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Sí, había oído algo sobre ella. Había leído algo suyo en la revista Altazor, de Chile, y cuando trabajé como librero en la zona G pude curiosear su Diseño de interiores (Cardumen, 2019), con el que ganó y no ganó el Premio de Poesía Ciudad de Bogotá. Me gustó lo que leí, sus versos, casi tanto como su nombre; entonces le seguí la pista.
Supe, luego de que participara en una de las ediciones recientes del Festival de Poesía de Medellín, que se encontraba en Estados Unidos, que estaba estudiando, que cuidaba, y aún lo hace, de sus dos hijos, mientras escribía. Andaba trabajando en algo. Al tiempo, entre las ocupaciones y los oficios varios, la pandemia y todo eso de ser adulto cuando uno ni siquiera se enteró de cómo era ser niño, supe de qué se trataba.
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El boletín decía: “Novedades”, y abajo, después de varios títulos que, francamente, no me interesaron, estaba el de ella, el de Fátima. Galápagos, decía. Y la sinopsis que acompañaba la ficha rezaba algo así como que la novela estaba hecha con pieles y voces, que había algo de poesía y humor, de belleza y absurdo; que se trataba de una exploración de cuerpos enfermos que deseaban, que se negaban a desaparecer.
Eso me llamó la atención y al rato le escribí a la gente de la editorial. Me contactó Pedro Carlos Lemus, el editor, y me dijo que era una muy buena novela y que, si quería hablar con Fátima, él me ayudaba. Me enviaron el libro a la casa y llegó justo cuando terminaba de editar otro. Me puse a leer en cuanto pude. Las primeras líneas me descolocaron, y lo que vino después, ni hablar. Las páginas no tenían más que comas. Me acordé de la vez que leí a Álex con su Caballo sea la noche (Candaya, 2019). Iba rápido, era intenso. Me metí de lleno en la cabeza de Lorenzo.
Después de unos días, no me aguanté las ganas de escribirle a Fátima. Sería la primera vez que hablábamos. Le pregunté: “¿Y ese nuevo libro qué?” A ella le dio risa. Yo le conté que me estaba gustando y que me causaba curiosidad saber de dónde había sacado la idea para escribir eso. “De muchas cosas”, me dijo. Es la síntesis de muchas conversaciones, ideas, pulsiones, historias, sensaciones, deseos… Me mandó un abrazo y se perdió. Yo seguí leyendo, y también me perdí, pero ahí dentro.
A Lorenzo le preocupa el aspecto de sus manos. Algo está pasando con sus uñas y él sabe que no es normal. Todo el tiempo se está fijando en ellas. La cosa se pone obsesiva. Juan B no cree que sea para tanto, y puede que sea así, pero Lorenzo está preocupado. Le preocupa más, sin embargo, haber dejado a Donatien atrás, en París. Se lo dice a Paz María y después a Juan B. Siente que tiene que irse, y lo hace, pero del afán solo queda el cansancio y cuando llega al aeropuerto en Francia, sus maletas no aparecen. Lorenzo ama a Donatien, pero también a Juan B, aunque no tanto, y a Paz María, pero no de la misma forma.
Donatien quiere tener hijos, pero él es tan rojo como un Weasley. A Lorenzo no le dan muchas ganas de tener pelirrojos. Él no sabe bien qué quiere, en realidad. Emma Reina le dice, cuando él le dice, que se tome las cosas con calma, más o menos es eso, que viva, que ame mucho. Y eso mismo, más adelante, se lo dice Paz María en el barco rumbo a las islas Galápagos. Emma Reina le dice a Lorenzo que se haga la prueba del VIH, que eso que tiene en las manos no es normal, y que, si él lo tiene, también Donatien lo tiene. El pelirrojo quiere una familia y se lo hace saber muy bien a Lorenzo. Se lo lleva a visitar a sus abuelos, que son casi como sus padres, y a sus amigos, los raros esos, los de la vida perfecta. Lorenzo se hace la prueba, pero no quiere saber el resultado y hace como si nada. Comen pan francés, se acuestan bajo las estrellas y parece que todo va bien, pero no. Entonces, así tan rápido como comenzó, se acaba la primera parte. Y las comas, solo comas, y la cabeza de Lorenzo, caótica, turbulenta. Arranca la segunda.
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Galápagos. Ahora hay puntos y comas. Un grupo de ocho, contando al capitán, pero no al perro, se embarcan rumbo a las islas Galápagos. Ninguno sabe muy bien para dónde van, pero van, y ahí están: Juan B, Lorenzo, Paz María, Luis, Galaor, Roberto S, Fernando Yanamihoy, Pedro Vista y el perro, Patatuz. Hablan de arte, de política, de sexo, de prostitutas, de hombres, de mujeres, de niños; hablan de sus infancias interrumpidas, de sus vidas rotas, de por qué son como son; hablan de todo y de nada, de mierda, de peces y hasta de curas pedófilos.
El barco empieza a fallar y ya nadie sabe qué hacer, de qué más hablar, porque es lo único que hacen, además de vomitar. Luis pinta, Lorenzo lo mira, mientras se mira y piensa en Donatien, con su piel en él; Fernando Yanamihoy fuma y dice incoherencias; Galaor quiere estar cerca de Roberto S, y Roberto S es una escoria. Paz María se siente incómoda entre tanto terrícola y los otros dicen que está hormonal. Paz María y Pedro Vista se revuelcan un día y ella cree que nadie se va a dar cuenta, pero después todos los terrícolas lo saben. Juan B es tan mimado que ni siquiera es capaz de aceptar que sus abrigos de piel y su plata heredada de nada le sirven en alta mar. Pedro Vista tira al perro por la borda, a Lorenzo se le agujerea una mejilla por un mordisco de Iguana, a Paz María le irrita tanta palabra terrícola, todavía; a Roberto S le hace falta insultar, a Luis no le quedan ganas de pintar, a Galaor hay que sacarle las amígdalas con un alicate, y a Fernando Yanamihoy nadie le pone cuidado cuando dice que el barco se encoge.
Y el barco se encoge, sí, como las vidas de todos ellos, aún más desde que no encuentran a Pedro Vista a bordo, la brújula del barco se daña y Galápagos comienza a ser eso de lo que todos hablan, pero nadie sabe cómo es, en dónde está, si existe en verdad. La comida se acaba y de tanta hambre que hace ya solo queda refugiarse en las alucinaciones, en los recuerdos, en lo que se supone que pasa, pero no pasa. Y entonces todo se viene abajo, despacio, se mece suavemente con las olas de un mar inmenso, y ya no queda nada más que hacer, ni hablar, porque es demasiado difícil.
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Cuando termino de leer la novela, le escribo a mi novia y solo puedo pensar en la forma de hablar de Paz María. Me quedo con la sensación de no haber comprendido bien lo que pasó. No sé qué pasó, pero consigo decirle que me gustó, que se parece a la vida: desbocada, caótica. Le cuento que todos estos personajes están rotos, un poco como nosotros, que quieren huir de sí mismos, a donde sea, a Madagascar, a las Bermudas, a Galápagos. Que se aferran a algo, pero aun así no tienen problema con dejarse ir. Le escribo a Fátima, aun sabiendo que no me va a responder pronto, que probablemente no lo haga, y le digo esto mismo, que tengo muchas preguntas, pero que no quiero hacerlas, que solo voy a hacerle una: ¿por qué todo se está rompiendo?