Fascismo sin Shoah (VI) (Opinión)
Presentamos la sexta de ocho entregas de este ensayo sobre la Shoah, la Segunda Guerra Mundial y la guerra entre Israel y Hamás.
Miguel Hernández Franco
Pero no es del racismo de lo que me interesa hablar, sino de su forma más organizada, intensificada y brutal: el fascismo. Esto no significa que todo racismo sea necesariamente fascista, ni que todo fascismo sea una forma intensificada de racismo, pues “el racismo no es una de las condiciones necesarias para la existencia del fascismo; contribuye, por el contrario, al eclecticismo fascista.” (El nacimiento de la ideología fascista de Maia Asheri, Mario Sznajder y Zeev Sternhell)
Como ya hemos dicho, existe una conexión íntima entre ambos en el plano afectivo, es decir, en aquellos sentimientos, anhelos, maneras de experimentar el mundo que subyacen a ambos; pero lo que esto nos revela no es una equivalencia entre ambas ideologías, sino más bien que el sustrato afectivo del que emergen (que no es otro que las condiciones de existencia de las potencias liberales occidentales) es el mismo. Lo que sí podemos afirmar es que, al intensificarse, el racismo tiende a organizarse políticamente en movimientos de corte fascista.
En todo caso, el fascismo se ha ocultado tras su crimen más conocido. Y lo ha conseguido, precisamente, porque la excepcionalización de la Shoah ha facilitado la consolidación de una falsa equivalencia entre fascismo y Holocausto y entre fascismo y nazismo, como si no hubiera abundantes prueba de que los genocidios no son un fenómeno exclusivo de los regímenes fascistas al estilo de los años 30 y 40. El lugar que Occidente le ha dado la Shoah en las producciones culturales sobre el fascismo, el totalitarismo, la extrema derecha, la violencia, así como en cierta filosofía política y moral a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, ha dado lugar a la consolidación de una comprensión parcial sobre los mismos. Más importante aún, la equivalencia entre fascismo y Shoah ha sido utilizada por las potencias occidentales para crear la apariencia de que si el fascismo es abominable, lo es por el Holocausto, y no porque el fascismo sea abominable independientemente de que cometa o no genocidios.
Porque aunque es cierto que, por su intensidad, la Shoah sí permite diagnosticar elementos cruciales para las teorías críticas del genocidio y el racismo, desgraciadamente es más lo que oculta que lo que revela. En lo que respecta al fascismo, la Shoah, por virtud de su intensidad, sirve para atenuar o incluso para normalizar sus otras atrocidades, que palidecerán (o al menos así lo diríamos en casi cualquier contexto) ante el horror del Holocausto. Y así, por virtud de su excepcionalización, ni el sometimiento por medio del terror; ni la organización del desamparo de las masas; ni la exaltación y promoción de individualismos deshumanizantes; ni la deshumanización sistemática de quienes luego justifican, promueven o cometen genocidios; ni la glorificación de la ignorancia y la irreflexividad, ni la aniquilación de la verdad, pueden ser vistos como lo abominables que son, ni evaluadas en función de sus aún más devastadoras consecuencias.
Pero no es del racismo de lo que me interesa hablar, sino de su forma más organizada, intensificada y brutal: el fascismo. Esto no significa que todo racismo sea necesariamente fascista, ni que todo fascismo sea una forma intensificada de racismo, pues “el racismo no es una de las condiciones necesarias para la existencia del fascismo; contribuye, por el contrario, al eclecticismo fascista.” (El nacimiento de la ideología fascista de Maia Asheri, Mario Sznajder y Zeev Sternhell)
Como ya hemos dicho, existe una conexión íntima entre ambos en el plano afectivo, es decir, en aquellos sentimientos, anhelos, maneras de experimentar el mundo que subyacen a ambos; pero lo que esto nos revela no es una equivalencia entre ambas ideologías, sino más bien que el sustrato afectivo del que emergen (que no es otro que las condiciones de existencia de las potencias liberales occidentales) es el mismo. Lo que sí podemos afirmar es que, al intensificarse, el racismo tiende a organizarse políticamente en movimientos de corte fascista.
En todo caso, el fascismo se ha ocultado tras su crimen más conocido. Y lo ha conseguido, precisamente, porque la excepcionalización de la Shoah ha facilitado la consolidación de una falsa equivalencia entre fascismo y Holocausto y entre fascismo y nazismo, como si no hubiera abundantes prueba de que los genocidios no son un fenómeno exclusivo de los regímenes fascistas al estilo de los años 30 y 40. El lugar que Occidente le ha dado la Shoah en las producciones culturales sobre el fascismo, el totalitarismo, la extrema derecha, la violencia, así como en cierta filosofía política y moral a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, ha dado lugar a la consolidación de una comprensión parcial sobre los mismos. Más importante aún, la equivalencia entre fascismo y Shoah ha sido utilizada por las potencias occidentales para crear la apariencia de que si el fascismo es abominable, lo es por el Holocausto, y no porque el fascismo sea abominable independientemente de que cometa o no genocidios.
Porque aunque es cierto que, por su intensidad, la Shoah sí permite diagnosticar elementos cruciales para las teorías críticas del genocidio y el racismo, desgraciadamente es más lo que oculta que lo que revela. En lo que respecta al fascismo, la Shoah, por virtud de su intensidad, sirve para atenuar o incluso para normalizar sus otras atrocidades, que palidecerán (o al menos así lo diríamos en casi cualquier contexto) ante el horror del Holocausto. Y así, por virtud de su excepcionalización, ni el sometimiento por medio del terror; ni la organización del desamparo de las masas; ni la exaltación y promoción de individualismos deshumanizantes; ni la deshumanización sistemática de quienes luego justifican, promueven o cometen genocidios; ni la glorificación de la ignorancia y la irreflexividad, ni la aniquilación de la verdad, pueden ser vistos como lo abominables que son, ni evaluadas en función de sus aún más devastadoras consecuencias.