Flor de carne

La artista Flor María Bouhot Arroyave, nacida en Bello, Antioquia, el 2 de octubre de 1949, estudió Artes Plásticas en Medellín y ha expuesto en Colombia y México.

Sol Astrid Giraldo E.
23 de enero de 2023 - 02:00 a. m.
 Flor Maria Bouhot cumplió 50 años de carrera artística en 2019. / Rodrigo Díaz
Flor Maria Bouhot cumplió 50 años de carrera artística en 2019. / Rodrigo Díaz
Foto: Cortesía
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Quizás el cuerpo también podía ser una fiesta. Quizás era lo más natural. Sin embargo, Flor María Bouhot había nacido en la tierra de la muerte. Allí, donde los cuerpos habían olvidado las estaciones en el placer: se fajaban al nacer, se cuadriculaban al crecer y después se masacraban en las esquinas. Pasó sus primeros días en Bello, de donde le quedaron los recuerdos de la voz de su madre y de los mantelitos sobre los que ponía claveles en mañanas doradas. Sin embargo, en su adolescencia su familia se trasladó a Puerto Berrío, uno de los puntos más calientes del río Magdalena. No solo por el vaho de las tardes, sino por su caos destellante. A sus orillas todo estaba a punto de explotar: las guacamayas, las hojas de los almendros, la tierra amarilla, las miradas... y, sobre todo, las formas embutidas en satines estridentes de las mujeres del oficio prohibido que veía pasar desde la tienda de su padre. En las noches, su piel envenenada no la dejaba dormir ni el presentimiento de que la vida era algo más. De que tenía otro color. Y se fue a buscarlo.

Los ojos de la niña atrapada en aquel mostrador pronto se abrirían en los de la mujer que ahora regresaba a Medellín dispuesta a ser artista. Se matriculó en Bellas Artes en la Universidad de Antioquia, en la década de los 70. Buscando el latido de la vida más allá de las aulas, fue a dar al licencioso barrio Guayaquil. Su olor a fruta podrida, perfumes baratos, cuchilladas traperas, malevaje y sudores redentores la reconectaron con el Puerto que se le había quedado grabado en la piel. Cuando tuvo en sus manos pinceles y colores puros, se le despertó en las entrañas la furia de los fauves. Descorrió con ellos el gris-esmog, el púrpura-eclesial; también el rojo-sicario, que ya en la década de los 80 empezaba a inundar todo.

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En contravía de los fantasmas del narcotráfico, se fue provocadora a bailar la colorida fiesta de los cuerpos. Persiguió a Canelo con su pelo zanahoria y caderas estrechas caminando por Junín, a Greta con sus desafiantes rollos en la barriga, a Petra, la mordelona de cachetes tiernos de niña, al Ronco con su orgasmo místico y barato. Despeinados, con bocas lascivas, lenguas locas, pletóricos y extraviados, empezaron a emerger sin pasaporte desde el fondo de sus lienzos monumentales.

Cuando no encontró a sus modelos en los buses, semáforos o ascensores, los inventó. A veces, también las extrajo de revistas médicas, eróticas o porno que circulaban secretamente. En las páginas de un libro de anatomía, en las fotos de Playboy, en los registros de un prostíbulo hindú, veía los cuerpos sin censura que echaba de menos en las calles de la hipócrita villa. Extasiada, los mezclaba con los colores de Guayaquil, donde seguía perdiéndose en rincones oscuros, a ritmo de tango, solo encendidos por el aleteo rutilante de luciérnagas de bisutería. Su búsqueda nunca paraba. Diseccionaba maniáticamente los gestos del placer prohibido. Se extasiaba con la caída de los vestidos, las máscaras, los rótulos, como quien deshoja impúdicas margaritas. En clandestinas y explosivas ceremonias, se quitaba la ropa junto a sus díscolos modelos para emborracharse con ellos de libertad mientras afuera caían las bombas.

En los años 90, la atrapó el ciclón del Carnaval de Barranquilla, el de Río, pero, sobre todo, el suyo, el que siempre se le ha levantado desde adentro. Encontró en él la máxima celebración de vida, color, energía sexual, desenfreno, prohibidos por la oscuridad de los tiempos. Cazó allí sus mariposas más frescas: a la cuernuda Alexa, a Cristian emplumado, a Tongolele desafiante, humanos con cabeza de toro y piel de leopardo, hombres maquillados, mujeres con la entrepierna sublevada. Todos contagiados de la fiebre emancipadora de la fiesta.

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Pintó y pintó y pintó metros de lienzos que revolotearon escandalosamente. Las señoras no los querían en sus salas tranquilas, ni los museos en sus paredes fofas. A veces le daban premios de los que después se arrepentían, como el del Salón de Arte Joven del Museo de Antioquia (1984), que le negó después, temeroso, la portada de su catálogo. Decían que sus colores estaban tan mal sentados como sus mujeres, que las pieles negras no combinaban con las blancas sobre el lecho de los amantes, que las plumas no rimaban con todos los cuerpos. Guardó durante años estas pinturas en distintos refugios. Se fue a vivir a Guadalajara, donde la conmocionó el color mexicano. Se encerró en una casa de patio grande, y siguió pintando y pintando.

Ahora hay una fila de príncipes que quieren darle el beso del retorno a sus bellas durmientes. La Universidad de Antioquia, Bellas Artes, la Universidad Eafit, el Museo de Antioquia (morada de Petra y Micaela), el MAMM (donde hoy se puede ver una de sus parejas de amantes en la exposición “Medellín, pulso de ciudad”) y la Galería El Dorado, de Bogotá, entre otros, han empezado la justa reivindicación de su esplendoroso universo. Es que es el tiempo de los cuerpos y las fiestas. El tiempo de las luciérnagas. El tiempo de la Flor.

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Por Sol Astrid Giraldo E.

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