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Las democracias liberales de Occidente, y más específicamente, las del Norte global, insisten en ignorar las continuidades que existen entre, de un lado, la estructura de sus sociedades y su relación con el resto del mundo y, del otro, la recurrencia del fascismo en las mismas. La edificación del Holocausto en paradigma de inmoralidad, su excepcionalización, la determinación de su intensidad como condición necesaria del genocidio, y luego la determinación de que el genocidio es una característica esencial del fascismo constituyen el mecanismo que hacen de la Shoah tanto un referente necesario para recordar las derivas posibles de las democracias modernas, como un velo que oculta magistralmente las más graves contradicciones (cuando no atrocidades) del proyecto liberal occidental. Dicho simplemente, el uso político que las potencias liberales le han dado a la Shoah para moldear la comprensión más popularizada del fascismo han dado lugar a un sesgo colonial: sólo porque no ocurre como ocurrió en Europa no significa que no sea lo mismo expresándose de otros modos.
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Escribo esta última más de tres meses de que comenzara el contragolpe genocida de Israel. Para este momento, ya se sabe que no fueron 1400 israelíes los que murieron el 7 de octubre, sino 1139, y que un buen número de ellos fue asesinado por el propio ejército israelí mientras combatía contra las milicias de Hamas.
Pese a la creciente presión internacional, que ha incluido una denuncia de Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia, Netanyahu ha negado categóricamente la posibilidad de un cese al fuego. Estados Unidos y la Unión Europea (especialmente, ¡oh ironía!, Alemania) han apoyado incondicionalmente a Israel y han sistemáticamente desestimado las acusaciones de genocidio y fascismo que expertos de todo el mundo insisten en formular. Muchos países del Sur global han alzado sus voces y han llamado a consultas a sus embajadores o cortado relaciones diplomáticas con Israel, quien, por su parte, ha desplegado una estrategia de propaganda que incluye tanto montajes vulgares y videos celebratorios del Ejército cometiendo barbaridades en el nombre de “los hijos de la luz” (para citar a Bibi), difusión de noticias falsas y la injerencia directa o indirecta en las líneas editoriales de los medios de comunicación más importantes de Occidente y, por supuesto, el vulgar truco de acusar a todos los que nos le oponemos de antisemitas. El bloqueo sistemático al ingreso de ayuda humanitaria a Gaza y el arrasamiento de cualquier rastro de infraestructura civil tiene a la ya traumatizada población gazatí al borde de la hambruna. La infamia más reciente en la ya incontable lista de infamias fue la suspensión de fondos por parte de Estados Unidos, Alemania, Canadá y otras varias potencias occidentales a UNRWA, la agencia humanitaria de las Naciones Unidas que intenta con las uñas contener la catástrofe.
En cualquier caso, los crímenes de Israel (que son muchos y vienen de mucho antes de los de este último mes), el apoyo indefectible de las potencias Occidentales y el resquebrajamiento de esa farsa llamada derecho internacional, nos llaman a pensar una crítica del fascismo sin Shoah. Si quieren sobrevivir a la intensificación de sus propias contradicciones, las potencias Occidentales deben desertar de ese altar de hipocresía y culpa al que fingen rendir culto desde 1945 y bajo el cual ocultan convenientemente los otros holocaustos, las otras shoahs, los genocidios menos trascendentes, los que todavía hacen aparecer como anécdotas remotas de las que han de ocuparse solamente los expertos, y que fueron cometidos por quienes “detuvieron” la Shoah y que cada 27 de enero gritan cínicamente “nunca más” mientras los cadáveres se siguen amontonando en Gaza.