Fascismo sin Shoah (V) (Opinión)
Presentamos la quinta de ocho entregas de este ensayo sobre la Shoah, la Segunda Guerra Mundial y la guerra entre Israel y Hamás.
Miguel Hernández Franco
Las palabras de Césaire cobran un nuevo sentido, mucho más sombrío. Por un lado, como ya hemos dicho, la excepcionalización de la Shoah le permite a las potencias occidentales evadir su responsabilidad en un considerable número de genocidios; pero, además, le permite tratar al fascismo como una rareza, como una especie de externalidad ajena a él, y al racismo, como una contingencia menor de la que cada Estado se irá ocupando. Al concentrar la atención, la crítica y los esfuerzos intelectuales de sus sociedades en la supuesta excepcionalidad de la Shoah y su “intensidad absoluta”, las sociedades liberales han descaradamente ignorado la existencia de esos afectos y sus consecuencias horribles (de entre las cuales, el genocidio Palestino es solamente una expresión particularmente intensa).
Pero, y esto es aún peor, la excepcionalización de la Shoah y la manera en que las potencias occidentales la han usado como paradigma para la redacción de la legislación internacional sobre Derechos Humanos y prevención del genocidio, es también una confesión y, sobre todo, una reafirmación de los mismos afectos que llevaron a Europa a la Shoah. Porque si es por la Shoah que las potencias occidentales deciden legislar para poder juzgar y castigar a quienes cometieran genocidios, pese a haber ellas mismas haber perpetrado genocidios en sus colonias o en sus propios territorios, entonces la legislación no se hizo porque los crímenes del nazismo atentaran contra la humanidad en su conjunto (que lo hicieron, sin duda), sino porque, como lo señala Césaire, atentaban contra sí mismas, es decir: contra el hombre blanco (que para las sociedades liberales, blancas y occidentales es el paradigma de humanidad).
Entonces, el hecho que las potencias occidentales han utilizado para justificar la estructura del sistema internacional a partir de 1945 no es tanto una proclama en favor de la dignidad y la igualdad de todos los seres humanos sino, como dije al principio: el establecimiento de un límite. En la medida en que el racismo supone, necesariamente, que existe una categoría de ser humano que no solamente es superior a “las demás”, sino que además es el modelo hacia el cual todos los humanos no pertenecientes a dicha categoría (i.e.: hombre blanco occidental) y, en general, y con la modestia de siempre, la integralidad de la existencia, deben tender y ante el cual han de subordinarse, lo que se esconde tras el establecimiento de la Shoah como “el genocidio por excelencia” es ese mismo ánimo. Porque el “muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX [...] lleva en sí a un Hitler que ignora, [...] Hitler lo habita, [...] Hitler es su demonio, [y] si lo vitupera es por falta de lógica, y que en el fondo, lo que no perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, [no le perdona] haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo se habían aplicado a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África.
Césaire está hablando de las condiciones de producción de un tipo de subjetividad muy específica, fundamentalmente definida por condiciones históricas de clase. Primero, la posesión de los medios de producción. En efecto, cuando hablamos de hombres blancos occidentales, del sujeto de las potencias liberales, el sujeto moderno, o como sea, estamos hablando de burgueses, es decir, de grupos de personas que poseen medios de producción que les permiten producir riqueza a expensas del trabajo de otros. Segundo, la cristiandad. Esto debería ser evidente: incluso si Europa y Occidente enteros se despertasen mañana siendo completamente ateos, tomaría varias generaciones antes de que dejásemos de ser cristianos (judeocristianos, para ser estrictos). La influencia del judeocristianismo en el desarrollo y expansión de la modernidad liberal ha sido ampliamente documentada por pensadores de innumerables disciplinas. Tercero, el humanismo: el proyecto filosófico y político de las burguesías europeas (de las que el pueblo judío hacía parte desde hace tiempo, pese a la persistencia del antisemitismo), sobre el que — se supone — reposan los valores del liberalismo, la democracia y el republicanismo modernos, y que aún hoy es defendido por muchos intelectuales públicos que lo esgrimen para decir que dicen lo que dicen porque lo creen realmente y no porque sea la opinión del poder establecido. Y, por último, la distinción: la manera en la que toda esa intersección de afectividades históricas, sociales y políticas se realiza en, y es realizada por, los individuos de la sociedad de un modo que, sin impedir la singularidad de cada individuo, implica una cierta uniformidad o una cierta continuidad entre los mismos.
Este sujeto no ha desaparecido: se ha diversificado y se ha intensificado. El crecimiento y desarrollo (“el Progreso”) de las potencias occidentales tras el fin de la Segunda Guerra Mundial es, entre otras cosas, el resultado de una reconfiguración de las políticas coloniales de las burguesías europeas, que decidieron desestatizar y desterritorializar sus procedimientos en complejos esquemas de corporativismo transnacional. Las incalculables y obscenas riquezas que se han acumulado en eso que hoy llamamos “el Norte global” y que les permitieron a las potencias occidentales llevar a sus poblaciones a niveles de comodidad y bienestar difíciles de entender para quien nunca los haya vivido, han sido producidas por niños en Bangladesh, Indonesia y Taiwán; por huérfanos migrantes y mujeres en mataderos en Estados Unidos; por mineros envenenados en el Congo; por mujeres explotadas sexualmente en Colombia, en Venezuela y en Brasil, y por personas condenadas a vivir en unas circunstancias de miseria difíciles de imaginar para quien sólo ha conocido las comodidades que la Europa burguesa se ha procurado durante los últimos tres o cuatro siglos.
Y aún así, sólo cuando ellos fueron las víctimas de las atrocidades que habían cometido tantas veces, en tantas partes y contra tantos otros en el nombre del Progreso, fue que la atrocidad mereció tener nombre y existencia jurídica. Y por eso la Shoah funciona como límite: nada justifica el genocidio—de blancos. Los Crímenes contra la Humanidad (la categoría que eligieron las potencias occidentales al legislar sobre el asunto) son, antes que nada, crímenes contra la blancura.
Las palabras de Césaire cobran un nuevo sentido, mucho más sombrío. Por un lado, como ya hemos dicho, la excepcionalización de la Shoah le permite a las potencias occidentales evadir su responsabilidad en un considerable número de genocidios; pero, además, le permite tratar al fascismo como una rareza, como una especie de externalidad ajena a él, y al racismo, como una contingencia menor de la que cada Estado se irá ocupando. Al concentrar la atención, la crítica y los esfuerzos intelectuales de sus sociedades en la supuesta excepcionalidad de la Shoah y su “intensidad absoluta”, las sociedades liberales han descaradamente ignorado la existencia de esos afectos y sus consecuencias horribles (de entre las cuales, el genocidio Palestino es solamente una expresión particularmente intensa).
Pero, y esto es aún peor, la excepcionalización de la Shoah y la manera en que las potencias occidentales la han usado como paradigma para la redacción de la legislación internacional sobre Derechos Humanos y prevención del genocidio, es también una confesión y, sobre todo, una reafirmación de los mismos afectos que llevaron a Europa a la Shoah. Porque si es por la Shoah que las potencias occidentales deciden legislar para poder juzgar y castigar a quienes cometieran genocidios, pese a haber ellas mismas haber perpetrado genocidios en sus colonias o en sus propios territorios, entonces la legislación no se hizo porque los crímenes del nazismo atentaran contra la humanidad en su conjunto (que lo hicieron, sin duda), sino porque, como lo señala Césaire, atentaban contra sí mismas, es decir: contra el hombre blanco (que para las sociedades liberales, blancas y occidentales es el paradigma de humanidad).
Entonces, el hecho que las potencias occidentales han utilizado para justificar la estructura del sistema internacional a partir de 1945 no es tanto una proclama en favor de la dignidad y la igualdad de todos los seres humanos sino, como dije al principio: el establecimiento de un límite. En la medida en que el racismo supone, necesariamente, que existe una categoría de ser humano que no solamente es superior a “las demás”, sino que además es el modelo hacia el cual todos los humanos no pertenecientes a dicha categoría (i.e.: hombre blanco occidental) y, en general, y con la modestia de siempre, la integralidad de la existencia, deben tender y ante el cual han de subordinarse, lo que se esconde tras el establecimiento de la Shoah como “el genocidio por excelencia” es ese mismo ánimo. Porque el “muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX [...] lleva en sí a un Hitler que ignora, [...] Hitler lo habita, [...] Hitler es su demonio, [y] si lo vitupera es por falta de lógica, y que en el fondo, lo que no perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, [no le perdona] haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo se habían aplicado a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África.
Césaire está hablando de las condiciones de producción de un tipo de subjetividad muy específica, fundamentalmente definida por condiciones históricas de clase. Primero, la posesión de los medios de producción. En efecto, cuando hablamos de hombres blancos occidentales, del sujeto de las potencias liberales, el sujeto moderno, o como sea, estamos hablando de burgueses, es decir, de grupos de personas que poseen medios de producción que les permiten producir riqueza a expensas del trabajo de otros. Segundo, la cristiandad. Esto debería ser evidente: incluso si Europa y Occidente enteros se despertasen mañana siendo completamente ateos, tomaría varias generaciones antes de que dejásemos de ser cristianos (judeocristianos, para ser estrictos). La influencia del judeocristianismo en el desarrollo y expansión de la modernidad liberal ha sido ampliamente documentada por pensadores de innumerables disciplinas. Tercero, el humanismo: el proyecto filosófico y político de las burguesías europeas (de las que el pueblo judío hacía parte desde hace tiempo, pese a la persistencia del antisemitismo), sobre el que — se supone — reposan los valores del liberalismo, la democracia y el republicanismo modernos, y que aún hoy es defendido por muchos intelectuales públicos que lo esgrimen para decir que dicen lo que dicen porque lo creen realmente y no porque sea la opinión del poder establecido. Y, por último, la distinción: la manera en la que toda esa intersección de afectividades históricas, sociales y políticas se realiza en, y es realizada por, los individuos de la sociedad de un modo que, sin impedir la singularidad de cada individuo, implica una cierta uniformidad o una cierta continuidad entre los mismos.
Este sujeto no ha desaparecido: se ha diversificado y se ha intensificado. El crecimiento y desarrollo (“el Progreso”) de las potencias occidentales tras el fin de la Segunda Guerra Mundial es, entre otras cosas, el resultado de una reconfiguración de las políticas coloniales de las burguesías europeas, que decidieron desestatizar y desterritorializar sus procedimientos en complejos esquemas de corporativismo transnacional. Las incalculables y obscenas riquezas que se han acumulado en eso que hoy llamamos “el Norte global” y que les permitieron a las potencias occidentales llevar a sus poblaciones a niveles de comodidad y bienestar difíciles de entender para quien nunca los haya vivido, han sido producidas por niños en Bangladesh, Indonesia y Taiwán; por huérfanos migrantes y mujeres en mataderos en Estados Unidos; por mineros envenenados en el Congo; por mujeres explotadas sexualmente en Colombia, en Venezuela y en Brasil, y por personas condenadas a vivir en unas circunstancias de miseria difíciles de imaginar para quien sólo ha conocido las comodidades que la Europa burguesa se ha procurado durante los últimos tres o cuatro siglos.
Y aún así, sólo cuando ellos fueron las víctimas de las atrocidades que habían cometido tantas veces, en tantas partes y contra tantos otros en el nombre del Progreso, fue que la atrocidad mereció tener nombre y existencia jurídica. Y por eso la Shoah funciona como límite: nada justifica el genocidio—de blancos. Los Crímenes contra la Humanidad (la categoría que eligieron las potencias occidentales al legislar sobre el asunto) son, antes que nada, crímenes contra la blancura.