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El primer recuerdo que tengo de Madame Bovary es cinematográfico. Era 1952, una noche de verano ardiente, un cinema recién inaugurado en la plaza de Armas alborotada de palmeras de Piura: aparecía James Mason encarnando a Flaubert, Rodolphe Boulanger era el espigado Louis Jourdan y Emma Bovary tomaba forma en los gestos y movimientos nerviosos de Jennifer Jones. La impresión no debió ser grande porque la película no me incitó a buscar el libro, pese a que, precisamente en esa época, había empezado a leer novelas de manera desvelada y caníbal. (Recomendamos: ensayo de Nelson Fredy Padilla sobre “Bouvard y Pecuchet”, de Flaubert).
Mi segundo recuerdo es académico. Con motivo del centenario de Madame Bovary, la Universidad de San Marcos, de Lima, organizó un homenaje en el Aula Magna. El crítico André Coyné ponía en duda, impasible, el realismo de Flaubert: sus argumentos desaparecían entre los gritos de “¡Viva Argelia libre!” y las vociferaciones con que un centenar de sanmarquinos, armados de piedras y palos, avanzaban por el salón hacia el estrado donde su objetivo, el embajador francés, los esperaba lívido.
Parte del homenaje era la edición, en un cuadernillo cuyas letras se quedaban en los dedos, de Saint Julien l’Hospitalier, traducido por Manuel Beltroy. Es lo primero que leí de Flaubert. En el verano de 1959 llegué a París con poco dinero y la promesa de una beca. Una de las primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde, en un cuartito del Hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny. Ahí empieza de verdad mi historia. (Más: Charla de Mario Vargas Llosa y Nelson Fredy Padilla sobre la biblioteca del Premio Nobel de Literatura en Lima, Perú).
Desde las primeras líneas el poder de persuasión del libro operó sobre mí de manera fulminante, como un hechizo poderosísimo. Hacía años que ninguna novela vampirizaba tan rápidamente mi atención, abolía así el contorno físico y me sumergía tan hondo en su materia. A medida que avanzaba la tarde, caía la noche, apuntaba el alba, era más efectivo el trasvasamiento mágico, la sustitución del mundo real por el ficticio.
Había entrado la mañana —Emma y Léon acababan de encontrarse en un palco de la ópera de Rouen— cuando, aturdido, dejé el libro y me dispuse a dormir: en el difícil sueño matutino seguían existiendo, con la veracidad de la lectura, la granja de los Rouault, las calles enfangadas de Tostes, la figura bonachona y estúpida de Charles, la maciza pedantería rioplatense de Homais, y, sobre esas personas y lugares, como una imagen presentida en mil sueños de infancia, adivinada desde las primeras lecturas adolescentes, la cara de Emma Bovary.
Cuando desperté, para retomar la lectura, es imposible que no haya tenido dos certidumbres como dos relámpagos: que ya sabía qué escritor me hubiera gustado ser y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary. Ella sería para mí, en el futuro, como para el Léon Dupuis de la primera época, “l’amoureuse de tous les romans, l’héroïne de tous les drames, le vague elle de tous les volumes de vers”.
Desde entonces, he leído la novela una media docena de veces de principio a fin y he releído capítulos y episodios sueltos en muchas ocasiones. Nunca tuve una desilusión, a diferencia de lo que me ha ocurrido al repasar otras historias queridas, y, al contrario, sobre todo releyendo los cráteres —los comicios agrícolas, el paseo en el fiacre, la muerte de Emma—, siempre he tenido la sensación de descubrir aspectos secretos, detalles inéditos, y la emoción ha sido, con variantes de grado que tenían que ver con la circunstancia y el lugar, idéntica.
Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. Me gustaría averiguar cuáles son en mi caso algunas de estas razones: por qué Madame Bovary removió estratos tan hondos de mi ser, qué me dio que otras historias no pudieron darme.
La primera razón es, seguramente, esa propensión que me ha hecho preferir desde niño las obras construidas como un orden riguroso y simétrico, con principio y con fin, que se cierran sobre sí mismas y dan la impresión de la soberanía y lo acabado, sobre aquellas, abiertas, que deliberadamente sugieren lo indeterminado, lo vago, lo en proceso, lo a medio hacer.
Es posible que estas últimas sean imágenes más fieles de la realidad y de la vida, inacabadas siempre y siempre a medio hacer, pero, justamente, lo que sin duda he buscado por instinto y me ha gustado encontrar en los libros, las películas, los cuadros, no ha sido un reflejo de esta parcialidad infinita, de este inconmensurable fluir, sino, más bien, lo contrario: totalizaciones, conjuntos que, gracias a una estructura audaz, arbitraria pero convincente, dieran la ilusión de sintetizar lo real, de resumir la vida.
Ese apetito debió verse plenamente colmado con Madame Bovary, ejemplo de obra clausurada, de libro-círculo. De otro lado, una preferencia hasta entonces nebulosa pero creciente en mis lecturas tuvo que quedar fijada gracias a esa novela. Entre la descripción de la vida objetiva y la vida subjetiva, de la acción y de la reflexión, me seduce más la primera que la segunda, y siempre me pareció hazaña mayor la descripción de la segunda a través de la primera que lo inverso (prefiero a Tolstoi que a Dostoievski, la invención realista a la fantástica, y entre irrealidades la que está más cerca de lo concreto que de lo abstracto, por ejemplo la pornografía a la ciencia-ficción, la literatura rosa a los cuentos de terror).
Flaubert, en sus cartas a Louise, mientras escribía Madame Bovary, estaba seguro de hacer una novela de “ideas”, no de acciones. Esto ha llevado a algunos, tomando sus palabras al pie de la letra, a sostener que Madame Bovary es una novela donde no ocurre nada, salvo lenguaje. No es así; en Madame Bovary ocurren tantas cosas como en una novela de aventuras —matrimonios, adulterios, bailes, viajes, paseos, estafas, enfermedades, espectáculos, un suicidio—, solo que se trata, por lo general, de aventuras mezquinas.
Es verdad que muchos de estos hechos son narrados desde la emoción o el recuerdo del personaje, pero, debido al estilo maniáticamente materialista de Flaubert, la realidad subjetiva en Madame Bovary tiene también consistencia, peso físico, igual que la objetiva. Que los pensamientos y los sentimientos en la novela parecieran hechos, que pudieran verse y casi tocarse no solo me deslumbró: me descubrió una predilección profunda.
* “La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary”, obra escrita originalmente por Mario Vargas Llosa en 1975, se consigue en librerías colombianas bajo el sello Debolsillo. Este fragmento se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.