Feniletilamina (Cuentos de cuentos)
Las lágrimas de la noche antepasada ya habían sido olvidadas cuando me dijo que caparamos clase. Teníamos inglés y ya había perdido la cuenta de cuántos días llevábamos sin hacer un solo ejercicio en esa materia, así que acepté antes de que pudiera arrepentirme. Bella y Lina nos dejaron solos, solos por primera vez desde aquella charla.
Mariana Castro.
Después de divagar sin rumbo alguno, terminamos en el laboratorio de química. El cielo estaba despejado, pero se veían nubes en sus ojos. Hablamos de la nada, poco a poco, sin querer, dirigiéndonos a lo que ambos temíamos. Conozco esos ojos tan bien, pude ver a través de ellos.
-Nadie nos va a creer, dijo mirando a la nada.
Estábamos sentados en el rincón al lado de la alta ventana, espaldas apoyadas, manos separadas. Giré para observar su rostro, aquel rostro con cicatrices del pasado, con su sonrisa cansadamente oculta, era hermoso.
-Lo sé, respondí.
Estábamos encerrados, parecía que los químicos respiraban. Nunca había olido algo tan peculiar.
Le sugerimos leer: El rayo de luz en mi ventana
Por fin volvió su mirada hacia mí.
-Los mataste, su boca pronunció, sin sentimiento alguno en las palabras.
Aquella suposición me hubiera hecho entrar en pánico si tan solo la hubiera escuchado un día anterior, pero sus ojos me daban calma, toda su persona me daba calma.
-Te equivocas, repuse, -¿cómo he de matar a alguien que aún no tiene vida?
Su mirada era tan profunda, que creí por un instante que examinaba mi alma, pero estaba perdida, lejana.
-No has hecho nada, te dejaste caer, les diste el poder de hacerte caer. Y ellos cayeron contigo.
Fui yo quien dejó de mirar su cara.
-Yo te dije eso. Yo eso lo sé, ¿por qué me dices algo que ya sé?
-Si te lo digo yo, te va a doler. Silencio.
-Lo sé.
Un profesor entró al aula, buscaba algo. Por instinto mi mente buscó el consuelo de su mano, pero no podía, había una barrera que yo mismo había creado y que no podía romper, no después de ayer… Sin embargo, aun ahora, anhelo su tacto. El maestro no encontró nada.
-Aún hay tiempo, dijo una vez él se había ido, -lo puedes enmendar, los puedes dejar respirar.
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Mi aliento olía a amoniaco.
-No sé cómo, respondí entrando en el calor de sus órbitas negras. Sonrió.
-Claro que sí.
Mi mayor miedo era su sufrimiento. Uno que padecía desde hace tiempo. Sus ojos sabían, sabían que había sentido dolor por ellos. Apoyé mi cabeza en su regazo. Y acariciando mi cabello preguntó:
-¿Tienes sueño? ¿Estás cansada?
-No.
Pero sí que lo estaba, estaba mamado. Estaba agotado de no poder besar sus labios, agotado de no poder quitarle un poco de eso, de ese constante susurro lento que lleva al matadero.
Estaba agotado de eso, de querer siempre tener su presencia y constantemente perderla. Agotado de ser cansada y no cansado.
-Lo siento, dijo como un deseo.
Sabía que me preocupaba, sabía que siempre me preocuparía y que estaría cansado por mucho tiempo, porque las cosas no se dieron como ambos soñábamos.
Las palabras flotaban en el aire. Estaban presentes, tal como el hidrógeno estaba presente, tal como la luz estaba presente. Esas cinco letras estaban atascadas en el trance de la conciencia y la inexistencia. Y aunque aún se encuentren en mí, como aquel día en el laboratorio, no fui capaz de darles vida, no podía. Y sabía que también las sentía. Como sé que aún las siente, como sabe que aún las siento.
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-Las dos fuimos, hablé por primera vez en voz alta.
Por primera vez su persona me miró y lo hizo de manera extraña, atenta. No tenía idea a dónde se dirigía esa idea, pues habíamos hablado de nada. Habíamos estado en silencio por mucho tiempo. ¿De qué habla? Su mente se preguntaba. Al fin y al cabo la idea de quién era no era su persona. Había conversado mucho con su idea, pero ahora le tocaba a ella.
-Las asesinas.
Su mirada lo dijo todo. Todo lo que había deseado que dijera.
Lo sé.
*En esta edición del Magazín presentamos los tres primeros cuentos surgidos de “Con Textos”, un espacio de conversaciones y debates organizado por el Nuevo Gimnasio de Bogotá y El Espectador, liderado por Francisco Javier Burbano y dirigido a estudiantes de los grados 9° 10° y 11° de varios colegios de Bogotá (Colegio Nuevo Gimnasio, Colegio Bilingüe José Max León y Liceo Chico Campestre). Son una pequeña muestra de la manera de percibir el mundo y la vida de las nuevas generaciones del país.*
Después de divagar sin rumbo alguno, terminamos en el laboratorio de química. El cielo estaba despejado, pero se veían nubes en sus ojos. Hablamos de la nada, poco a poco, sin querer, dirigiéndonos a lo que ambos temíamos. Conozco esos ojos tan bien, pude ver a través de ellos.
-Nadie nos va a creer, dijo mirando a la nada.
Estábamos sentados en el rincón al lado de la alta ventana, espaldas apoyadas, manos separadas. Giré para observar su rostro, aquel rostro con cicatrices del pasado, con su sonrisa cansadamente oculta, era hermoso.
-Lo sé, respondí.
Estábamos encerrados, parecía que los químicos respiraban. Nunca había olido algo tan peculiar.
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Por fin volvió su mirada hacia mí.
-Los mataste, su boca pronunció, sin sentimiento alguno en las palabras.
Aquella suposición me hubiera hecho entrar en pánico si tan solo la hubiera escuchado un día anterior, pero sus ojos me daban calma, toda su persona me daba calma.
-Te equivocas, repuse, -¿cómo he de matar a alguien que aún no tiene vida?
Su mirada era tan profunda, que creí por un instante que examinaba mi alma, pero estaba perdida, lejana.
-No has hecho nada, te dejaste caer, les diste el poder de hacerte caer. Y ellos cayeron contigo.
Fui yo quien dejó de mirar su cara.
-Yo te dije eso. Yo eso lo sé, ¿por qué me dices algo que ya sé?
-Si te lo digo yo, te va a doler. Silencio.
-Lo sé.
Un profesor entró al aula, buscaba algo. Por instinto mi mente buscó el consuelo de su mano, pero no podía, había una barrera que yo mismo había creado y que no podía romper, no después de ayer… Sin embargo, aun ahora, anhelo su tacto. El maestro no encontró nada.
-Aún hay tiempo, dijo una vez él se había ido, -lo puedes enmendar, los puedes dejar respirar.
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-No sé cómo, respondí entrando en el calor de sus órbitas negras. Sonrió.
-Claro que sí.
Mi mayor miedo era su sufrimiento. Uno que padecía desde hace tiempo. Sus ojos sabían, sabían que había sentido dolor por ellos. Apoyé mi cabeza en su regazo. Y acariciando mi cabello preguntó:
-¿Tienes sueño? ¿Estás cansada?
-No.
Pero sí que lo estaba, estaba mamado. Estaba agotado de no poder besar sus labios, agotado de no poder quitarle un poco de eso, de ese constante susurro lento que lleva al matadero.
Estaba agotado de eso, de querer siempre tener su presencia y constantemente perderla. Agotado de ser cansada y no cansado.
-Lo siento, dijo como un deseo.
Sabía que me preocupaba, sabía que siempre me preocuparía y que estaría cansado por mucho tiempo, porque las cosas no se dieron como ambos soñábamos.
Las palabras flotaban en el aire. Estaban presentes, tal como el hidrógeno estaba presente, tal como la luz estaba presente. Esas cinco letras estaban atascadas en el trance de la conciencia y la inexistencia. Y aunque aún se encuentren en mí, como aquel día en el laboratorio, no fui capaz de darles vida, no podía. Y sabía que también las sentía. Como sé que aún las siente, como sabe que aún las siento.
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-Las asesinas.
Su mirada lo dijo todo. Todo lo que había deseado que dijera.
Lo sé.
*En esta edición del Magazín presentamos los tres primeros cuentos surgidos de “Con Textos”, un espacio de conversaciones y debates organizado por el Nuevo Gimnasio de Bogotá y El Espectador, liderado por Francisco Javier Burbano y dirigido a estudiantes de los grados 9° 10° y 11° de varios colegios de Bogotá (Colegio Nuevo Gimnasio, Colegio Bilingüe José Max León y Liceo Chico Campestre). Son una pequeña muestra de la manera de percibir el mundo y la vida de las nuevas generaciones del país.*