Fernando Pessoa y la ternura
El escritor y poeta murió a los 47 años, la edad en que la vejez todavía es joven.
Jose Hoyos
En cambio Bernardo Soares a esa edad ya era un anciano, y Alberto Caeiro era un hombre cuyo tiempo iba en sentido contrario y cada vez se acercaba más a la niñez. Si multiplicamos 47 por el número total de heterónimos que creó -que, bien visto, no vienen siendo heterónimos- sino personas con vidas e identidades propias- la edad resultante supera la de Matusalén. A qué edad habrá alumbrado Pessoa a tanta y tan notable gente. Agarró su vida y la diseccionó para entregarle un pedacito a cada una de sus extensiones heterónimas. Se restó vida para sumarse inmortalidad. Tenía la edad en que se empieza a no esperar nada, “porque es perfectamente inútil esperar… ¿qué le queda a alguien como yo si no la renuncia por modo y la contemplación por destino?”. Todas esas bocas que alimentar con palabras, todos esos modos de pensar tan amplios, todas esas índoles de expresión, todas esas urgencias de decirse por vías tan dispares (Campos es un viajero anhelante, Reis es un epicúreo, Caeiro un campesino sin estudios y Soares un contable de oficina) cómo no iban a agotarle rápido la vida.
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En cambio Bernardo Soares a esa edad ya era un anciano, y Alberto Caeiro era un hombre cuyo tiempo iba en sentido contrario y cada vez se acercaba más a la niñez. Si multiplicamos 47 por el número total de heterónimos que creó -que, bien visto, no vienen siendo heterónimos- sino personas con vidas e identidades propias- la edad resultante supera la de Matusalén. A qué edad habrá alumbrado Pessoa a tanta y tan notable gente. Agarró su vida y la diseccionó para entregarle un pedacito a cada una de sus extensiones heterónimas. Se restó vida para sumarse inmortalidad. Tenía la edad en que se empieza a no esperar nada, “porque es perfectamente inútil esperar… ¿qué le queda a alguien como yo si no la renuncia por modo y la contemplación por destino?”. Todas esas bocas que alimentar con palabras, todos esos modos de pensar tan amplios, todas esas índoles de expresión, todas esas urgencias de decirse por vías tan dispares (Campos es un viajero anhelante, Reis es un epicúreo, Caeiro un campesino sin estudios y Soares un contable de oficina) cómo no iban a agotarle rápido la vida.
¿Fue suficiente tiempo de vida para un hombre que era más alma que cuerpo? Tal vez demasiado. Nadie se hace poeta por las buenas. Individuos como Pessoa tienen muy poquitos anticuerpos contra el mundo, están indefensos, la fragilidad de su alma supera la de sus carnes. Pero al mismo tiempo tienen una especie de perfume, una savia compensadora de flaquezas y cojeras existenciales. La ternura es la eterna inocencia de no pensar mientras se siente. Su esencia es la misma de un fuego pirotécnico: una vida corta, pero fulgurante. El mundo jamás ha estado preparado para la ternura abierta. Si es genuina está desprovista de cursilería compasiva, se presenta más bien silenciosa, tímida, arisca, pero se entrega como el mar. La de Pessoa es un tipo de ternura vinculada a la entrega propia de quienes escriben como si la escritura fuera la vida misma y no un oficio ni un fin. Un amor que nace de la incapacidad para hacer cualquier cosa por otra persona que no sea acompañarla en sus miedos y deseos y frustraciones y dudas y saber que nada puede hacerse salvo escribirlo todo y ya.
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Soares no aguanta más su vida monótona de empleado de oficina ni al patrón ni a los perejiles que tiene por compañeros, pero examina con minucia de entomólogo lo que sería no contar con ese ambiente ni con esa gente alrededor, con quienes a pesar de todo ha convivido por años y sobre quienes ha observado y escrito tanto: “Todo esto se ha vuelto parte de mi vida; no podría dejar todo esto sin llorar, sin comprender que, por malo que me pareciese, es una parte de mí lo que se quedaría con todos ellos, que el separarme de ellos es una semejanza de la muerte”.
Ternura es lo que sobrevive a las palabras y vence la sagacidad de los silencios. Al igual que la bondad o la redención, la ternura no es tan simple como parece. Es un sentimiento intenso hasta la ferocidad. Como un amor de otra especie. Un amor por la vida tan profundo como contenido, al que solo se llega resignando mucho de uno mismo y habiendo entibiado la frialdad con que el mundo práctico ensombrece los corazones. En Pessoa la ternura es casi una insolencia. Puesto que la vida corriente se mueve por debajo de capas y capas de rudeza, alcanzar la ternura equivale a la indefensión absoluta. “El mundo de hoy solo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la inhumanidad y la hiperexcitación”. Ni hace un siglo en Lisboa ni hoy se ha contado con suficiente coraje para la ternura. Un alma que ande sin envoltura es susceptible de enfermar y envejecer prematuramente. Si se vive tan corto de anticuerpos no queda de otra que correr a escribirlo antes de que el fatigado corazón diga basta.
Lo mejor de escribir es sentarse a no escribir y mirar tranquilo la vida. Leer en los eventos triviales de la rutina las páginas más auténticas que puedan existir. Como ahora, cuando detengo la lectura y observo personas y situaciones allá afuera. Lo que significa que sigo leyendo ese otro libro monumental que es la vida en movimiento. Observo a un hombre que pasa por la calle, uno que siempre hace ese mismo recorrido. Tiene el pelo flechudo en redondo, espalda destemplada, hombros curvados, brazos vacilantes, usa la lentitud para que sus gestos parezcan deliberados, lleva ojos muy abiertos y labios separados, la cara de susto que ha tenido siempre, un susto ya bien aclimatado e incorporado en sus maneras. Un susto de origen psíquico. Qué trauma, qué dolor, qué injusticia, qué agresión, qué frustración, qué catástrofe padecida de niño le habrá condicionado el alma. Nada registra tan gráficamente los efectos de una vida triste como el cuerpo humano. La cara que tenemos durante la niñez es una suma constante, y durante la adultez es un resultado. Lo que vemos de una persona cualquiera que pasa por la calle, su cuerpo, es apenas la punta del iceberg de su existencia. El resto solo emerge en escasísimas ocasiones, preferiblemente a solas o cuando se está borracho. Los seres humanos somos una subterránea suma de traumas andando por ahí.
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No la ha tenido fácil un cuerpo que camina como arrastrando la piedra de Sísifo. A diferencia de quienes caminan livianos porque carecen por completo de contacto con la verdad sobre sí mismos, amarrada en una cueva como un animal peligroso. Ver caras en la calle y cuerpos que pasan es un ejercicio fascinante y al mismo tiempo aterrador. Se hacen palpables las angustias, anhelos, heroísmos anónimos, ilusiones, ilusiones rotas, miedos, astillas. Todavía con la lectura de Pessoa fresca vi en la fila del supermercado a una señora que ya he visto antes, mujer bajita y menuda caminando inclinada hacia delante lista para hacerle venias a todo el mundo, por su expresión dubitativa parece sentirse obligada a rendir pleitesías. No fue necesario verla de frente, la espalda ofrecía un mensaje claro: el peso cansado de unos 60 años de combate, la curva típica de la humildad deformándose hasta volverse ausencia de amor propio, el carácter tímido y disminuido en un cuerpo sin centro vital. Clarice Lispector lo dejó muy claro: “Alguien que pacta con todos se olvida de que su centro vital, como el de cualquier persona, tiene que ser respetado. Respeta incluso lo peor de ti mismo. Sobre todo lo peor de ti mismo”.
Sí, es ternura lo que despierta ante esas imágenes, pero atravesada por algo maluco, como intocable, tristeza mezclada con reverencia. También es un asunto perversamente utilitario, del tipo de utilidad que consiste en llevarse en la memoria gestos y actitudes y palabras para después armar (los dioses me perdonen) un personaje literario. Cuánto miedo produce ver la indefensión andando por ahí. Es un enigma perturbador tratar de imaginar qué traumas sufrieron esas personas durante la niñez, cosas jamás contadas a nadie, qué dolores y mutilaciones arrastran, qué secretos hondísimos les moldearon la postura corporal y los gestos, qué intenciones de vida tenían hasta el momento en que llegó el golpe que torció su cuerpo y su destino para siempre.
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En un fragmento del Libro del desasosiego se habla de la espalda de un hombre que va caminando por delante de Soares. Una espalda común de un desconocido cualquiera, y “sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. La ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar… por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida”.
A veces sucia, a veces con púas, siempre aplastante, la de Pessoa es una ternura hacia toda la humanidad, la ternura y el dolor anticipado del que sabe que la vida se trata, insalvablemente, de sobrellevar cargas.