag identifica la lógica de un relato.
En el principio, unos hombres primitivos, con un gusto innato por lo perfecto, lo puro, lo bello, lo elevado, lo verdadero, etc., se lanzan en su búsqueda y descubren, mientras avanzan por un mundo primitivo y puro, y se enfrentan a su crudeza, que lo que buscan exige poder soportar mucho dolor, y poder emprender esfuerzos enormes, y que ese poder, esas fuerzas eran, ellas mismas, expresiones de la perfección que buscaban. Así, los más perfectos, los más puros, los más verdaderos eran quienes podían desatar y al mismo tiempo someter, contener y dominar perfectamente esas fuerzas. La perfección, la verdad, la pureza que estos hombres primitivos buscaban existía ya en ellos, lo que permitiría suponer que tanto el supuesto gusto innato por todas estas cosas como las calidades necesarias para ir en su búsqueda eran constitutivos de la esencia de estos hombres primitivos, o, dicho de otro modo: un hecho biológico. A partir de esto, es fácil llegar a cualquier forma de racismo.
Por eso es irrelevante y a la vez revelador que los Nuba no sean arios. El color de la piel no tiene ninguna importancia porque las formas en que Riefenstahl los representa expresan esta afectividad subyacente al fascismo, incluso si no hablan de fascismo ni lo promueven explícitamente. Ni Riefenstahl, ni ningún propagandista digno de ese nombre, necesita que en sus películas se cante el himno del Tercer Reich o que todos sus protagonistas sean nazis y todos los antagonistas, judíos, para desplegar una estética fascista.
Dice Sontag en otro ensayo que las obras de arte “no dan lugar a un conocimiento conceptual (que es el rasgo distintivo del conocimiento discursivo o científico, como la filosofía, la psicología o la historia), sino a algo parecido a una emoción, un fenómeno de compromiso, el juicio en estado de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o el estilo de conocer algo, mejor que conocimiento de algo en sí mismo”.
Así, no es solamente que el arte sea “una experiencia de la forma de conocer algo”, sino que esta experiencia implica una forma de sometimiento del juicio del espectador: la obra de arte se le impone al espectador haciéndole vivir un cierto objeto de una cierta manera. Lo que importa no es pues el objeto representado, sino la forma en que este aparece ante el espectador, pues es en esta “forma de aparecer” en la que se expresan realmente los afectos de los que la obra pretende dar cuenta.
Nuevamente, la pregunta es por qué. ¿Por qué el trabajo de Riefenstahl, siendo fascista, promoviendo unos ánimos tan probadamente peligrosos para la sociedad, no sólo encuentra cabida, sino que es recibido, alabado y defendido por el establecimiento cultural de las sociedades democráticas y liberales?
Sontag responde: “Las películas de Riefenstahl siguen siendo efectivas porque, entre otras cosas, sus anhelos se siguen sintiendo, porque su contenido es un ideal romántico al que muchos siguen apegados y que se expresa en modos tan diversos de disidencia cultural y propaganda para nuevas formas de comunidad como la cultura juvenil/rock, la terapia primal, la antipsiquiatría, la adhesión a los campamentos del Tercer Mundo y la creencia en el ocultismo. (No es sorprendente que un buen número de los jóvenes que ahora se postran ante los gurús y se someten a la disciplina más grotescamente autocrática sean antiguos antiautoritarios y antielitistas de los años sesenta)”.
Los anhelos a los que el fascismo intenta atender existían y existen todavía en las sociedades liberales y son el resultado necesario de sus procesos de expansión y desarrollo. La razón por la que trabajos como el de Riefenstahl en los setentas o, por poner un ejemplo actual, el universo cinemático de Marvel encuentran espacio y reconocimiento en estas sociedades no es meramente su talento, sino que los afectos que representan gracias a este resuenan en las audiencias, que no pueden evitar reconocerse en esos trabajos y que encuentran en estos una “mejor manera” de entender lo que ya sentían. Estos anhelos, estos afectos preexistentes no sólo encuentran expresión en el trabajo de artistas talentosos, sino que están constantemente actualizándose en nuevas formas de disidencia cultural: en los tiempos de Sontag fueron la terapia primal, el ocultismo y los gurús, hoy en día son los coaching ontológico, terapia con tarot e influencers o creadores de contenido.
Aimée Césaire es probablemente la primera persona que señaló, pública y notoriamente, esta distinción tan particular. En 1950, solamente dos años después de la creación del Estado de Israel tras una resolución de la ONU, Aimée Césaire dijo lo siguiente sobre la actitud de Europa alrededor de la Shoah:
“Un buen día, la burguesía fue despertada por un tremendo contragolpe: las gestapos se afanaban, las cárceles se llenaban, los torturadores inventaban, refinaban y discutían en torno a sus caballetes. Nos asombramos, nos indignamos. Dijimos: “¡Qué extraño! Pero ¡bah! Es el nazismo, ¡ya pasará! Y esperamos, y anhelamos; y guardamos para nosotros mismos la verdad, que es una barbarie, pero la barbarie suprema, la que corona, la que resume las barbaries cotidianas; que es nazismo, sí, pero que antes de ser su víctima, fuimos sus cómplices; que soportamos ese nazismo antes de sufrirlo, lo absolvimos, hicimos la vista gorda, lo legitimamos, porque hasta entonces sólo se había aplicado a los pueblos no europeos; que alimentamos ese nazismo, somos responsables de él, y que burbujea, que perfora, que gotea, antes de engullirnos en sus aguas enrojecidas, por todas las grietas de la civilización occidental y cristiana”.
Era esperable que las potencias occidentales, al amanecer de su crimen, no estuvieran listas ni dispuestas a enfrentar ese diagnóstico tan demoledor. Entre muchas otras cosas, porque no les convenía. De hecho, y a pesar de que el concepto de genocidio comenzó a ser discutido durante la preparación de los juicios de Nuremberg, y de que luego fue utilizado por los fiscales en los tribunales, ninguna de las sentencias emitidas por el Tribunal Militar Internacional (TMI) utilizó la palabra genocidio y en su lugar hablaron de “Crímenes contra la Humanidad”.
Al respecto, William Schabas anota que: “El concepto jurídico de crímenes contra la humanidad, tal y como se definió en Nuremberg, adolecía de una limitación muy grave, ya que se limitaba a las atrocidades cometidas en relación con una guerra agresiva. Esto fue bastante intencionado por parte de quienes redactaron las disposiciones legales que regían los enjuiciamientos, especialmente las cuatro grandes potencias, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética. De hecho, ampliar el derecho internacional de los crímenes de guerra clásicos, que implican delitos en el campo de batalla y diversas formas de persecución de civiles en un territorio ocupado, para que también cubriera las atrocidades cometidas por un gobierno contra su propia población civil, no sólo era algo novedoso y sin precedentes, sino que también suponía una amenaza para los propios Estados que organizaban el enjuiciamiento”.
Las potencias liberales sabían entonces, como lo saben ahora, que una legislación que les implicara someterse ante un tribunal internacional las dejaba demasiado expuestas. Atar la noción legal de genocidio al contexto de una guerra abierta y agresiva, les permitía no tener que asumir internacionalmente las responsabilidades por las atrocidades que ellas mismas, en tanto potencias coloniales, habían cometido (o facilitado) y seguían cometiendo (o facilitando) en sus colonias o excolonias. En ese mismo texto, Schabas cita al Juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, Robert. H Jackson, que actuó como Fiscal ante el TMI durante los juicios de Nuremberg, y que resuelve el asunto invocando el principio de no intervención:
“Por lo general, no consideramos que los actos de un gobierno hacia sus propios ciudadanos justifiquen nuestra injerencia. En nuestro propio país se dan a veces circunstancias lamentables en las que se trata injustamente a las minorías. Creemos que está justificado que interfiramos o intentemos aportar una retribución a los individuos o a los estados sólo porque los campos de concentración y las deportaciones fueron en cumplimiento de un plan o empresa común de hacer una guerra injusta o ilegal en la que nos vimos envueltos. No vemos ninguna otra base sobre la que estemos justificados para perseguir las atrocidades que fueron cometidas dentro de Alemania, bajo la ley alemana, o incluso en violación de la ley alemana, por autoridades del estado alemán”.
Prevalecieron los principios del liberalismo: se privilegió la soberanía de los Estados y su supuesta inviolabilidad sobre la obligación moral de intervenir en defensa de cualquier grupo que esté siendo sometido a genocidio o a “crímenes contra la humanidad”. Incluso hoy en día, cuando en la jurisprudencia internacional existe la llamada “obligación de proteger”, ningún Estado, ni siquiera los que abiertamente se oponen a los crímenes de Israel, ha cumplido con esa obligación. En cualquier caso, la gravedad del crimen (la Shoah), así como su intensificación y consiguiente excepcionalización, fueron suficientes para que Occidente no tuviera que lidiar con el hecho de que los crímenes por los que querían condenar a los regímenes fascistas o totalitarios no eran inherentes ni exclusivos de dichos regímenes, sino una de las tácticas más comunes de los procesos de expansión del proyecto liberal-moderno, que llamamos “colonización” o “progreso”, dependiendo de en qué lado y en qué momento nos toque vivirlo.
Las implicaciones de esto no son menores, pues suponen admitir que ni el fascismo ni el genocidio son excepciones o externalidades de los regímenes liberales, ajenas completamente a su esencia, sino una posible lógica derivada de estos. Sobre esto, Aimée Césaire apunta: “Sí, valdría la pena estudiar, clínicamente, en detalle, los planteamientos de Hitler y del hitlerismo y revelar al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX que lleva en sí a un Hitler que ignora, que Hitler lo habita, que Hitler es su demonio, que si lo vitupera es por falta de lógica, y que en el fondo, lo que no perdona a Hitler no es el crimen en sí. El crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, [no le perdona] haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo se habían aplicado a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África”.
Esta segunda acusación es aún más devastadora que la primera porque confronta a Occidente con la más banal y frívola de sus maldades: el racismo. La idea de que las jerarquías con las que el hombre blanco occidental ha ordenado el mundo, poniéndose a sí mismo en la cima, no son el consenso de arbitrariedades etno-nacionalistas desmentidas hace ya demasiado tiempo por científicos y pensadores de múltiples campos del saber; sino verdades metafísicas, elementos constitutivos de la realidad y las leyes que la rigen, y que ellos, los hombres blancos occidentales, son, en la jerarquía de la existencia, la encarnación de esas verdades, y por lo tanto, los más ciertos y puros, aquellos a los que, por la naturaleza misma de la realidad, el resto del mundo deberá subordinarse. Por eso no debería sorprender a nadie lo fácil que el racismo deviene en fascismo, pues los afectos que subyacen a ambos son los mismos.
Un ensayo de Susan Sontag criticando la rehabilitación de Leni Riefenstahl, la más importante propagandista del Tercer Reich, tras el estreno de un documental y la publicación de un libro de fotografías en 1973, nos ofrece elementos para entender este devenir. “[Las rehabilitaciones] de figuras proscritas en las sociedades liberales [...] son más suaves, más insinuantes. No es que el pasado nazi de Riefenstahl se haya vuelto de repente aceptable. Es simplemente que, con el giro de la rueda cultural, ya no importa. En lugar de dispensar una versión liofilizada de la historia desde arriba, una sociedad liberal resuelve estas cuestiones esperando a que los ciclos del gusto destilen la controversia”.
Lo que dice Sontag parece tan frívolo que es difícil de creer y, al mismo tiempo, es quizá una de las síntesis más agudas que se hayan hecho sobre la pervivencia del fascismo en las sociedades liberales. En efecto, es el gusto, y más precisamente, los ciclos históricos del gusto, lo que llamamos “moda, lo que determina el grado de aceptabilidad de los asuntos controversiales de la sociedad. Esto implica que, al menos en lo que respecta a la sociedades liberales, la moral se subordina a la estética. Más burguesamente: la moral es un hecho estético. En ese sentido, no es de extrañar que “la línea adoptada por los defensores de Riefenstahl, que [incluían] las voces más influyentes en el establecimiento de cine de vanguardia, es que ella siempre estuvo preocupada por la belleza.”
Esto significa que el más infame de los crímenes o la más despreciable afiliación, con suficiente distancia, pueden procurarnos alguna suerte de placer estético, y que, por lo tanto, pueden ser objeto de un trabajo artístico. Así, no sorprende que las élites culturales, por cuenta de su capital cultural y su posición de clase, encontraran en la defensa de “la belleza por la belleza” y “el arte por el arte”, los argumentos para explicar su gusto por el trabajo de Riefenstahl y su consiguiente rehabilitación como artista prestigiosa. Por eso, tanto la película “The Last of the Nuba”, como el libro de fotografías que Sontag comenta, “son el último y necesario paso en la rehabilitación de Riefenstahl. Es la reescritura final del pasado o, para sus partidarios, la confirmación definitiva de que siempre fue una maniática de la belleza y no una horrenda propagandista”.
En efecto, el talento de Riefenstahl le permite representar el fascismo con la neutralidad que el gusto permite atribuir a las obras de arte. Y esto nos permite apreciarlas sin que ello implique necesariamente que compartamos el contenido de lo representado. Dicho simplemente, esto significa que ver una película que hable sobre el nazismo, incluso si habla de este exaltándolo o glorificándolo, no nos hace necesariamente unos nazis.
Pero, entonces, ¿qué es exactamente lo que representa Riefenstahl y en qué medida constituye una “estética fascista”? “The last of the Nuba” aparece en 1973, casi treinta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un documental y de un libro de fotografías que retratan la vida de una tribu africana con la que Riefenstahl tenía contacto desde la década de 1920. Solamente la elección de esa tribu “y no otra” nos indica ya algo. Sontag es quirúrgica: “El sesgo particular de Riefenstahl [el nazismo] se revela en su elección de esta tribu y no de otra: un pueblo al que describe como agudamente artístico (todos poseen una lira) y bello (los hombres Nuba, señala Riefenstahl, “tienen una complexión atlética poco común en cualquier otra tribu africana”); dotados como están de “un sentido mucho más fuerte de las relaciones espirituales y religiosas que de los asuntos mundanos y materiales”, su principal actividad, insiste, es ceremonial”.
Básicamente, Riefenstahl elige para su documental un grupo de gente que considera que le permite representar una serie de afectos que, nos dirá Sontag más adelante, son recurrentes a lo largo de su obra. “Aunque los Nuba son negros, no arios, el retrato que Riefenstahl hace de ellos evoca algunos de los temas más amplios de la ideología nazi: el contraste entre lo limpio y lo impuro, lo incorruptible y lo mancillado, lo físico y lo mental, lo alegre y lo crítico”.
Y es aquí dónde queda claro cómo el gusto neutraliza el contenido del fascismo clásico para poder disfrutarlo, apenas treinta años después, solamente como una experiencia formal. Riefenstahl representa y exalta una sociedad de personas negras, no porque ella creyera que los negros podían aspirar a la perfección física en la que ella creía, sino porque encontró la manera de expresar, a través de los Nuba, experiencias formales de los mismos afectos que animaban su trabajo como artista del nazismo.
Sontag procede a considerar la obra de Riefenstahl en su integralidad: “Las ficciones alpinas son relatos de anhelo de lugares elevados, del desafío y la prueba de lo elemental, lo primitivo; tratan del vértigo ante el poder, simbolizado por la majestuosidad y la belleza de las montañas. Las películas de los nazis son epopeyas de la comunidad realizada, en las que la realidad cotidiana se trasciende mediante el autocontrol y la sumisión extáticos; tratan sobre el triunfo del poder. Y “The Last of The Nuba”, una elegía por la extinción inminente de la belleza y los poderes místicos de los primitivos a los que Riefenstahl llama “su pueblo adoptivo”, es el tercero de su tríptico de imaginería fascista.
En el primer panel, el de las películas de montaña, personas muy bien vestidas se esfuerzan por demostrar su valía en la pureza del frío; la vitalidad se identifica con la prueba física. En el panel central, las películas realizadas para el gobierno nazi: El Triunfo de la Voluntad utiliza planos generales superpoblados de figuras en masa que se alternan con primeros planos que aíslan una única pasión, una única sumisión perfecta: en una zona templada, personas pulcramente uniformadas se agrupan y reagrupan, como si buscaran la coreografía perfecta para expresar su lealtad.
En “Olympia”, la más rica visualmente de todas sus películas (utiliza tanto las verticales de las películas de montaña como los movimientos horizontales característicos de “El Triunfo de la Voluntad”), una figura esforzada y escasamente vestida tras otra busca el éxtasis de la victoria, animada por filas de compatriotas en las gradas, todo ello bajo la mirada inmóvil del benigno Superespectador, Hitler, cuya presencia en el estadio consagra este esfuerzo. (Olympia, que bien podría haberse llamado El Triunfo de la Voluntad, subraya que no hay victorias fáciles). En el tercer panel, The Last of The Nuba, los primitivos casi desnudos, a la espera de la prueba final de su orgullosa comunidad heroica, su inminente extinción, retozan y posan bajo el sol abrasador.
Este largo fragmento no solamente es un resumen de los elementos formales más característicos de la obra de Riefenstahl según la periodización propuesta por Sontag, sino también una síntesis impecable de la lógica que subyace a la afectividad fascista y a su estética. En lo que respecta a la forma, Sontag evidencia cuáles son los afectos que se expresan en las diferentes decisiones formales de Riefenstahl en los tres períodos de su obra. Tanto los temas como su tratamiento constituyen para Sontag decisiones formales o de estilo. La obra de Riefenstahl despliega una estética fascista no porque haya sido la artista oficial del nazismo, sino porque su estilo, “el despliegue de las formas de su arte”, expresa formalmente los afectos característicos del fascismo. ¿Y cuáles son estos afectos? Entre muchos otros: la resistencia al dolor como forma de vitalidad, la fantasía del control total del cuerpo, el placer de la sumisión y el sometimiento, la exaltación de la fuerza, un sentido épico de la fatalidad, la glorificación de los esfuerzos inconmensurables y las victorias difíciles y, por supuesto, la identidad como un hecho biológico.
Del mismo modo, en la manera en cómo se expresan estos afectos en los tres momentos de la obra de Riefenstahl, Sontag identifica la lógica de un relato.
En el principio, unos hombres primitivos, con un gusto innato por lo perfecto, lo puro, lo bello, lo elevado, lo verdadero, etc., se lanzan en su búsqueda y descubren, mientras avanzan por un mundo primitivo y puro, y se enfrentan a su crudeza, que lo que buscan exige poder soportar mucho dolor, y poder emprender esfuerzos enormes, y que ese poder, esas fuerzas eran, ellas mismas, expresiones de la perfección que buscaban. Así, los más perfectos, los más puros, los más verdaderos eran quienes podían desatar y al mismo tiempo someter, contener y dominar perfectamente esas fuerzas. La perfección, la verdad, la pureza que estos hombres primitivos buscaban existía ya en ellos, lo que permitiría suponer que tanto el supuesto gusto innato por todas estas cosas como las calidades necesarias para ir en su búsqueda eran constitutivos de la esencia de estos hombres primitivos, o, dicho de otro modo: un hecho biológico. A partir de esto, es fácil llegar a cualquier forma de racismo.
Por eso es irrelevante y a la vez revelador que los Nuba no sean arios. El color de la piel no tiene ninguna importancia porque las formas en que Riefenstahl los representa expresan esta afectividad subyacente al fascismo, incluso si no hablan de fascismo ni lo promueven explícitamente. Ni Riefenstahl, ni ningún propagandista digno de ese nombre, necesita que en sus películas se cante el himno del Tercer Reich o que todos sus protagonistas sean nazis y todos los antagonistas, judíos, para desplegar una estética fascista.
Dice Sontag en otro ensayo que las obras de arte “no dan lugar a un conocimiento conceptual (que es el rasgo distintivo del conocimiento discursivo o científico, como la filosofía, la psicología o la historia), sino a algo parecido a una emoción, un fenómeno de compromiso, el juicio en estado de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o el estilo de conocer algo, mejor que conocimiento de algo en sí mismo”.
Así, no es solamente que el arte sea “una experiencia de la forma de conocer algo”, sino que esta experiencia implica una forma de sometimiento del juicio del espectador: la obra de arte se le impone al espectador haciéndole vivir un cierto objeto de una cierta manera. Lo que importa no es pues el objeto representado, sino la forma en que este aparece ante el espectador, pues es en esta “forma de aparecer” en la que se expresan realmente los afectos de los que la obra pretende dar cuenta.
Nuevamente, la pregunta es por qué. ¿Por qué el trabajo de Riefenstahl, siendo fascista, promoviendo unos ánimos tan probadamente peligrosos para la sociedad, no sólo encuentra cabida, sino que es recibido, alabado y defendido por el establecimiento cultural de las sociedades democráticas y liberales?
Sontag responde: “Las películas de Riefenstahl siguen siendo efectivas porque, entre otras cosas, sus anhelos se siguen sintiendo, porque su contenido es un ideal romántico al que muchos siguen apegados y que se expresa en modos tan diversos de disidencia cultural y propaganda para nuevas formas de comunidad como la cultura juvenil/rock, la terapia primal, la antipsiquiatría, la adhesión a los campamentos del Tercer Mundo y la creencia en el ocultismo. (No es sorprendente que un buen número de los jóvenes que ahora se postran ante los gurús y se someten a la disciplina más grotescamente autocrática sean antiguos antiautoritarios y antielitistas de los años sesenta)”.
Los anhelos a los que el fascismo intenta atender existían y existen todavía en las sociedades liberales y son el resultado necesario de sus procesos de expansión y desarrollo. La razón por la que trabajos como el de Riefenstahl en los setentas o, por poner un ejemplo actual, el universo cinemático de Marvel encuentran espacio y reconocimiento en estas sociedades no es meramente su talento, sino que los afectos que representan gracias a este resuenan en las audiencias, que no pueden evitar reconocerse en esos trabajos y que encuentran en estos una “mejor manera” de entender lo que ya sentían. Estos anhelos, estos afectos preexistentes no sólo encuentran expresión en el trabajo de artistas talentosos, sino que están constantemente actualizándose en nuevas formas de disidencia cultural: en los tiempos de Sontag fueron la terapia primal, el ocultismo y los gurús, hoy en día son los coaching ontológico, terapia con tarot e influencers o creadores de contenido.