Filbo 2023: México, un libro abierto para los colombianos
Es el país invitado a la Feria Internacional de Libro de Bogotá, y como homenaje evocamos las visiones de Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo. La Filbo comenzará este martes 18 de abril
Nelson Fredy Padilla
“Muchachada, no olviden pasar por la casa si van a mi México”, invitaba Gabriel García Márquez a los redactores de la revista Cambio en Bogotá, a finales de los años 90. Había que llegar al 144 de la calle Fuego, presidido por un “farolito”, como la canción de Agustín Lara que tanto le gustaba, para comprobar que Ciudad de México representaba el cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo, pues allí había echado raíces vitales al tiempo que el árbol de caucho que sembró y abrazó hasta antes de su muerte, en 2014, y que aún preside su jardín.
Desde la que llamaba con ironía “mi oficina oval”, su estudio-biblioteca, dirigía las revistas Cambio Colombia y Cambio México, y oficiaba de prestidigitador de la realidad global comunicándose con jefes de Estado, ministros, escritores y personajes de todas las latitudes. Eso, claro, mientras luchaba contra la desmemoria terminando de escribir sus memorias Vivir para contarla. (Recomendamos: Qué aprender hoy de la obra de Gabriel García Márquez, ensayo de Nelson Fredy Padilla).
En algún momento quiso escribir un libro inspirado en su vida mexicana, pero el tiempo no le alcanzó. “Otra patria distinta” tituló el discurso con el que recibió, el 22 de octubre de 1982, con “orgullo y gratitud” la orden del Águila Azteca. “Se formaliza de este modo el vínculo entrañable que mi esposa y yo hemos establecido con este país que escogimos para vivir desde hace más de 20 años. Aquí han crecido mis hijos, aquí he escrito mis libros, aquí he sembrado mis árboles”. Más que un país que le ofreció “exilio, privacidad y sosiego”, fue la gran casa familiar donde vivió feliz 53 años y se realizó en “un refugio providencial” para “todos los desterrados que se han acogido al amparo de México”.
Como anotó en la columna de prensa “Regreso a México”, el Nobel de Literatura colombiano siempre añoraba “volver, volver”, a lo Vicente Fernández. No olvidaba el día que llegó “sin saber muy bien por qué, ni cómo, ni hasta cuándo… sin nombre y sin un clavo en el bolsillo, el 2 de julio de 1961, a la polvorienta estación del ferrocarril central”. Ya había vivido en París y publicado El coronel no tiene quien le escriba, pero no estaba seguro de que la literatura le daría para sobrevivir. Se instaló atraído por el apogeo del cine mexicano y, como llegaba de Europa, donde había hecho cursos en Roma, terminó conociendo desde a María Félix hasta Juan Rulfo, con quien rodó una versión de su cuento “En este pueblo no hay ladrones”. En ese ambiente, reconoció, “amigos mexicanos me brindaron su apoyo y me infundieron la audacia para seguir escribiendo”.
Fue el escritor colombiano, el también cuasimexicano Álvaro Mutis, quien le abrió los ojos para que leyera Pedro Páramo, de Rulfo, y viera cómo incorporar fantasmas a su entonces enredada novela Cien años de soledad. La expresión “mi México” García Márquez la compartía con Mutis, su mejor amigo de toda la vida y el dandy que también lo conectó en todo sentido con “la región más transparente” de la que se habían enterado por pluma y boca del novelista Carlos Fuentes.
“Mi México” tituló Mutis un texto que es parte del libro Estación México, una recopilación que hizo su hijo, el poeta Santiago Mutis, por los 57 años de vida de su padre allí hasta su muerte en 2013, donde cuenta que el “hechizo deslumbrante” del Distrito Federal y los argumentos del pintor colombiano Fernando Botero, quien lo recibió en su apartamento de la colonia Nápoles, lo convencieron de quedarse. Y se quedó para siempre, así la contaminación la haya convertido en “una pesadilla de gases letales entre los que agonizamos en un vértigo suicida”. Mutis y García Márquez caminaban por el Paseo de la Reforma o por el Bosque de Chapultepec mientras maquinaban sus obras, incluso cuando el primero estuvo preso en la cárcel de Lecumberri y el segundo descubrió camino a Acapulco el tono y la estructura de Cien años de soledad.
El mexicano Carlos Fuentes y el cineasta español Luis Buñuel les enseñaron a moverse por el “luciferino” DF como peces en el agua. Con la misma propiedad, aunque con una vida casi asocial, caminaba Fernando Vallejo y sus perros por la colonia Condesa, a mañana y tarde, otro escritor colombiano que vivió medio siglo en México. Lo acompañé varias veces en el recorrido y me contó que también llegó atraído por las posibilidades de rodar las películas que los burócratas le impidieron hacer en nuestro país: Vía cerrada (1977) y En la tormenta (1980). “Las hice reconstruyendo el mundo cruel de nuestro país. México me prestó a sus actores, sus técnicos y su dinero, mientras Colombia las prohibió muchos años”. (Recomendamos: Entrevista a Fernando Vallejo sobre su vida en México, por Nelson Fredy Padilla).
Otra poderosa razón fue que allí conoció y vivió media vida con su compañero, el coreógrafo mexicano David Antón, fallecido en 2017. “Me fui quedando, me fui quedando, realmente estaba hecho para vivir en Medellín (a donde volvió), en ningún otro lado”. En esas décadas sobrevivió a dos terremotos y se reconcilió con la literatura a través de una veintena de libros, incluida su pentalogía El río del tiempo.
En su estudio con ventanas presurizadas para aislarse del ruido del DF me dijo: “México me dio algo asombroso que no me dio Roma, donde viví un año; que no me dio París, donde viví unos meses; que no me dio Nueva York, donde viví un año, y fue el distanciamiento de la lengua que tenía en el alma de colombiano”. Y cuando no estaba al piano interpretando a Chopin, disfrutaba oír canciones de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Chavela Vargas.
Tres ejemplos de vida y obra de autores colombianos que nos hacen volver los ojos a México, pero si la mirada incluyera a más artistas o más desterrados, tendríamos que multiplicar las historias por centenares. Por ahora, la Feria Internacional del Libro de Bogotá será, desde el martes 18 de abril hasta el 2 de mayo, un escenario ideal para reencontrarnos con ese país tan cercano a nivel cultural.
En tiempos de migración obligada y desbordada, de odiosos filtros de aduanas, cito de nuevo a García Márquez para pedir que las puertas y los libros abiertos entre México y Colombia “nunca se cierren”. Desde el DF me cuentan que las orquídeas color violeta que su esposa Mercedes Barcha dejó sembradas en los brazos del árbol de caucho de su jardín siguen floreciendo.
“Muchachada, no olviden pasar por la casa si van a mi México”, invitaba Gabriel García Márquez a los redactores de la revista Cambio en Bogotá, a finales de los años 90. Había que llegar al 144 de la calle Fuego, presidido por un “farolito”, como la canción de Agustín Lara que tanto le gustaba, para comprobar que Ciudad de México representaba el cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo, pues allí había echado raíces vitales al tiempo que el árbol de caucho que sembró y abrazó hasta antes de su muerte, en 2014, y que aún preside su jardín.
Desde la que llamaba con ironía “mi oficina oval”, su estudio-biblioteca, dirigía las revistas Cambio Colombia y Cambio México, y oficiaba de prestidigitador de la realidad global comunicándose con jefes de Estado, ministros, escritores y personajes de todas las latitudes. Eso, claro, mientras luchaba contra la desmemoria terminando de escribir sus memorias Vivir para contarla. (Recomendamos: Qué aprender hoy de la obra de Gabriel García Márquez, ensayo de Nelson Fredy Padilla).
En algún momento quiso escribir un libro inspirado en su vida mexicana, pero el tiempo no le alcanzó. “Otra patria distinta” tituló el discurso con el que recibió, el 22 de octubre de 1982, con “orgullo y gratitud” la orden del Águila Azteca. “Se formaliza de este modo el vínculo entrañable que mi esposa y yo hemos establecido con este país que escogimos para vivir desde hace más de 20 años. Aquí han crecido mis hijos, aquí he escrito mis libros, aquí he sembrado mis árboles”. Más que un país que le ofreció “exilio, privacidad y sosiego”, fue la gran casa familiar donde vivió feliz 53 años y se realizó en “un refugio providencial” para “todos los desterrados que se han acogido al amparo de México”.
Como anotó en la columna de prensa “Regreso a México”, el Nobel de Literatura colombiano siempre añoraba “volver, volver”, a lo Vicente Fernández. No olvidaba el día que llegó “sin saber muy bien por qué, ni cómo, ni hasta cuándo… sin nombre y sin un clavo en el bolsillo, el 2 de julio de 1961, a la polvorienta estación del ferrocarril central”. Ya había vivido en París y publicado El coronel no tiene quien le escriba, pero no estaba seguro de que la literatura le daría para sobrevivir. Se instaló atraído por el apogeo del cine mexicano y, como llegaba de Europa, donde había hecho cursos en Roma, terminó conociendo desde a María Félix hasta Juan Rulfo, con quien rodó una versión de su cuento “En este pueblo no hay ladrones”. En ese ambiente, reconoció, “amigos mexicanos me brindaron su apoyo y me infundieron la audacia para seguir escribiendo”.
Fue el escritor colombiano, el también cuasimexicano Álvaro Mutis, quien le abrió los ojos para que leyera Pedro Páramo, de Rulfo, y viera cómo incorporar fantasmas a su entonces enredada novela Cien años de soledad. La expresión “mi México” García Márquez la compartía con Mutis, su mejor amigo de toda la vida y el dandy que también lo conectó en todo sentido con “la región más transparente” de la que se habían enterado por pluma y boca del novelista Carlos Fuentes.
“Mi México” tituló Mutis un texto que es parte del libro Estación México, una recopilación que hizo su hijo, el poeta Santiago Mutis, por los 57 años de vida de su padre allí hasta su muerte en 2013, donde cuenta que el “hechizo deslumbrante” del Distrito Federal y los argumentos del pintor colombiano Fernando Botero, quien lo recibió en su apartamento de la colonia Nápoles, lo convencieron de quedarse. Y se quedó para siempre, así la contaminación la haya convertido en “una pesadilla de gases letales entre los que agonizamos en un vértigo suicida”. Mutis y García Márquez caminaban por el Paseo de la Reforma o por el Bosque de Chapultepec mientras maquinaban sus obras, incluso cuando el primero estuvo preso en la cárcel de Lecumberri y el segundo descubrió camino a Acapulco el tono y la estructura de Cien años de soledad.
El mexicano Carlos Fuentes y el cineasta español Luis Buñuel les enseñaron a moverse por el “luciferino” DF como peces en el agua. Con la misma propiedad, aunque con una vida casi asocial, caminaba Fernando Vallejo y sus perros por la colonia Condesa, a mañana y tarde, otro escritor colombiano que vivió medio siglo en México. Lo acompañé varias veces en el recorrido y me contó que también llegó atraído por las posibilidades de rodar las películas que los burócratas le impidieron hacer en nuestro país: Vía cerrada (1977) y En la tormenta (1980). “Las hice reconstruyendo el mundo cruel de nuestro país. México me prestó a sus actores, sus técnicos y su dinero, mientras Colombia las prohibió muchos años”. (Recomendamos: Entrevista a Fernando Vallejo sobre su vida en México, por Nelson Fredy Padilla).
Otra poderosa razón fue que allí conoció y vivió media vida con su compañero, el coreógrafo mexicano David Antón, fallecido en 2017. “Me fui quedando, me fui quedando, realmente estaba hecho para vivir en Medellín (a donde volvió), en ningún otro lado”. En esas décadas sobrevivió a dos terremotos y se reconcilió con la literatura a través de una veintena de libros, incluida su pentalogía El río del tiempo.
En su estudio con ventanas presurizadas para aislarse del ruido del DF me dijo: “México me dio algo asombroso que no me dio Roma, donde viví un año; que no me dio París, donde viví unos meses; que no me dio Nueva York, donde viví un año, y fue el distanciamiento de la lengua que tenía en el alma de colombiano”. Y cuando no estaba al piano interpretando a Chopin, disfrutaba oír canciones de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Chavela Vargas.
Tres ejemplos de vida y obra de autores colombianos que nos hacen volver los ojos a México, pero si la mirada incluyera a más artistas o más desterrados, tendríamos que multiplicar las historias por centenares. Por ahora, la Feria Internacional del Libro de Bogotá será, desde el martes 18 de abril hasta el 2 de mayo, un escenario ideal para reencontrarnos con ese país tan cercano a nivel cultural.
En tiempos de migración obligada y desbordada, de odiosos filtros de aduanas, cito de nuevo a García Márquez para pedir que las puertas y los libros abiertos entre México y Colombia “nunca se cierren”. Desde el DF me cuentan que las orquídeas color violeta que su esposa Mercedes Barcha dejó sembradas en los brazos del árbol de caucho de su jardín siguen floreciendo.