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Fenestella

John Reed narró los primeros días de la alborada roja de octubre; en su crónica recuerda que una tarde cualquiera visitó un frente del ejército revolucionario; allí, entre las trincheras y el lodo, estaban los combatientes: rostros pálidos y azulados por el frío, descalzos y envueltos en andrajos.

Juan Sebastián Padilla Suárez
09 de diciembre de 2021 - 11:09 p. m.
Sucumbamos, pues, al perverso placer de ser absorbidos por esos mundos más allá de nuestro mundo. ¡Oh, compañeros fieles y silenciosos!
Sucumbamos, pues, al perverso placer de ser absorbidos por esos mundos más allá de nuestro mundo. ¡Oh, compañeros fieles y silenciosos!
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Cuando lo vieron, dice Reed, se levantaron ávidamente y le preguntaron: “¿Ha traído usted alguna cosa para leer?”. Años atrás, Dostoievski, auténtico padre de la rebelión rusa, sufría la prisión entre las llanuras de hielo de Siberia. Alejado del mundo, y encerrado en la pavura de cuatro paredes, pedía socorro a su familia: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. No pedía fuego ni agua para calmar el frío y la sed, pedía libros.

En la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, García Lorca les dijo a sus paisanos que si él estuviese hambriento y desvalido en la calle, no pediría pan, sino “medio pan y un libro”. Está bien comer, pero todavía más pensar. El libro es alimento y espada. Según Onesícrito, discípulo del perro, Aristóteles le regaló a Alejandro una edición de la Ilíada; cuando murió su padre, Filipo II, se lanzó a la conquista del vasto Imperio persa; ese itinerario de fuego y sudor lo trazaron los hexámetros de Homero: el libro dormía cada noche bajo la almohada de Alejandro Magno.

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En la paz de los desiertos de la Mancha, Quevedo confinó varios años de vida a las soledades de sus libros: “vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Sólo así, “entre las grandes almas que la muerte ausenta”, pero que la imprenta libra, encontró el consuelo transitorio que la turbulenta política le había arrebatado. Tiempo después, en las antípodas de la corona española, una valerosa mujer se declaró negada al matrimonio y decidió consagrarse al hábito de las siervas, buscando, como Quevedo, la tranquilidad de los libros. Sin embargo, para la mujer de entonces, esa era la única forma de acceder al conocimiento. Sor Juana “se hizo monja para poder pensar”, escribió Octavio Paz.

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Sí, el libro es, sin disputa, la obra mayor de la humanidad. No hay otro artilugio que prolongue la memoria y perpetúe, siglo tras siglo, la impresión del espíritu de cada generación. El final de todo impulso vital en el universo es la creación de un libro. Le livre, dijo Mallarmé. Ahí están los libros, reposados en los lúcidos estantes, ansiosos de una caricia nuestra, sea con las manos o los ojos. No piden, esperan, y sólo cuando nos entregamos a ellos ofrecen la generosa magia de sus páginas. Pienso en las palabras de Stefan Zweig: “Pequeñísimos trozos de lo infinito, estáis instalados silenciosamente en el interior de nuestro hogar”. Pienso también en una paradoja: esos trozos de lo infinito no salvaron a Zweig de la ingesta suicida de barbitúricos.

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Todo lugar es un sillón de terciopelo verde para leer: las filas de los bancos; la oficina (mientras fingimos trabajar); la silla de un parque; una apacible sala, la nuestra o la de una biblioteca; la cama; el comedor; o la ducha, donde un malogrado poeta, amigo de Roberto Bolaño, leía mientras se bañaba. Sucumbamos, pues, al perverso placer de ser absorbidos por esos mundos más allá de nuestro mundo. ¡Oh, compañeros fieles y silenciosos!

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

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