Fernando González Pacheco, el hombre de las mil caras
Según los últimos partes médicos, la salud del animador mejoró.
Fernando Araújo Vélez
Algún día habrá devuelto la infinita película de su vida para recordar que todo se inició por casualidad, tal vez porque él estaba en el lugar y el momento precisos. Entonces se detendrá en los años 50, cuando trabajaba como una especie de mayordomo en un barco de la Flota Mercante Grancolombiana y allí, por las noches, para que las noches fueran menos largas y aburridas, se presentaba con una guitarra hawaiana y cantaba y se inventaba historias cómicas.
Un día, un señor de modos graves y pelo blanco que se identificó como Alberto Peñaranda se le acercó después de su función y le preguntó si deseaba trabajar en un programa de televisión. Él sonrió, nervioso, y miró de soslayo al capitán de la embarcación como para que le aconsejara, para que lo salvara, pero el señor insistió.
“De todas las cosas que he hecho en mi vida, ser marino sería la única que repetiría y que añoro”, diría Fernando González Pacheco más de 50 años después. Aquella con Peñaranda fue su penúltima noche en el mar. Luego comenzaron sus años en la televisión. Su debut fue casi el mismo día en el que fue a conversar a las oficinas de presidencia de Punch con Peñaranda, en un programa que se llamaba Agencia de artistas. “Me hizo esperar como dos horas, y luego, ante mis dudas, me soltó un desafiante ¿O no es capaz? que me caló muy hondo”.
En una de sus primeras salidas al aire, marzo de 1956, anunció a don Pedro Vargas, quien solemne, y hasta lejano, le dijo que iba a interpretar una canción de Agustín Lara, Noche de Ronda. Pacheco repitió la información. “Con ustedes don Pedro Vargas y una canción del inolvidable Agustín Lara, Noche berrionda”.
En un segundo salió del embrollo con una broma y una burla hacia sí mismo. Así había superado cientos de dificultades en su vida, casi desde el mismo día en el que arribó a Colombia desde Valencia, España, con cuatro años recién cumplidos. Fue díscolo, aventurero, regular estudiante, campeón nacional de ping-pong, guitarrero, aprendiz de torero y boxeador profesional, Kid Pecas.
Después la televisión lo atrapó y volvió a hacer y ser de todo y de cualquier cosa, pero con una cámara enfrente y en ocasiones, a beneficio de los niños, “porque usted sabe —diría hace poco— que aunque suene a demagogia, un niño triste, un niño con hambre, me llevan al llanto”.
Por ellos jugó al fútbol pese a que le pegaba a la pelota con los tobillos. Por ellos se lanzó en paracaídas más de una vez. Y fue payaso, y se metió en una jaula llena de leones, y gateó, y discutió con las loras y se dejó avasallar por las mismas loras y cantó con ellas. Por ellos, él se convirtió en parte de la niñez de millones en Colombia que lo seguían en Animalandia, en Compre la orquesta, en Siga la pista o el Club de los Cortapalos, y que luego lo encontraron en Cabeza y cola, Cita con Pacheco y Pacheco insólito, o en series como Yo y tú, El cadáver del señor García o el Viejo y Arsemio Lupín.
Hubo más de 35 años en los que Pacheco estaba en todos lados, en blanco y negro y a color, en las fotos de los diarios, en la publicidad, en los aparatos de televisión e incluso, en carne y hueso, sobre los escenarios de algunos teatros con obras como Sugar y La jaula de las locas.
Con el tiempo, sus antiguas risas se fueron transformando en tonos más serios. “La vida”, diría él. La vida se había llevado a varios de sus amigos, como Bernardo Romero Pereiro y Álvaro Ruiz, como Hernando Casanova y David Stivel. La vida, también, lo había postrado en una cama en más de una ocasión, lo había dejado por instantes solo, le había quitado a la fuerza la libertad y lo había relegado a vivir lejos, muy lejos de sus afectos, “porque yo nací en España, pero crecí y me hice en Colombia, y más que nada soy eso, colombiano, y un eterno agradecido con los colombianos”.
Algún día habrá devuelto la infinita película de su vida para recordar que todo se inició por casualidad, tal vez porque él estaba en el lugar y el momento precisos. Entonces se detendrá en los años 50, cuando trabajaba como una especie de mayordomo en un barco de la Flota Mercante Grancolombiana y allí, por las noches, para que las noches fueran menos largas y aburridas, se presentaba con una guitarra hawaiana y cantaba y se inventaba historias cómicas.
Un día, un señor de modos graves y pelo blanco que se identificó como Alberto Peñaranda se le acercó después de su función y le preguntó si deseaba trabajar en un programa de televisión. Él sonrió, nervioso, y miró de soslayo al capitán de la embarcación como para que le aconsejara, para que lo salvara, pero el señor insistió.
“De todas las cosas que he hecho en mi vida, ser marino sería la única que repetiría y que añoro”, diría Fernando González Pacheco más de 50 años después. Aquella con Peñaranda fue su penúltima noche en el mar. Luego comenzaron sus años en la televisión. Su debut fue casi el mismo día en el que fue a conversar a las oficinas de presidencia de Punch con Peñaranda, en un programa que se llamaba Agencia de artistas. “Me hizo esperar como dos horas, y luego, ante mis dudas, me soltó un desafiante ¿O no es capaz? que me caló muy hondo”.
En una de sus primeras salidas al aire, marzo de 1956, anunció a don Pedro Vargas, quien solemne, y hasta lejano, le dijo que iba a interpretar una canción de Agustín Lara, Noche de Ronda. Pacheco repitió la información. “Con ustedes don Pedro Vargas y una canción del inolvidable Agustín Lara, Noche berrionda”.
En un segundo salió del embrollo con una broma y una burla hacia sí mismo. Así había superado cientos de dificultades en su vida, casi desde el mismo día en el que arribó a Colombia desde Valencia, España, con cuatro años recién cumplidos. Fue díscolo, aventurero, regular estudiante, campeón nacional de ping-pong, guitarrero, aprendiz de torero y boxeador profesional, Kid Pecas.
Después la televisión lo atrapó y volvió a hacer y ser de todo y de cualquier cosa, pero con una cámara enfrente y en ocasiones, a beneficio de los niños, “porque usted sabe —diría hace poco— que aunque suene a demagogia, un niño triste, un niño con hambre, me llevan al llanto”.
Por ellos jugó al fútbol pese a que le pegaba a la pelota con los tobillos. Por ellos se lanzó en paracaídas más de una vez. Y fue payaso, y se metió en una jaula llena de leones, y gateó, y discutió con las loras y se dejó avasallar por las mismas loras y cantó con ellas. Por ellos, él se convirtió en parte de la niñez de millones en Colombia que lo seguían en Animalandia, en Compre la orquesta, en Siga la pista o el Club de los Cortapalos, y que luego lo encontraron en Cabeza y cola, Cita con Pacheco y Pacheco insólito, o en series como Yo y tú, El cadáver del señor García o el Viejo y Arsemio Lupín.
Hubo más de 35 años en los que Pacheco estaba en todos lados, en blanco y negro y a color, en las fotos de los diarios, en la publicidad, en los aparatos de televisión e incluso, en carne y hueso, sobre los escenarios de algunos teatros con obras como Sugar y La jaula de las locas.
Con el tiempo, sus antiguas risas se fueron transformando en tonos más serios. “La vida”, diría él. La vida se había llevado a varios de sus amigos, como Bernardo Romero Pereiro y Álvaro Ruiz, como Hernando Casanova y David Stivel. La vida, también, lo había postrado en una cama en más de una ocasión, lo había dejado por instantes solo, le había quitado a la fuerza la libertad y lo había relegado a vivir lejos, muy lejos de sus afectos, “porque yo nací en España, pero crecí y me hice en Colombia, y más que nada soy eso, colombiano, y un eterno agradecido con los colombianos”.