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Y en un principio era tierra. Montañas y árboles y más tierra y matas, y algunas serpientes y lobos y búhos y decenas de especies de aves de todos los colores y una que otra leyenda según la cual 200 o 500 años antes, algunas tribus de indígenas vivieron por ahí, e incluso murieron por ahí y fueron enterrados con sus joyas y sus valijas y vasijas para su viaje y su vida en el más allá. Y en un principio, el principio de la historia que relató Alberto Medina en su novela Para el alma no hay éxodo, todo era silencio, o silencio de humanos para ser exactos, hasta que unos hombres decidieron salir de sus poblados y empezaron a marcar un camino hacia la aventura, y su aventura se volvió camino y un largo caminar y descubrir, y después fue un lugar y la decisión de hacer de ese sitio un hogar.
Y en aquel camino aquellos hombres decidieron fundar un pueblo al que unos meses más tarde llamaron Filandia, porque estaba ubicado en al filo de un monte, porque les recordaba un lejano reino que sonaba a hadas y a reyes y duendes, porque la palabra les parecía una cascada de letras y porque todos estuvieron de acuerdo. Con los años, muchos años, otros hombres y en distintas condiciones, decidieron agrupar aquellas tierras y las tierras vecinas y las que estaban más allá bajo el nombre de Quindío, una palabra misteriosa que apareció por vez primera en el siglo XIX y que jamás tuvo connotaciones claras, pero ya entonces las leyes y los documentos y la necesidad de ponerle sellos a todo se habían vuelto costumbre y necesidad.
“Gracias a la ubicación de Filandia, en el filo de una montaña, y a los vientos constantes que visitaban el pueblecillo, la fragancia descendía por las laderas, cruzaba bosques, esquivaba cerros infranqueables, saltaba ríos y seducía a ateos y cristianos, a liberales y a conservadores, a ricos y a pobres. Cuando los fundadores menos pensaron, el pequeño villorrio de los orígenes era un asentamiento pujante de agricultores y comerciantes. El marco de la plaza estaba lleno de casas de puertas enormes, con habitaciones alrededor de un patio, amplios balcones, huertos de frutas y flores y corales en el solar”. (Para el alma no hay éxodo)
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En los primeros tiempos de Filandia, siglo XIX, el tiempo de los Vallejo y los Franco y los fundadores de aquel pueblo, las leyes y las firmas no eran importantes. Bastaba con la palabra, y la palabra era la ley. Como solía decir Ramón Franco cuando llegaron algunos funcionarios del Ministerio de Tierras para legalizar sus predios y poner en papeles lo que iba mucho más allá de los papeles, “por la tierra es por la que somos, no porque lo diga un papel”. La palabra era su legado, su valor, y la representación de muchos de los valores de aquella gente. La palabra era un principio de vida y un propósito también, y fue la que sobrevivió al paso de los acontecimientos, a los odios que llegaron en el siglo XX, a la sangre también, a la muerte, y se transformó en historia muchos años más tarde con el libro de Medina López.
Por el libro, las grandes y las pequeñas historias de aquel poblado se hicieron inmortales, y de alguna manera, resurgieron. Regresaron de lo más profundo de la memoria. Se hicieron papel y prensa luego de permanecer años, décadas, entre relatos, leyendas, mitos, cartas, diarios, verdades a medias y versiones de versiones. Renacieron, tiñendo de rojo sangre los imborrables sucesos de la Violencia en Colombia, que también tuvo repercusiones en Filandia y el viejo Caldas y que se adentraron en la vida de su gente y en su futuro, porque el odio llevó a más odio, y el odio siempre fue irracional, y de tanto odio, como quedó registrado en tantos y tantos escritos, la gente olvidó su pasado, sus virtudes y las del vecino por defender falsos ideales, y al final sufrió las graves consecuencias de aquel olvido.
“Arrastrándose entre la maleza, ‘pájaros’ y policías logran evadir las balas que llueven del cielo, y en la huida uno de ellos se desploma por un tiro en la espalda. El regreso de los sobrevivientes parece una procesión de cadáveres. Nadie habla. El sol empieza a golpearlos con latigazos de fuego y sus bocas secas duplican el agobio de la derrota. Exhaustos, sudorosos, desfallecidos, llegan al pueblo para contarle a don Carlos la tragedia de la fallida operación. Carlos Ospina respira rabia con el relato. -¿Desde dónde les disparaban?, pregunta. -Desde los árboles nos pegaron esos hijueputas. ¿No hay de otra!, refunfuña el cabo García. En El Congal celebraban la victoria, pero Eliana Vallejo no era capaz de aplaudir. Intuía que con lo ocurrido empezara el principio del fin de los liberales en El Congal”. (Para el alma no hay éxodo).
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De una u otra manera, todos y cada uno de los personajes que Medina López fue creando y recreando en su novela quedaron marcados por la violencia. Unos, con la de la Guerra de los Mil Días y con la que se desató después, por la hegemonía conservadora que duró hasta 1930, y otros, con la que explotó definitivamente con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, en pleno centro de Bogotá, “pasada la una de la tarde, cuando los empleados salían de sus oficinas a almorzar”. La cruz de cada quien fue simplemente existir. Fueron blanco de sus enemigos porque eran liberales, o porque eran conservadores o no eran nada, porque eran sacerdotes o alcaldes del pueblo, porque rezaban o no rezaban o porque eran las mujeres de unos o de otros, o sus hijas o nietas. Existían, existieron, y eso fue suficiente para ganarse un tiro o para salvarse de la muerte y huir.
Los que huyeron, aquellos que fueron parte del éxodo y se instalaron en lugares que apenas si habían oído mencionar, se llevaron a cuestas su pasado, sus costumbres, sus credos, sus mitos y leyendas y sus historias, y con el tiempo se fueron mezclando en las grandes ciudades con el pasado de otros migrantes que también tuvieron que dejar abandonados sus pueblos y sus historias, e incluso, en algunos casos, a su gente. Juntos, forjaron otras culturas sobre las viejas culturas, otra Colombia, tomando todos un poco del otro y del de más allá, y hasta formando nuevas familias, aunque en las noches, al acostarse a dormir, fueran conscientes de que habían dejado entre sus ancestros su sangre de origen, el alma, y comprendieran una y mil veces que Para el alma no hay éxodo, como lo describió Medina en el título de su obra.
“En esos años en que mataban en nombre de Dios y de un partido político, en que masacraban a liberales en las plazas públicas y en los campos, ese asesinato remoto terminaba siendo un crimen en la puerta de la casa de los Vallejo y de los liberales de Filandia, y las razones saltaban a la vista. Gaitán era el primer dirigente que le daba al pueblo un lugar en la historia; el sitial del que estaba marginado por cuenta de los gobiernos de turno, de la “oligarquía”, como llamaba a los poderosos, que decidía por todos a puerta cerrada en sus clubes privados. “Creía con fervor en una democracia verdadera”, decía Berardo con emoción”. (Para el alma no hay éxodo)
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Gaitán y su Marcha del silencio. Los Vallejo y los Franco. El poblado de El Congal y Filandia. Las montañas y las guacas y la búsqueda de tesoros. Las cometas, el vuelo de lo imposible, el café, las industrias incipientes, las plazas de pueblo, las rutinas y los paseos y los amores. Los “pájaros” y los “chulavitas”, Efraín González y “El chispas”. Como dijo Medina López, “Mi pueblo es el origen de todo. Es mi raíz y la raíz de mis padres. Escribir es tejer y así lo hice durante años. La idea de escribir la historia estaba presente en mi vida desde hacía mucho tiempo. Sin duda, la marca del desplazamiento que vivieron mis padres durante los años de la violencia bipartidista me empujó a darle forma a la novela”. Y la novela se hizo forma y empezó a ser parte de la historia de Filandia también. Él la tituló Para el alma no hay éxodo, “porque estaba enfrascado en el cierre de la historia y de algún lugar del alma salió el nombre. Había estado pensando en títulos, pero ninguno me llenaba. Para el alma no hay éxodo recogía el sentir más profundo de esa ruptura con el origen”.