Fiel relación de las andanzas de Ivancho Panza, gobernador de la ínsula Polombia
Hoy, 28 de diciembre, le damos cabida al humor político-literario con esta sátira que nos recuerda episodios no muy lejanos ni muy inocentes.
Simón Uprimny Añez / Especial para El Espectador
Al Duque de Arboleda.
DE CÓMO EL GRAN IVANCHO PANZA TOMÓ LA POSESIÓN DE SU ÍNSULA, DEL MODO QUE COMENZÓ A GOBERNARLA, DE LO QUE LE SUCEDIÓ RONDÁNDOLA Y DEL FATIGADO FIN Y REMATE QUE TUVO SU GOBIERNO
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Sué aquí, Inti allí, tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor de la música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol de los trópicos, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!, a ti digo que me favorezcas y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Ivancho Panza. (Recomendamos: Entrevista de Simón Uprimny a la biógrafa de Picasso).
Digo, pues, que ha unos años llegó Ivancho Panza a un lugar de hasta cincuenta millones de vecinos, que llevaba el nombre de la ínsula de Polombia. Al llegar a las puertas del palacio del gobernador, en un lluvioso día de los primeros de agosto, salió el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por gobernador de la ínsula durante la duración de un cuatrienio todo.
Había sido nombrado Ivancho Panza para ejercer la regencia de la ínsula por uno de los más acaudalados señores de las tierras aquellas. Señor que brillaba y sobresalía por sobre el resto debido a su malicia y astucia, pues no existía maña o argucia que no practicara con sumo ingenio. Era su nombre Vándalo Urbino, y en los ubérrimos y feraces territorios polombianos hacía todo cuanto en gana le venía. Un buen día, amanecido de pensativo humor, y porque sucedía que ya estaba con los sesos un poco derretidos por el viejo Cronos, Vándalo Urbino comprendió que el momento había llegado de elegir a alguien de sangre joven para que tomase en posesión la administración de su ínsula. Y como está dicho en la Divina Escritura que un abismo llama a otro abismo y un pecado a otro pecado, eslabonáronse las meditaciones de Vándalo Urbino hasta hacerlo recordar que de entre sus protegidos había uno del que mucho habíase hablado en los últimos tiempos, que relucía gracias a sus múltiples y excelsas cualidades, tales como su carácter moderado y su elocuencia, aumentada ésta por su eminente manejo de los dialectos extranjeros. Aquel prospecto era el nuestro Ivancho, quien a pesar de no ser ya mancebo estaba aún muy lejos de la senectud, y constituía así el candidato perfecto para el oficio. En cuanto a su aspecto físico, tenía la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y fue por esto que debiósele poner también el nombre de Panza, y que era entonces conocido por todo el mundo como Ivancho Panza.
Mas la apariencia es solo una de las dos mitades constituyentes del hombre, y preciso es mencionar ciertos aspectos sobre aquella otra, que muchos consideran la más importante y que algunos llaman alma y otros, espíritu. Esto es de estrema importancia para este nuestro relato, ya que lo que Vándalo Urbino jamás imaginó es que, detrás de la imagen de hombre comedido y responsable, era Ivancho Panza en realidad poltrón y perezoso. En efeto, sentíase su espíritu mucho más a gusto en las vecindades del goce, del divertimento y de la francachela que del trabajo, el esfuerzo y la diligencia. Tenía Ivancho Panza alma de artista e inventor: amaba la música, aunque la música no lo amaba a él, gustaba de tocar su laúd, aunque al laúd no le gustaba ser tocado por él, y encontraba solaz en hablar en público, aunque no se podía decir lo mesmo del público. Era avieso, y travieso, y retozón, y era muy alegre. Otro rasgo importantísimo, pero por muchos desconocido, dábale forma y firmeza a su personalidad: no era éste otro que su infinita afición por la comida. En verdad que no había nada mejor para Ivancho que el que lo convidasen a una buena comilona. De modo que lo que más lo regocijaba, y el principal motivo que lo impulsó a aceptar la propuesta de Vándalo Urbino de asumir la regencia de la ínsula, eran los inigualables banquetes que, lo tenía por averiguado, celebrábanse diariamente en el palacio del gobernador y en los que esperaba meter las manos hasta los codos.
Y ya adivinarás, desocupado lector, que ni siquiera la noble tarea de gobernar una tierra y un pueblo amables como el polombiano puede oponerse a las pasiones más profundas del alma humana, elemento misterioso como ningún otro. Desta suerte, instalado ya en su fastuoso palacio, Ivancho Panza constató más pronto que tarde que su recién adquirida autoridad permitiríale la consumación de sus más intensos deseos como nunca antes había siquiera imaginado. Fue así que, no bien iniciado su gobierno, acudió a rellenar la barriga suya con todo lo que encontraba a su alcance: chuletas, pechugas, milanesas, salchichas y perdices. Y filetes, pescados, mariscos, frutas, jugos, cerveza y licor. En su barriga todo era bienvenido. Y no deben olvidarse sus preferidos, que eran los postres, y cuya variedad era en verdad asombrosa: pasteles, galletas, bizcochos, chocolates, tortas y tartas, dulces, golosinas y bombones, caramelos… Tornábasele agua la boca tan solo con pensar en todos estos manjares. Un día su alegría fue suma: a sus oídos llególe el rumor de un postre al que solo los soberanos tenían acceso y el cual no había escuchado nombrar jamás: tratábanse de unos panes dulces y redondos cubiertos de azúcar que llevaban el extraordinario nombre de “roscones”. A Ivancho Panza ilumináronsele los ojos y, ávidamente, preguntó: “¿Y son grandes los roscones?”. “Tan grandes como el gobernador lo desee”, respondieron a una sola voz sus servidores.
Ivancho Panza gozaba como nunca habíase visto gozar a hombre alguno. Pero lo bueno poco dura, y rara vez puede el alma gozar impunemente, porque a menudo sucede que las consecuencias termínalas pagando la carne, en carne propia. Y así, poco a poco, el cuerpo del gobernador fuese hinchando, revelando su completa y laboriosa entrega a los placeres del paladar. Aquello no pasó desapercibido a los ojos atentos de las gentes del pueblo, que principiaron a llamarlo el ancho de Ivancho, sobrenombre por el que será llamado en algunas veces desta sabrosa historia.
Y como tampoco nunca lo bueno fue mucho, hiciéronse las tragantonas cada vez más abultadas, de manera que entre juergas y divertimientos, el entendimiento de Ivancho empezó, más rápida que lentamente, a deteriorarse. Tantas grasas y azúcares vinieron a subírsele a la cabeza, haciéndole figurarse los más imposibles disparates. Las noches pasábalas en blanco, totalmente preso en sus locuras. Y así, del poco dormir y gobernar, y del mucho comer y fantasear, secósele el cerbelo, de manera que empezó a perder el juicio.
Inevitable fue que la primera inaudita decisión viniérasele al cogote a Ivancho Panza en un momento en que comía, que eran más que aquellos en que no lo hacía. Ocurrió durante una mañana en que el gobernador acompañaba el desayuno con su jugo predilecto, el de naranja. De pronto, a la mitad de la bebienda, Ivancho quedó totalmente hipnotizado por el resplandor del vaso. Examinaba atentamente aquel color naranja del líquido, que apareciósele como el más bello que jamás hubiesen apreciado los ojos suyos. En ese instante, una idea brillante lo asaltó: sin más ni más decretó que, a partir de ese día y durante todos los que le seguirían, en cada casa de la ínsula de Polombia tomaríase única y exclusivamente jugo de naranja al desayuno. Promulgó asimismo que aquellas familias que fuesen descubiertas ingiriendo cualquier otro líquido durante el desayuno serían severamente castigadas, aplicándoles en el acto un ayuno de tres horas, que era algo que espantaba sobremanera la mente, y las tripas, de Ivancho. La disposición tenía, además, la sin par ventaja de estimular la producción y venta de las frutas de naranjas, de modo que a esta osada estratagema empezósele a conocer como economía de las naranjas.
Mas ocurrió que estas resoluciones, bien que pensadas para su beneficio, no fueron bien recebidas por los insulanos, quienes, quizás porque su ignorancia igualaba en tamaño a su bondad, no lograron nunca entender los motivos por los cuales habían de seguir semejantes órdenes. Entre las atónitas gentes, los reproches hacia su gobernador empezaron, poco a poco, a hacer como él: a ensancharse. Fuertemente afectó esto a Ivancho, que aunque algo indolente, también amaba ser amado, y deterioróse su sueño más de lo que ya estaba, que era mucho, así que pasaba noches enteras sin poder dormir. Entonces vióse obligado a recurrir a las más poderosas pócimas para intentar algún reposo.
Dícese que una noche en la que estas pócimas por fin dejaron caer las compuertas de sus ojos, apareciéronsele a Ivancho Panza algunas estrañísimas visiones con las que nunca antes había soñado. Las más vívidas fueron las de siete minúsculos hombrecillos que bailaban y cantaban alrededor del gobernador, quien contemplábalos divertido desde un inmenso trono de oro, aplaudiendo y riendo como el más feliz de los infantes. Al despertar en la mañana siguiente, estuvo Ivancho luengo tiempo meditando sobre el significado de aquel tan peculiar sueño suyo. Después de extensas horas de cavilaciones, su incomparable ingenio logró dilucidar el misterio, que consistía en una señal secreta a él enviada por los dioses: escondíase la clave detrás del número de enanos, que no eran ni seis ni ocho, sino exactamente siete. Por eso, vino a dar con el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que parecióle convenible y necesario, tanto para el aumento de su honra como para el servicio de su ínsula, que toda ésta transformásese en una encarnación deste número mágico. Con estos tan agradables pensamientos, dióse priesa Ivancho Panza a poner en efeto lo que deseaba: primero determinó que la ínsula tendría siete constituciones, de manera que pudiese recurrir a la más ventajosa de entre ellas según la situación. Luego ordenó que siete serían las cortes que impartirían justicia dentro de su feudo, y que estas serían presididas por siete de sus más inteligentes y discretos amigos. También guiaría el siete la repartición del territorio: siete serían los barrios de la ínsula, siete los pisos de los edificios y siete los cuartos de las casas. Siete hijos y siete hijas tendrían las familias, así como siete perros y siete gatos, cuyos nombres podrían estar compuestos únicamente por siete letras. Mandó el ancho de Ivancho que fuesen estas disposiciones cumplidas por todos los habitantes de la ínsula de manera inmediata, y declaró que a quienes no lo hiciesen cayérales encima todo el peso de la ley, que era casi tan grande como el del gobernador.
Por aquellos días tuvo lugar otro episodio digno de saberse y de contarse. La infanta real, hija de Ivancho Panza, había sido invitada a una celebración de cumpleaños por la hija de otra ínclita familia de la ínsula de Polombia. Ivancho, siempre ocupado en sus ensoñaciones y tribulaciones, preguntóle a su hija de manera descuidada dónde tendría lugar aquel famoso encuentro. Imitando a su padre, andaba la infanta concentrada en juegos y otras diversiones típicas de la niñez, y respondióle apriesa y por medio de entricadas palabras. Entre las murmuraciones de la hija, creyó el padre escuchar que el lugar escogido para la fiesta llevaba el nombre de “Pan acá”. En oyendo esto, maravillóse al instante: supuso que semejante lugar debíase tratar de alguna confitería de las más suntuosas. En el instante entendió que su hija no podría dejar de asistir a fiesta como aquella, pues la fama de su familia dello dependía. Dispuso entonces que enviaría a la infanta en el carricoche real, destinado por costumbre solo para ceremonias oficiales, de modo que no hubiese ni la más remota posibilidad de que ausentárase a la celebración.
Todas estas determinaciones alegraron desmesuradamente a Ivancho Panza y lo llevaron a un estado de exaltación tal que parecía desacreditar a cada paso sus obras con su juicio y su juicio con sus obras. Pasábase el día encerrado en su pieza, hablando con él mismo y tocando su laúd, y cantando con enorme afición y gusto, cumpliendo así aquel refrán según el cual quien canta sus males espanta. Pero habíase olvidado casi de todo punto el ejercicio del gobierno, y aunque los asuntos urgentes de atender no escaseaban en la ínsula, tampoco veíasele por ningún lado. Su prolongada ausencia hizo que las habladurías entre el pueblo aumentasen y, con ellas, los vituperios hacia el gobernador. Finalmente, sintiendo que llevábaselos el diablo, volcáronse los enfurecidos polombianos a las destartaladas plazas de la ínsula a exigir la presencia de Ivancho Panza.
Encendido en cólera, pues nada gústabale ser interrumpido en sus placeres, ordenó el gobernador el castigo de todos los insulanos rebeldes y, de nuevo inspirado por su mandamás, el celebérrimo Vándalo Urbino, padre de los daños y padrastro de los vicios, les comunicó a los ejércitos de la ínsula que no escatimasen ni una pizca de dureza en castigar a cualquiera que no confesase en el acto que no había en el mundo todo gobierno más perfecto que el del gobernador de la ínsula de Polombia, el jamás como se debe alabado Ivancho Panza.
Y para dejar muy en claro que con juegos no se andaba, reunió a sus ejércitos en la plaza mayor de la ínsula y pronunció un discurso de las armas que será recordado por todos los tiempos venideros, pues en él dijo muchas cosas en verdad muy agradables. Que el que la hace la paga, dijo; que muchas soluciones y pocas agresiones, dijo; que paz con legalidad, dijo; que ni trizas ni risas, dijo; que lo que puede hacerse por mal no se haga por bien, dijo; que en tierra de ciegos el tuerto es rey, dijo; que aunque nunca se había muerto en todos los días de su vida, que el día que se tuviera que morir se moría, porque el hombre pone y Dios dispone, dijo; que a los enemigos de su gobierno, que bautizó de guaches, se les había acabado la guachafita, dijo; que Polombia sería la ínsula de los unicornios, dijo; que de nada se arrepentía, pues el que yerra y se enmienda a Dios se encomienda, dijo; que cada uno cosecha lo que siembra, dijo; que trabajaría incansablemente, con mano firme y corazón grande, para lograr esa ínsula de Polombia con P mayúscula que todos necesitaban, dijo también. Y remató su apoteósico discurso con una frase áurea recogida laboriosamente por las sucesivas generaciones de lingüistas: “No seré un gobernador encerrado en un Palacio, porque el único Palacio que espero habitar es el corazón de los polombianos, y como ya todo el mundo sabe que lo bueno, si breve, dos veces bueno, y porque no entiendo otra lengua que la mía, y que ésta nadie más la entiende, aquí termino mi discurso, que al buen callar llaman Ivancho”. Tantas frases tan bien construidas dejaron exhausto y hambriento al gobernador, que dirigióse derecho a su recámara a aniquilar un enorme roscón. Tras haberlo engullido de un grandísimo bocado, exclamó muy alegre: “Veni, vidi, edi”.
Harto motivaron las palabras del gobernador a sus feroces soldados, que emprendieron con vigor el ataque contra los insulanos insurrectos. Mas lo que nunca imaginaron es que estos resistirían con la estremada fuerza y valor con que lo hicieron, lo cual debilitó a los ejércitos reales hasta forzarlos a rendirse. Queriendo olvidar semejante revés, y porque sabía que los duelos con pan son menos, tornóse Ivancho Panza más voraz que nunca, y bien dícese que jamás hubo, en el mundo entero, comilonas como las que por esos días viéronse en el palacio del gobernador. Con la mesma fuerza creció la preocupación entre los más cercanos consejeros del gobernador: si dejábase a Ivancho seguir comiendo a voluntad, no serían muchos más los días que tuviese enfrente antes de enfermar gravemente. Un grupo de espertos fue convocado en el acto y, tras un intenso cónclave, decidióse que era urgente dar con alguien que controlase estrictamente las comidas del gobernador. Contratóse inmediatamente a un personaje que después mostró ser médico y que demostró ser tan intransigente como versado, y que contaba con un método harto efectivo para evitar a Ivancho alcanzar sus comidas predilectas: consistía en una varilla de ballena con la que golpeaba las manos del gobernador cuando éstas acercábanse demasiado a algún alimento enemigo de la buena salud.
Y fue este, ya bien lo sospecharás, lector ilustre, golpe definitivo para el ánimo del gobernador, que cayó por los suelos y no hubo ya quien de ahí lo levantase, como una tortuga con la panza hacia arriba. Aquella circunstancia dejóle irremediablemente claro a Ivancho Panza que no había nacido su alma para las ingratas labores del gobernar, oficio aquel en el que mucho trabajábase y poco gozábase. Muchas vueltas no dióle al asunto: deseando encontrarse con toda priesa lo más lejos posible de las desagradecidas gentes del pueblo, así como de aquel melindroso médico, decidió de manera irrevocable que hasta ese punto había llegado el gobierno suyo. Deseaba recobrar su antigua libertad, apartado de los difíciles negocios de los que un gobernador debe ocuparse, que ni tiempo dábanle ya de rascarse la cabeza. En fin, agotado estaba Ivancho de que lo interrumpiesen cada tanto para consultarle asuntos que a él poco y nada interesábanle. Sin buscar más preámbulos, subióse en su jumento, con sus alforjas y sus botas, y pusóse en camino, tomando la derrota hacia un lejano país del norte. Allí viviría muchos años, dejaríase crecer las barbas y entregaríase por completo al gobierno de las tripas, sin retornar jamás a la ínsula de Polombia
Fue así que llegó a su fin el gobierno del gran Ivancho Panza, cuyo legado es en verdad de no desestimar, pues demostró ser incorrecto aquel refrán que reza que no hay nadie tan malo que no tenga algo bueno. Y en verdad merece sinceros elogios aquel que demuestra la falsedad de un refrán, pues acostúmbrase a pensar que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas. Y así también al final de esta sabrosa historia hemos llegado, en la que he procurado ceñirme al verdadero papel del historiador, que es no permitir que ni el rencor ni la afición, ni el interés ni el miedo, le hagan torcer del camino de la verdad, y es por eso que puede tenerse como absolutamente cierto todo lo que en estas líneas ha sido dicho. Vale.
Al Duque de Arboleda.
DE CÓMO EL GRAN IVANCHO PANZA TOMÓ LA POSESIÓN DE SU ÍNSULA, DEL MODO QUE COMENZÓ A GOBERNARLA, DE LO QUE LE SUCEDIÓ RONDÁNDOLA Y DEL FATIGADO FIN Y REMATE QUE TUVO SU GOBIERNO
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Sué aquí, Inti allí, tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor de la música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol de los trópicos, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!, a ti digo que me favorezcas y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Ivancho Panza. (Recomendamos: Entrevista de Simón Uprimny a la biógrafa de Picasso).
Digo, pues, que ha unos años llegó Ivancho Panza a un lugar de hasta cincuenta millones de vecinos, que llevaba el nombre de la ínsula de Polombia. Al llegar a las puertas del palacio del gobernador, en un lluvioso día de los primeros de agosto, salió el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por gobernador de la ínsula durante la duración de un cuatrienio todo.
Había sido nombrado Ivancho Panza para ejercer la regencia de la ínsula por uno de los más acaudalados señores de las tierras aquellas. Señor que brillaba y sobresalía por sobre el resto debido a su malicia y astucia, pues no existía maña o argucia que no practicara con sumo ingenio. Era su nombre Vándalo Urbino, y en los ubérrimos y feraces territorios polombianos hacía todo cuanto en gana le venía. Un buen día, amanecido de pensativo humor, y porque sucedía que ya estaba con los sesos un poco derretidos por el viejo Cronos, Vándalo Urbino comprendió que el momento había llegado de elegir a alguien de sangre joven para que tomase en posesión la administración de su ínsula. Y como está dicho en la Divina Escritura que un abismo llama a otro abismo y un pecado a otro pecado, eslabonáronse las meditaciones de Vándalo Urbino hasta hacerlo recordar que de entre sus protegidos había uno del que mucho habíase hablado en los últimos tiempos, que relucía gracias a sus múltiples y excelsas cualidades, tales como su carácter moderado y su elocuencia, aumentada ésta por su eminente manejo de los dialectos extranjeros. Aquel prospecto era el nuestro Ivancho, quien a pesar de no ser ya mancebo estaba aún muy lejos de la senectud, y constituía así el candidato perfecto para el oficio. En cuanto a su aspecto físico, tenía la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y fue por esto que debiósele poner también el nombre de Panza, y que era entonces conocido por todo el mundo como Ivancho Panza.
Mas la apariencia es solo una de las dos mitades constituyentes del hombre, y preciso es mencionar ciertos aspectos sobre aquella otra, que muchos consideran la más importante y que algunos llaman alma y otros, espíritu. Esto es de estrema importancia para este nuestro relato, ya que lo que Vándalo Urbino jamás imaginó es que, detrás de la imagen de hombre comedido y responsable, era Ivancho Panza en realidad poltrón y perezoso. En efeto, sentíase su espíritu mucho más a gusto en las vecindades del goce, del divertimento y de la francachela que del trabajo, el esfuerzo y la diligencia. Tenía Ivancho Panza alma de artista e inventor: amaba la música, aunque la música no lo amaba a él, gustaba de tocar su laúd, aunque al laúd no le gustaba ser tocado por él, y encontraba solaz en hablar en público, aunque no se podía decir lo mesmo del público. Era avieso, y travieso, y retozón, y era muy alegre. Otro rasgo importantísimo, pero por muchos desconocido, dábale forma y firmeza a su personalidad: no era éste otro que su infinita afición por la comida. En verdad que no había nada mejor para Ivancho que el que lo convidasen a una buena comilona. De modo que lo que más lo regocijaba, y el principal motivo que lo impulsó a aceptar la propuesta de Vándalo Urbino de asumir la regencia de la ínsula, eran los inigualables banquetes que, lo tenía por averiguado, celebrábanse diariamente en el palacio del gobernador y en los que esperaba meter las manos hasta los codos.
Y ya adivinarás, desocupado lector, que ni siquiera la noble tarea de gobernar una tierra y un pueblo amables como el polombiano puede oponerse a las pasiones más profundas del alma humana, elemento misterioso como ningún otro. Desta suerte, instalado ya en su fastuoso palacio, Ivancho Panza constató más pronto que tarde que su recién adquirida autoridad permitiríale la consumación de sus más intensos deseos como nunca antes había siquiera imaginado. Fue así que, no bien iniciado su gobierno, acudió a rellenar la barriga suya con todo lo que encontraba a su alcance: chuletas, pechugas, milanesas, salchichas y perdices. Y filetes, pescados, mariscos, frutas, jugos, cerveza y licor. En su barriga todo era bienvenido. Y no deben olvidarse sus preferidos, que eran los postres, y cuya variedad era en verdad asombrosa: pasteles, galletas, bizcochos, chocolates, tortas y tartas, dulces, golosinas y bombones, caramelos… Tornábasele agua la boca tan solo con pensar en todos estos manjares. Un día su alegría fue suma: a sus oídos llególe el rumor de un postre al que solo los soberanos tenían acceso y el cual no había escuchado nombrar jamás: tratábanse de unos panes dulces y redondos cubiertos de azúcar que llevaban el extraordinario nombre de “roscones”. A Ivancho Panza ilumináronsele los ojos y, ávidamente, preguntó: “¿Y son grandes los roscones?”. “Tan grandes como el gobernador lo desee”, respondieron a una sola voz sus servidores.
Ivancho Panza gozaba como nunca habíase visto gozar a hombre alguno. Pero lo bueno poco dura, y rara vez puede el alma gozar impunemente, porque a menudo sucede que las consecuencias termínalas pagando la carne, en carne propia. Y así, poco a poco, el cuerpo del gobernador fuese hinchando, revelando su completa y laboriosa entrega a los placeres del paladar. Aquello no pasó desapercibido a los ojos atentos de las gentes del pueblo, que principiaron a llamarlo el ancho de Ivancho, sobrenombre por el que será llamado en algunas veces desta sabrosa historia.
Y como tampoco nunca lo bueno fue mucho, hiciéronse las tragantonas cada vez más abultadas, de manera que entre juergas y divertimientos, el entendimiento de Ivancho empezó, más rápida que lentamente, a deteriorarse. Tantas grasas y azúcares vinieron a subírsele a la cabeza, haciéndole figurarse los más imposibles disparates. Las noches pasábalas en blanco, totalmente preso en sus locuras. Y así, del poco dormir y gobernar, y del mucho comer y fantasear, secósele el cerbelo, de manera que empezó a perder el juicio.
Inevitable fue que la primera inaudita decisión viniérasele al cogote a Ivancho Panza en un momento en que comía, que eran más que aquellos en que no lo hacía. Ocurrió durante una mañana en que el gobernador acompañaba el desayuno con su jugo predilecto, el de naranja. De pronto, a la mitad de la bebienda, Ivancho quedó totalmente hipnotizado por el resplandor del vaso. Examinaba atentamente aquel color naranja del líquido, que apareciósele como el más bello que jamás hubiesen apreciado los ojos suyos. En ese instante, una idea brillante lo asaltó: sin más ni más decretó que, a partir de ese día y durante todos los que le seguirían, en cada casa de la ínsula de Polombia tomaríase única y exclusivamente jugo de naranja al desayuno. Promulgó asimismo que aquellas familias que fuesen descubiertas ingiriendo cualquier otro líquido durante el desayuno serían severamente castigadas, aplicándoles en el acto un ayuno de tres horas, que era algo que espantaba sobremanera la mente, y las tripas, de Ivancho. La disposición tenía, además, la sin par ventaja de estimular la producción y venta de las frutas de naranjas, de modo que a esta osada estratagema empezósele a conocer como economía de las naranjas.
Mas ocurrió que estas resoluciones, bien que pensadas para su beneficio, no fueron bien recebidas por los insulanos, quienes, quizás porque su ignorancia igualaba en tamaño a su bondad, no lograron nunca entender los motivos por los cuales habían de seguir semejantes órdenes. Entre las atónitas gentes, los reproches hacia su gobernador empezaron, poco a poco, a hacer como él: a ensancharse. Fuertemente afectó esto a Ivancho, que aunque algo indolente, también amaba ser amado, y deterioróse su sueño más de lo que ya estaba, que era mucho, así que pasaba noches enteras sin poder dormir. Entonces vióse obligado a recurrir a las más poderosas pócimas para intentar algún reposo.
Dícese que una noche en la que estas pócimas por fin dejaron caer las compuertas de sus ojos, apareciéronsele a Ivancho Panza algunas estrañísimas visiones con las que nunca antes había soñado. Las más vívidas fueron las de siete minúsculos hombrecillos que bailaban y cantaban alrededor del gobernador, quien contemplábalos divertido desde un inmenso trono de oro, aplaudiendo y riendo como el más feliz de los infantes. Al despertar en la mañana siguiente, estuvo Ivancho luengo tiempo meditando sobre el significado de aquel tan peculiar sueño suyo. Después de extensas horas de cavilaciones, su incomparable ingenio logró dilucidar el misterio, que consistía en una señal secreta a él enviada por los dioses: escondíase la clave detrás del número de enanos, que no eran ni seis ni ocho, sino exactamente siete. Por eso, vino a dar con el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que parecióle convenible y necesario, tanto para el aumento de su honra como para el servicio de su ínsula, que toda ésta transformásese en una encarnación deste número mágico. Con estos tan agradables pensamientos, dióse priesa Ivancho Panza a poner en efeto lo que deseaba: primero determinó que la ínsula tendría siete constituciones, de manera que pudiese recurrir a la más ventajosa de entre ellas según la situación. Luego ordenó que siete serían las cortes que impartirían justicia dentro de su feudo, y que estas serían presididas por siete de sus más inteligentes y discretos amigos. También guiaría el siete la repartición del territorio: siete serían los barrios de la ínsula, siete los pisos de los edificios y siete los cuartos de las casas. Siete hijos y siete hijas tendrían las familias, así como siete perros y siete gatos, cuyos nombres podrían estar compuestos únicamente por siete letras. Mandó el ancho de Ivancho que fuesen estas disposiciones cumplidas por todos los habitantes de la ínsula de manera inmediata, y declaró que a quienes no lo hiciesen cayérales encima todo el peso de la ley, que era casi tan grande como el del gobernador.
Por aquellos días tuvo lugar otro episodio digno de saberse y de contarse. La infanta real, hija de Ivancho Panza, había sido invitada a una celebración de cumpleaños por la hija de otra ínclita familia de la ínsula de Polombia. Ivancho, siempre ocupado en sus ensoñaciones y tribulaciones, preguntóle a su hija de manera descuidada dónde tendría lugar aquel famoso encuentro. Imitando a su padre, andaba la infanta concentrada en juegos y otras diversiones típicas de la niñez, y respondióle apriesa y por medio de entricadas palabras. Entre las murmuraciones de la hija, creyó el padre escuchar que el lugar escogido para la fiesta llevaba el nombre de “Pan acá”. En oyendo esto, maravillóse al instante: supuso que semejante lugar debíase tratar de alguna confitería de las más suntuosas. En el instante entendió que su hija no podría dejar de asistir a fiesta como aquella, pues la fama de su familia dello dependía. Dispuso entonces que enviaría a la infanta en el carricoche real, destinado por costumbre solo para ceremonias oficiales, de modo que no hubiese ni la más remota posibilidad de que ausentárase a la celebración.
Todas estas determinaciones alegraron desmesuradamente a Ivancho Panza y lo llevaron a un estado de exaltación tal que parecía desacreditar a cada paso sus obras con su juicio y su juicio con sus obras. Pasábase el día encerrado en su pieza, hablando con él mismo y tocando su laúd, y cantando con enorme afición y gusto, cumpliendo así aquel refrán según el cual quien canta sus males espanta. Pero habíase olvidado casi de todo punto el ejercicio del gobierno, y aunque los asuntos urgentes de atender no escaseaban en la ínsula, tampoco veíasele por ningún lado. Su prolongada ausencia hizo que las habladurías entre el pueblo aumentasen y, con ellas, los vituperios hacia el gobernador. Finalmente, sintiendo que llevábaselos el diablo, volcáronse los enfurecidos polombianos a las destartaladas plazas de la ínsula a exigir la presencia de Ivancho Panza.
Encendido en cólera, pues nada gústabale ser interrumpido en sus placeres, ordenó el gobernador el castigo de todos los insulanos rebeldes y, de nuevo inspirado por su mandamás, el celebérrimo Vándalo Urbino, padre de los daños y padrastro de los vicios, les comunicó a los ejércitos de la ínsula que no escatimasen ni una pizca de dureza en castigar a cualquiera que no confesase en el acto que no había en el mundo todo gobierno más perfecto que el del gobernador de la ínsula de Polombia, el jamás como se debe alabado Ivancho Panza.
Y para dejar muy en claro que con juegos no se andaba, reunió a sus ejércitos en la plaza mayor de la ínsula y pronunció un discurso de las armas que será recordado por todos los tiempos venideros, pues en él dijo muchas cosas en verdad muy agradables. Que el que la hace la paga, dijo; que muchas soluciones y pocas agresiones, dijo; que paz con legalidad, dijo; que ni trizas ni risas, dijo; que lo que puede hacerse por mal no se haga por bien, dijo; que en tierra de ciegos el tuerto es rey, dijo; que aunque nunca se había muerto en todos los días de su vida, que el día que se tuviera que morir se moría, porque el hombre pone y Dios dispone, dijo; que a los enemigos de su gobierno, que bautizó de guaches, se les había acabado la guachafita, dijo; que Polombia sería la ínsula de los unicornios, dijo; que de nada se arrepentía, pues el que yerra y se enmienda a Dios se encomienda, dijo; que cada uno cosecha lo que siembra, dijo; que trabajaría incansablemente, con mano firme y corazón grande, para lograr esa ínsula de Polombia con P mayúscula que todos necesitaban, dijo también. Y remató su apoteósico discurso con una frase áurea recogida laboriosamente por las sucesivas generaciones de lingüistas: “No seré un gobernador encerrado en un Palacio, porque el único Palacio que espero habitar es el corazón de los polombianos, y como ya todo el mundo sabe que lo bueno, si breve, dos veces bueno, y porque no entiendo otra lengua que la mía, y que ésta nadie más la entiende, aquí termino mi discurso, que al buen callar llaman Ivancho”. Tantas frases tan bien construidas dejaron exhausto y hambriento al gobernador, que dirigióse derecho a su recámara a aniquilar un enorme roscón. Tras haberlo engullido de un grandísimo bocado, exclamó muy alegre: “Veni, vidi, edi”.
Harto motivaron las palabras del gobernador a sus feroces soldados, que emprendieron con vigor el ataque contra los insulanos insurrectos. Mas lo que nunca imaginaron es que estos resistirían con la estremada fuerza y valor con que lo hicieron, lo cual debilitó a los ejércitos reales hasta forzarlos a rendirse. Queriendo olvidar semejante revés, y porque sabía que los duelos con pan son menos, tornóse Ivancho Panza más voraz que nunca, y bien dícese que jamás hubo, en el mundo entero, comilonas como las que por esos días viéronse en el palacio del gobernador. Con la mesma fuerza creció la preocupación entre los más cercanos consejeros del gobernador: si dejábase a Ivancho seguir comiendo a voluntad, no serían muchos más los días que tuviese enfrente antes de enfermar gravemente. Un grupo de espertos fue convocado en el acto y, tras un intenso cónclave, decidióse que era urgente dar con alguien que controlase estrictamente las comidas del gobernador. Contratóse inmediatamente a un personaje que después mostró ser médico y que demostró ser tan intransigente como versado, y que contaba con un método harto efectivo para evitar a Ivancho alcanzar sus comidas predilectas: consistía en una varilla de ballena con la que golpeaba las manos del gobernador cuando éstas acercábanse demasiado a algún alimento enemigo de la buena salud.
Y fue este, ya bien lo sospecharás, lector ilustre, golpe definitivo para el ánimo del gobernador, que cayó por los suelos y no hubo ya quien de ahí lo levantase, como una tortuga con la panza hacia arriba. Aquella circunstancia dejóle irremediablemente claro a Ivancho Panza que no había nacido su alma para las ingratas labores del gobernar, oficio aquel en el que mucho trabajábase y poco gozábase. Muchas vueltas no dióle al asunto: deseando encontrarse con toda priesa lo más lejos posible de las desagradecidas gentes del pueblo, así como de aquel melindroso médico, decidió de manera irrevocable que hasta ese punto había llegado el gobierno suyo. Deseaba recobrar su antigua libertad, apartado de los difíciles negocios de los que un gobernador debe ocuparse, que ni tiempo dábanle ya de rascarse la cabeza. En fin, agotado estaba Ivancho de que lo interrumpiesen cada tanto para consultarle asuntos que a él poco y nada interesábanle. Sin buscar más preámbulos, subióse en su jumento, con sus alforjas y sus botas, y pusóse en camino, tomando la derrota hacia un lejano país del norte. Allí viviría muchos años, dejaríase crecer las barbas y entregaríase por completo al gobierno de las tripas, sin retornar jamás a la ínsula de Polombia
Fue así que llegó a su fin el gobierno del gran Ivancho Panza, cuyo legado es en verdad de no desestimar, pues demostró ser incorrecto aquel refrán que reza que no hay nadie tan malo que no tenga algo bueno. Y en verdad merece sinceros elogios aquel que demuestra la falsedad de un refrán, pues acostúmbrase a pensar que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas. Y así también al final de esta sabrosa historia hemos llegado, en la que he procurado ceñirme al verdadero papel del historiador, que es no permitir que ni el rencor ni la afición, ni el interés ni el miedo, le hagan torcer del camino de la verdad, y es por eso que puede tenerse como absolutamente cierto todo lo que en estas líneas ha sido dicho. Vale.