Fernando Botero: la obra o la vida
Un escritor antioqueño le rinde homenaje al artista colombiano más universal, que murió a los 91 años de edad. La persona, el pintor y el escultor en una sola mirada.
Más de una vez me he encontrado en el metro o en barrios populares de Medellín con adolescentes que llevan un violín, una flauta traversa o un clarinete. Estos instrumentos, dicen ellos, les han cambiado la vida. A estos futuros músicos ese fagot, esa viola, esa arpa no se los dio el Estado ni un pariente rico, sino Fernando Botero. Lo dicen con orgullo y gratitud: “Este chelo me lo regaló el maestro Fernando Botero”. (Recomendamos: amistades y enemistades artísticas de Fernando Botero).
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Más de una vez me he encontrado en el metro o en barrios populares de Medellín con adolescentes que llevan un violín, una flauta traversa o un clarinete. Estos instrumentos, dicen ellos, les han cambiado la vida. A estos futuros músicos ese fagot, esa viola, esa arpa no se los dio el Estado ni un pariente rico, sino Fernando Botero. Lo dicen con orgullo y gratitud: “Este chelo me lo regaló el maestro Fernando Botero”. (Recomendamos: amistades y enemistades artísticas de Fernando Botero).
Hace poco mandé restaurar una tabla antigua craquelada y con el barniz oxidado. En manos de una joven restauradora, Marta Zapata Montoya, la pintura recobró toda la luz y todo su color. Al pagarle y agradecerle su excelente restauro le pregunté dónde había aprendido el oficio. “En Florencia”, me dijo, “con una beca que me dio el maestro Fernando Botero”. Botero, como si hubiera aprendido de los grandes mecenas del Renacimiento italiano, no ha sido solamente un gran filántropo público, sino también un patrocinador discreto y privado de las mejores causas.
Recuerdo una vez que lo entrevisté, hace ya muchos años, con motivo de las extraordinarias donaciones de cuadros suyos y de otros pintores que estaba haciendo a museos de Bogotá y Medellín. Me dijo que, aunque la mejor parte de su colección de otros pintores iba para el Museo del Banco de la República en Bogotá, le pensaba regalar también un cuadro a Medellín, uno solo, como los campesinos que ponen un huevo de madera en los nidos de las gallinas, para animarlas a poner otros huevos de verdad. “Como yo sigo coleccionando pintura, les pienso mandar el ponedor. Pero qué tal que yo mande el ponedor y después ninguno de los industriales de allá ponga nunca un huevo”. Pues eso que se temía fue lo que pasó. Que yo sepa, ningún industrial antioqueño ha puesto después en el Museo Botero ni tan siquiera un huevo de codorniz.
Aunque no lo parezcan, estas pequeñas anécdotas de la vida de Fernando Botero son importantes, porque su vida y su obra están entrelazadas estrechamente. Hay una más.
Se trata de una imagen doble que nunca se me ha borrado de él: en ella vemos a dos niños de cuatro años y a dos padres de cuarenta. En la primera imagen un niño pedalea con furia en un triciclo rojo. Pedalea sin parar, como intentando no oír los lamentos y sollozos que llegan desde otros cuartos de la casa. En la segunda imagen otro niño de cuatro años se mece sobre un caballito azul de palo, sereno y feliz. El primer niño sabe vagamente que su padre ha muerto, pero no puede saber que esta orfandad será la marca de su infancia y quizá de su vida. El niño que se mece tampoco sabe que en pocos días él mismo, sin darse siquiera cuenta, perderá la vida porque una lámina de acero le cortará el cuello cerca de Sevilla.
En el primer caso, muere el padre y el niño huérfano sobrevive; en el segundo caso, muere el niño y el deudo es el padre. Esos dos sobrevivientes, esos dos huérfanos son la misma persona: Fernando Botero. Botero es el niño de cuatro años que pedalea con furia porque su padre ha muerto a los cuarenta años; Botero es el pintor cuarentón que se vuelca con furia a su estudio y pinta a su hijo muerto a los cuatro años. Lo pinta una y otra vez, con dolor y con furia, durante dos años. Lo pinta para no olvidarlo, o para poderlo olvidar en el acto de recordarlo, y también para no oír los lamentos y sollozos que llegan desde el cuarto.
Estas imágenes remiten a una constante en la vida de Botero: no dejarse derrotar por las adversidades, sacar fuerzas de flaquezas, oponer una voluntad férrea contra todas las traiciones, tragedias y desgracias que pretenden doblarlo. Cuando, por unos meses, hice varias entrevistas para planear una biografía que nunca escribí, las respuestas más repetidas que me dieron los allegados suyos, con quienes alcancé a hablar, se referían siempre a su constancia y a su capacidad de trabajo.
Así me lo dijo Cecilia Zambrano, su segunda esposa y la madre de Pedrito, recordando sus días de Nueva York: “Fernando trabajaba como un loco, todo el día, sin parar. Yo nunca he conocido a nadie que trabajara más que él. No hacíamos programas ni los fines de semana, porque él seguía trabajando sin descansar, sin sábados ni domingos. Él no esperaba ninguna inspiración para trabajar; trabajaba como un banquero. Comenzaba más o menos a las 9 de la mañana y volvía a las 7 de la noche; todo el día pintaba y no salía ni a almorzar. Volvía a la hora de las noticias, a las 7. Era muy estricto en su manera de vivir, muy disciplinado, nada rumbero, y creo que sigue siendo así”.
Otro de sus amigos de juventud, el exprocurador Carlos Jiménez Gómez, lo recordaba de este modo: “No aceptaba ser pobre. No aceptaba no ser el primero de la clase. Siempre quiso ser el primero en todo y se dedicaba a lograrlo con constancia y determinación. Soñó su vida y la realizó como con pantógrafo. Buscó por varios caminos. Quiso ser torero. Después, como artista, inicialmente quería ser el gran muralista de Colombia, para ser aquí lo que habían sido los grandes muralistas en México. Soñaba con una esposa o al menos una amante europea y con tener casas en todas partes del mundo; todo lo consiguió a fuerza de trabajo, y oponiendo el trabajo a cualquier sufrimiento. Es más, a veces me parece que a Botero no le molesta que su vida haya sido tan dura, tan traumática, porque él ha preferido que su vida sea interesante a que sea feliz”.
En cualquier caso, las respuestas más nítidas al respecto son las que me dio el mismo maestro Botero: “El trabajo es una terapia extraordinaria. Cuando yo tuve esa enorme tragedia que fue la pérdida de mi hijo, a mí lo que me sacó adelante fue el trabajo. Empecé a trabajar con una avidez total que me ayudó mucho. Es una maravilla tener esta pasión y este amor por la pintura”.
“A mí me han dicho de todo en la vida. Si yo me pusiera a pararle bolas a lo que dicen de mí, pues no haría nada. Es saludable que hablen mal de uno. Hoy en día me importa poco, ya me resbalan las malas lenguas. Tengo una vida tan dedicada a mi trabajo, que todo eso es marginal. Yo no pinto para tener éxito, yo pinto porque me fascina el acto de pintar, si después eso tiene éxito, pues magnífico. Se necesita cierto grado de éxito para poder seguir trabajando con la misma pasión, porque por más que uno ame lo que está haciendo, la experiencia de trabajar en el vacío es muy dura. El éxito ayuda; y a los que no tuvimos papá rico nos ayuda más... Pero el motor básico de esta cosa no es el éxito. El motor básico es el placer que yo siento al llegar aquí todos los días y pintar y sentir que aprendo todos los días algo y que algo empezó a salir bien. Esa es la satisfacción”.
Quizás algunos lectores se quejen de que hasta ahora haya escrito más de la vida que de la obra del gran artista colombiano fallecido el viernes pasado en un hospital de Mónaco. Lo que ocurre es que en el caso de Fernando Botero la vida y la obra no deben separarse. En general los críticos de arte, al hablar de un artista, prefieren alejarse de su vida y concentrarse en las formas y resultados de todo aquello que produjeron, es decir, en sus pinturas, dibujos y esculturas. El caso es que, para bien o para mal, del gran artista antioqueño se ha escrito casi todo sobre su obra y mucho menos sobre su vida íntima, aunque se sepa que esa separación en él no es conveniente, ya que sin los desafíos y sin la generosidad de la vida de Botero es muy difícil comprender la fuerza de su obra.
Más aún, me atrevería a decir que su vida, por todo lo novelesco que hay en ella, a ratos parece incluso más interesante y compleja que su misma obra. Sus cuadros, por lo menos hasta el trágico fallecimiento de Pedrito, su cuarto hijo, mostraron siempre el rastro de las dificultades, las traiciones y humillaciones, y en general las complejidades en que se encontraba. Ojalá algún día el escritor Juan Carlos Botero, su tercer hijo, se decida a novelar la vida de sus padres (Fernando Botero y Gloria Zea), figuras notables de la historia artística e intelectual de Colombia. Creo que solo él podría hacerlo bien.
A finales de los años 70 a Fernando Botero le había ocurrido ya todo lo más importante que iba a vivir, y por eso mismo también, quizá, lo más sobresaliente de su obra artística. Si no estoy mal, esta termina con una estupenda explosión de tristeza convertida en belleza (la inigualable serie de sus Pedritos). A partir de entonces, el buen pintor que nunca dejó de ser siguió dedicado al trabajo serio y continuo, placentero y fructífero para él, pero también refugiado en la facilidad del manierismo de sí mismo, en las fórmulas pictóricas que -habiendo sido innovadoras, irónicas, auténticas hasta llegar a ser conmovedoras- pasaron a convertirse en un sereno virtuosismo de indudable éxito comercial, pero de un interés artístico menos claro. Lo mejor de su obra, cuando alcanza la cima de su maestría, ocurre, pues, en la mitad del camino de su vida, cuando tiene unos 45 o 46 años, al acercarnos al final de los años 70. En lo que viene después hay más repetición que innovación.
Esta afirmación me obliga a dejar por fuera casi toda su obra escultórica (sin duda monumental, cívicamente decorativa, a veces muy graciosa, pero casi siempre de un interés menor). Sigue habiendo de vez en cuando en su pintura unos cuantos ejemplos de muy buenos cuadros, pero demasiado apegados ya a una fórmula probada y aprobada, el boterismo, en la que ya no corría riesgo alguno, ni siquiera al mostrar las monstruosidades de Abu-Graib.
Si la calidad de un artista se puede medir por el éxito comercial y el reconocimiento internacional, sin duda no ha habido un pintor en la historia del arte colombiano más importante que el maestro Fernando Botero. Si a este difícil logro se le añade la inmensidad de los actos generosos de su vida pública y privada, entonces al buen artista se le suma una cualidad aún más importante y duradera: la de buena persona.
* Héctor Abad Faciolince nació en Medellín (Colombia), en 1958. Estudió Lenguas y Literaturas Modernas en la Universidad de Turín (Italia). Su más reciente novela es “Salvo mi corazón, todo está bien”, sello Alfaguara 2022. Es columnista de El Espectador.