Fernando Botero: la pintura como mundo
El biógrafo de Fernando Botero fue el poeta Juan Gustavo Cobo Borda, quien escribió este ensayo en 2001 para la colección de arte del Banco de la República. Fragmento.
Juan Gustavo Cobo Borda * / Especial para El Espectador
Las gordas y los gordos de Botero, tan colombianos. Y rodeándolos, en todo momento, esas montañas con sus volcanes y sus nevados, esos pueblos con sus coloreadas tejas de barro y sus calles estrechas y empinadas. Esas vírgenes, obispos y monjas. Esas sandías, plátanos, zapotes y naranjas. Esos batidos y esas morcillas, tan suculentas y apetitosas. Pintura para comer. También catedrales que parecen ponqués y, como si lo anterior fuera poco, banderitas colombianas que asoman por todos lados. (Recomendamos: Por qué Botero no vivía en Colombia, sino en Mónaco).
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Las gordas y los gordos de Botero, tan colombianos. Y rodeándolos, en todo momento, esas montañas con sus volcanes y sus nevados, esos pueblos con sus coloreadas tejas de barro y sus calles estrechas y empinadas. Esas vírgenes, obispos y monjas. Esas sandías, plátanos, zapotes y naranjas. Esos batidos y esas morcillas, tan suculentas y apetitosas. Pintura para comer. También catedrales que parecen ponqués y, como si lo anterior fuera poco, banderitas colombianas que asoman por todos lados. (Recomendamos: Por qué Botero no vivía en Colombia, sino en Mónaco).
Naturaleza muerta colombiana (1993) se titula uno de sus cuadros, pero la especificación también es válida para la totalidad de su obra. Una visión risueña y sarcástica, humorística y deformada de nosotros mismos. “Yo estoy pintando algo ‘local’ y ‘provincial’”, dijo en alguna ocasión, consciente de cómo ese mensaje era entendido en muchas otras partes, pero el arranque un tanto “folclórico” de su obra, evidente en su visión de lo latinoamericano como una infinita teoría de presidentes, dictadores, juntas militares y primeras damas va revelando, en una segunda visión, otros secretos mejor guardados.
Debajo de las medallas y de las bandas presidenciales, de las pieles de zorro y los obscenos collares, laten el Prado y el Louvre, las iglesias italianas y los muros en los que Orozco, Rivera y Siqueiros plasmaron el mestizaje y la primera gran revolución del siglo XX: la mexicana. Allí está lo mejor de la historia del arte, de Piero della Francesca a Ingres, pasando por Vermeer, Caravaggio, Rubens o Velázquez, a todos los cuales ha dedicado explícitos homenajes. Sin olvidar, por cierto, a la Monalisa, o a Georges de La Tour. Pero este curso creativo de la historia del arte sigue enmarcado en su gusto aún provinciano que mantiene vivo los apeñuscados techos de su Medellín natal, a la vez tan santurrones y tan azufrados.
Los sonrosados ángeles del Renacimiento se han trocado en los maliciosos diablos de Tomás Carrasquilla, A la diestra de Dios Padre. También allí subsisten, como humus nutricio, las manos del artista, que acariciaron con morosa lentitud los panzudos caballitos de Ráquira o las figuras populares de barro de Carmen de Viboral. Y aún más atrás cierta otra cerámica, esta vez precolombina y quimbaya, en la cual perdura algo hierático y monumental a pesar de la levedad de su gracia. Sin olvidar, en todo caso, los arcángeles arcabuceros de la pintura colonial, que ha coleccionado con deleite, y sus recargados retablos barrocos, con sus frutos dorados.
De esa Antioquia aislada entre montañas salió Fernando Botero, y como lo dice Carlos Jiménez Gómez en su libro Notas de pueblo en pueblo (1976): “De Medellín se sale siempre para volver, y como hacia una periferia concéntrica”. Por ello quizá su escenario más feliz y más jocundo lo constituyen, sin lugar a dudas, esos viejos burdeles del barrio Lovaina en Medellín, en donde se amontonan sus figuras al hacer que el espacio se vea invadido por cuerpos en constante expansión. Un cabal ejemplo de ello lo constituye La Casa de Amanda Ramírez (1988), en donde el fortachón de pantalones marrones y chaqueta verde sostiene sobre el hombro, como figuras de circo, a la redonda mujercita de medias grises y sexo diminuto. Atrás, un hombre sobre la cama se afana en vano encima de la mujer que ya duerme, ausente para siempre. Rotundos todos ellos, pero todos ellos a su vez minuciosos y exactos.
Nada que sintetice mejor este microcosmos a la vez familiar y truculento como La muerte de Ana Rosa Calderón (1969). El hombrecito de negro golpeará en la puerta de la prostituta desnuda, la llevará a pasear al campo en caballo, la apuñalará, aparentemente ajeno a lo que hace, la enterrará descuartizada, y luego dormirá tranquilo, entre una nube de moscas, mientras el policía indolente se recuesta contra la pared y clausura así la secuencia.
Cómic sangriento, con su hilo narrativo bien explícito, a Fernando Botero le encanta narrar su novela por entregas. La de los obispos en viaje a remotos concilios, y que pasean con sombrilla por bosques encantados. La del hombre al borde de la piscina desde donde verá desfilar las pesadas musas de sudeseo. Gigantas y enanos, putas y oficinistas, reyes y pintores, bufones y músicos, alcahuetas y borrachos que duermen debajo de las camas de hierro o apuran, con ojo bizco, el último trago de la última botella de ron o aguardiente, como se encarga de precisarlo el pintor con todas sus letras.
El mundo se llama ahora La casa de María Duque (1970), Casa de Ana Molina (1972) y Casa de las mellizas Arias (1973). Allí en esos escenarios, y gracias a la adolescencia bohemia de Fernando Botero, se revive una época extinta, poblada por sus fantasmas: dibujos para el periódico, trago y fiestas con los amigos, visitas a las casas de citas, afición a los toros. Es el mundo de sus parrandas provincianas y el de su análisis, recursivo y descarnado, de la mejor pintura.
Escribió sobre Picasso y lo tildaron de comunista, según cuenta. Sobre edredones salpicados de flores cursis, Botero intenta que caigan en pecado las saludables angelotas de crinolina y labios diminutos coloreados en forma de corazón. Un mal gusto populachero y entrañable, un mal gusto subdesarrollado, de desmesuras y contrastes, alimenta la dilatación formal de esas figuras, con el piso sembrado de colillas de cigarrillos y el aire hecho visible gracias al revoloteo de las moscas. Volúmenes en una atmósfera que se ofrece a nuestros ojos con la candidez del retablo. Allí en la que Botero el mago mueve a su antojo los hilos de estos títeres encarnados.
También se da allí la satisfecha gordura pretenciosa de las familias burguesas, orgullosas de sus casas de juguete, o de su foto-fija, para mostrar, tomada en el jardín aledaño. Son ellas el contrapunto legal y aceptado de esa zona roja que visitamos antes. Hay algo aparatoso y pueril en todo el asunto, dándonos la impresión de juguetes demasiado grandes en manos torpes y regordetas. La desproporcionada asimetría de esos cilindros rechonchos o de esos barriles con pies y manos llegamos a aceptarla por la lógica interna que rige ese mundo alterado y por el color que sensibiliza esa postal tan naïf como hábil. Color de pueblo, de Desfile de Silleteros en Medellín, bajados de las montañas con su carga de flores, o de acuático mercado floral en Xochimilco. Colores en los que el mal gusto es elevado a detonante explosivo que, sin embargo, se atempera dentro de la sobriedad geométrica de una estricta composición. Con esa claridad arquitectónica que lo distingue logra que sus azules y sus rosas, sus grises y sus naranjas terminen por ceñir un mundo que ya le es propio. El del provinciano que conquistó la historia del arte.
El núcleo antioqueño, encerrado entre montañas, y petrificado en el detenido tiempo de una inmovilidad histórica. Los arrieros se quedaron congelados en la última pose con que Botero los fijó para siempre. Incluso el hombre que se cae del caballo termina por flotar en el aire. Y por esas calles recoletas irrumpirán, orondos y fatuos, Luis XVI y María Antonieta, para visitar un Medellín de curas y beatas. Regido por la Iglesia y decididos a condenarse y arder en el infierno por su pecadora inclinación al lucro y a los deleites carnales, con la culpa a cuestas. De ahí tantos desnudos a la vez tan obsesivos y tan fríos. Imágenes congeladas. Por ello, también, el claustro religioso verá rotos sus muros y desparramadas por sus callejuelas sus últimas imágenes sacras: las gruesas monjas con sus hábitos acolchados y los apresurados sacerdotes, afanados con sus sotanas. La catedral de Medellín y la Virgen de Colombia, a la vez cándida y apabullante.
Puede pensarse en un realismo tosco y un feísmo deliberado. Pero en realidad ese humor chocarrero y ese vocabulario de grueso calibre, se corresponde muy bien con la figuración que distingue a Botero. ¿Cómo?
Porque él sabe muy bien, como lo señaló Carlos Jiménez Gómez: “Lo que Antioquia le debe al campo, el perfil netamente campesino de su cultura”. Eso explicaría quizá su pragmatismo visual. No hay equívoco alguno: son lo que son. El obispo: obispo. El capitán: capitán. La puta: puta. También su maliciosa ingenuidad de primitivo, que nos ofrece un primer plano lleno de trampas y seducciones. De figuras que se esconden o aparecen camufladas. Que se asoman, curiosas, o desaparecen con sigilo culpable. Acumulación muy precisa de detalles o de guiños plásticos para mantenernos entretenidos y atrapados. Trucos de cuentero hábil. Crudeza frontal con que se exponen las verdades de a puño. Tradición conservadora y prurito de exagerar. De narración excesiva y abundante, una vez dada la rúbrica personal, de enfática autenticidad.
Así soy yo, montañero, y vengo a contarles un cuento de mucha plata, en el que el diablo gana. El cuento resulta tan grotesco e inverosímil que terminamos por reírnos y aceptar la inflación de ese mundo trastocado. La exageración ha terminado por hacernos cómplices. Se trata de un juego que compartimos eufóricos. Rompemos los límites de la diaria faena, tan subrayada en la cocina, en el baño, en los obreros que trabajan (1994), en La criada (1998), en la mecedora de la abuela, en la máquina de coser de la madre, y nos instalamos felices en el sueño que nos redime y amplía los horizontes parroquiales. La mandolina más grande. Las manzanas imposibles. Engullir el mundo y regurgitarlo convertido en nuestra imagen deseada. Triunfadores natos, allí, por debajo, asoma sin embargo la hilacha de los prejuicios y de la viveza demasiado interesada. ¿Los protestantes, acaso, no vivían desnudos dentro de sus casas?
Algo de ingenuo y a la vez algo de falsamente rígido y envarado disimula, no del todo, su ambiciosa avidez de triunfo y reconocimiento. Es el hombre que toma en serio su fábula y nos lleva a reír con ella. Pero el risueño engaño de la comedia también puede volverse trágico. Incluso al llegar a los nuevos tiempos, con la Muerte de Pablo Escobar (1999), Botero lo pintará, sobre los techos de siempre, las verdes montañas que lo encierran a lo lejos, y una lluvia de balas que derrumba su humanidad estática. También a él, mito renovado, lo mató el sentimentalismo de una llamada demasiado larga a su familia.
La madre, la familia, voraz y omnipresente, continúa determinando ese mundo de hombres inmaduros, impacientes por acumular fortuna y ser siempre los mejores, que juegan desnudos a los caballitos con las mujeres que galopan sobre sus espaldas. Son los más altos. Los más grandes. Los más gordos. Con razón Fernando González, el filósofo de Antioquia por antonomasia, hablara de “el hombre gordo de Medellín”.
* Juan Gustavo Cobo Borda fue un reconocido literato (1948-2022). Es el autor de la biografía “Fernando Botero. La plenitud de la forma”, publicada por el sello editorial Panamericana en 2006.