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Capítulo XIX
Carta para mi abuelo
Abuelo José:
Soy Mónica, tu nieta mayor. Seguro que te acuerdas de mí. La última vez que nos vimos yo tenía nueve años. Mientras estuviste vivo no alcanzamos a conocernos mucho, así es que te escribo esta carta para reemplazar algunas de las conversaciones que no pudimos tener. (Prográmese con la Feria del Libro de Bogotá y los recomendados de El Espectador).
Tengo recuerdos de jugar a perseguirte en algún jardín y también recuerdo que me enseñaste que: “poco a poco se anda lejos”, cuando me caí corriendo con melcochas en la mano en la casa de Paipa. Mi prima Eloísa por el contrario, sí te tiene muy presente. Como ella vivió contigo los primeros años de su vida, tu presencia hace parte central de su niñez.
Fuiste su figura paterna. Para ella, el abuelito José es sinónimo de hogar, de cuidado, de la ceremonia del café en las mañanas, de la emoción de verte llegar al parqueadero al final del día y del olor a la lana virgen de tu ruana cada vez que le dabas el abrazo del oso. Ella creció jugando a tus pies y sintiéndose protegida por ti, sin entender por qué otros parecían tenerte tanto miedo. (Conozca más de Mónica Roa en esta semblanza de la revista Cromos).
Con este libro lo entendió y lo tuvo que llorar porque a pesar de que el recuerdo de su abuelo amoroso está intacto, supo que haces parte del gran grupo de hombres maltratadores que ella ha estudiado en su trabajo contra la violencia de género. Quererte en el recuerdo y criticar tus comportamientos se puede hacer al mismo tiempo.
Me imagino que sabes que después de tu muerte la empresa familiar se vino abajo y quebró. El imperio que lograste construir desapareció. Lo perdimos todo. Fue muy duro porque casi toda la familia dependía de la empresa y era difícil apoyarnos los unos a los otros cuando teníamos tan poco. Tu antiguo socio Chaid Neme, en lo que creo que fue un gesto de aprecio por ti, me incluyó en su plan de becas y así pude estudiar Derecho en la Universidad de los Andes. Estábamos tan mal económicamente que en esa época mi mamá me decía con el corazón roto que no sabía cómo hacía yo para comer. Pero me rebusqué múltiples trabajos y logré graduarme con honores.
Muchas de tus nietas nos hemos dedicado a trabajar por los derechos humanos, especialmente los derechos de las mujeres y las niñas. Mi mamá y mis tías dicen que tú siempre las empoderaste y les dijiste que como mujeres tenían que estudiar y trabajar si querían tener oportunidades en la vida: “un hombre sin estudios puede salir adelante, una mujer, no”, era la frase que les repetías.
Mi abuela también me contó cómo la animaste a sacar la cédula cuando en Colombia, en 1954, aprobaron el voto para las mujeres. Sabías que era importante. Seguramente te habría causado curiosidad el feminismo de tus nietas, porque no dudo que estarías muy orgulloso de nosotras. Te habríamos explicado que el feminismo no se trata solo de empoderar a las mujeres para que sean autosuficientes, como intentaste hacer con tus hijas, sino que busca transformar a la sociedad para que ninguna mujer tenga que aguantar en su vida a hombres como tú, que, a cambio de algún tipo de estabilidad económica o emocional, traicionan, violentan y hacen daño.
Y aunque te sorprenda, también habrías descubierto que el feminismo libera a los hombres para que dejen de sentir el peso de la obligación de cumplir con los mandatos de la masculinidad más rancia, y decir que proveen y protegen a su familia, aunque no sea cierto. Si hubiéramos tenido un abuelo feminista, mi tío Tarsicio no habría tenido que aguantar tus humillaciones y habría aprendido que la fortaleza real reside en la capacidad de hacerse vulnerable para sanar las heridas internas, sin romperse.
Si hubiéramos tenido un abuelo feminista, mi tío Hernán habría tenido vía libre para crear música maravillosa que estimulara a la gente para conectarse con sus sueños, sus dolores y su propósito. Tal vez podamos reconocer que, con tu corajuda lucha por dejar de ser el hijo de nadie, tuviste éxito y que con una visión excepcional lograste crear empresa para darle a tu familia —aunque con las injustas excepciones de Felipe y Laura—, algo más que techo, comida y educación. Pero bajo ningún concepto podemos sostener que protegiste a nadie.
Tu esposa, tus hijos y tus hijas necesitaron de una forma u otra, protegerse de ti. El miedo que inspirabas en los miembros de tu familia tuvo consecuencias nefastas y duraderas. Sin excepción, todos quisieron irse de tu casa lo antes posible, y eso en la mayoría de los casos, terminó arrojándolos a los brazos de otras personas que, como ellos, tampoco estaban listas para ser buenas parejas, frustrando proyectos de vida y perpetuando los ciclos de violencia una generación más.
No dudo que todo esto te habría confrontado. Pero, tal vez, con amor de nietas te habríamos dado la oportunidad de reflexionar sobre tu pasado y tus errores. Te habríamos enseñado que hay otras maneras de ser hombre, que es sano aceptar tu vulnerabilidad; reconocer y llorar todo ese dolor que arrastraste desde niño, aprender a pedir perdón y asumir tu responsabilidad ante quienes no supiste querer bien. Si lo hicieras, tu recuerdo sería más liviano y todos en la familia podríamos descansar en paz.
* Se publica con autorización de la autora y del Grupo Editorial Planeta.