Flor María Bouhot: una flor con los labios pintados
Esta es la historia de la artista antioqueña Flor María Bouhot, quien aguarda la celebración de sus 70 años de vida mientras exhibe cinco decenios de trabajo en la Sala de Arte de Eafit en Medellín.
Daniel Grajales Tabares
Se negó a llegar en silla de ruedas. Es que su destino le indicaba, por fin, la hora señalada: en su natal Antioquia habían decidido reconocerle un trabajo hecho en silencio, a veces con lágrimas, con temores, con angustias como haber perdido al amor de su vida de manera inesperada, afrontadas con la fuerza que evoca su lápiz labial.
Flor María Bouhot llegó con los labios pintados, casi rojos, casi vino, como era de esperarse. Ese símbolo de poder femenino, esa constante de maquillar excesivamente los rostros, la ha explorado en sus cuadros, pintándoles la boca tanto a hombres como a mujeres, y hace parte de su poderío, de su capacidad de ser mujer sin miedo.
Aun cuando un pequeño accidente no la dejaba caminar bien, hace unas semanas llego sonriente, con una luz de un aura que ha aprendido a sanar, para cumplirle una cita a su público, en la Universidad Eafit de Medellín, donde la curadora Sol Astrid Giraldo presenta una revisión de su trayectoria de más de cinco decenios, a través de sus universos: el sexo, el género, la diversidad sexual, la afrocolombianidad, la mujer, el color, el amor, el rechazo, la diferencia. Esta retrospectiva está abierta al público en el Centro Cultural Biblioteca de esta institución, se titula Los colores del deseo e irá hasta el 15 de julio. La entrada es gratuita.
“No quería llegar como la Kahlo a su última exposición. Ni tan Kahlo ni tan sufrida. La vida es pa’ ser feliz, quien dijo que uno venía a sufrir”, bromea al respecto, con un acento paisa y un tono de tía que acompaña con palabras como "mi amor" o “mijito”, típicas de las matronas antioqueñas.
Más allá de la muestra, la pintora antioqueña es un personaje infaltable en una historia del arte colombiano escrita también desde Medellín. Va a cumplir 70 años el próximo 2 de octubre y no se ve cansada, va por la vida recitando un mensaje de superación, de lucha, dice que “con tantas cosas terribles que pasan, uno no debe marcarse, por el contrario, debe poner granitos de arena, protestar en su forma de ser, crear patrones de comportamiento”.
Si le interesa leer más de arte, ingrese acá: Picasso, el fotogénico
“Flor María Buhot aporta frescura, desenfado, irreverencia a la escena colombiana. Es una artista que surgió en la década de 1980, cuando la pintura fue reina en la escena nacional e internacional. Ella abordó este trabajo rompiendo con el canon local de los acuarelistas y muralistas y llevando un paso más allá las innovaciones de los Once Antioqueños y sus preocupaciones urbanas. Es una artista plenamente que pone en el centro de sus intereses el cuerpo atravesado por las marcas de la ciudad, el género y la multiculturalidad”, apunta Sol Astrid Girlado.
Pero, ¿quién es realmente Flor María Bouhot?, ¿por qué se había tardado esta revisión de su obra?, ¿qué la motivó a hablar de sexo y género hace más de medio siglo en una Antioquia conservadora?, ¿cómo ser artista en un contexto con pocas oportunidades como el que padeció?, ¿quién la guió en este camino?
Flor María habla de su vida, de su obra, de sus luchas y sus reflexiones.
Los inicios
Nació en Bello, en 1949, en un universo colorido y divertido: “Jugábamos, hacíamos reinados con muñecas, mi abuelo les hacia el discurso y las coronaba. Pedíamos centavos en la calle para la gaseosa de la coronación de la reina, saltábamos la cuerda, hacíamos sancocho en el solar de la esquina de mi casa, en El Congolo (Bello), donde había al frente un lote lleno de basura y hacíamos unos sancochitos que nos quedaban horribles”.
La inquietud por el arte llegó en la infancia. Flor María recuerda: “empecé a tener inquietud por el arte desde tercero de primaria, con la profesora Otilia quien me dio una hoja de papel en blanco con unas postales e hice una modista”. Sin embargo, la cristalización del oficio la consiguió en un almacén, donde era vendedora.
En los 60 se fue a vivir a Puerto Berrío, un municipio de Antioquia, porque su papá, Rafael, quien era comerciante, tenía almacenes allá. “Me toco trabajar con él, no me metieron al colegio, me castraron de alguna forma, porque, aunque uno quisiera, no tenía decisión. En el almacén de mi papá cogía telas de sabanas, hacia dibujos bordados. Un día, un cliente del almacén, de apellido Macili, un italiano, que pintaba de todo en el pueblo, me metió a clases de pintura”.
Macili la encausó al óleo, no era una clase magistral, era una clase muy simple, “con él pinté como tres cuadros”. Entonces, un joven, Luis Alberto Ospina, estudiante de Zootécnica en la Universidad Nacional, amigo suyo, iba y le llevaba recortes de prensa, otro señor le prestaba libros, recuerda títulos como Ana Bolena, le interesaba la historia.
“Escribía poemas, leía, contaba sueños”, dice que, en esa juventud, en la adolescencia, era vendedora del almacén y contadora de sueños. Un 31 de diciembre, en el almacén de su padre, una miscelánea, en la que vendían de todo: botones, cierres, telas, ropa; le dijo a su amigo Ospina que quería ir a Medellín a buscar el arte. Y él le afirmó su sueño, la motivó a mirar más allá de esas montañas, le dijo que tenía que salir del país, que aquí no reconocían el talento de la gente y le dijo “mire a Caballero”, desnudándole a un artista, porque, hasta entonces, no conocías sobre obras y autores.
Empoderada, con el humor que la caracteriza, Flor María le dijo a su papá que no quería terminar como la canción de Joan Manuel Serrat “que ve uno a todo el mundo pasar por una ventana”. Hablaba de Mi pueblo blanco. “No quería terminar como una solterona: con moña en la cabeza, vestida de medio luto y llena de amargura”. Hace 50 años de eso.
Su madrina, Flor, a quien le debe el nombre, arrancó con ella para Medellín: “yo era ñaña de mi tía”. Viajaron en tren y Flor María llevaba un caballete “de tres palos” que le había hecho su amigo italiano. Arribó a Bello y preguntó dónde quedaba Bellas Artes, no sabía. Se fue a Medellín, encontró el Instituto y habían comenzado a estudiar ya. Le tocó rogar para que la recibieran. Las primeras materias se las dio Eduardo Echeverry, acuarelista; después vinieron cursos con Emiro Botero. Se antojó de estudiar porcelana, con la profesora María Teresa, de quien no recuerda el apellido, y luego se quedó con el cargo de la profesora, dando clase.
Cabe anotar que retomó el Bachillerato en el Francisco Antonio Zea, donde estudiaba una de sus hermanas. En el examen de admisión sacó -1. Pero en la segunda prueba ya sacó 2,5, en adelante obtuvo hasta becas de bachillerato. Así pagó la deuda pendiente con la educación básica.
La época
Es Medellín en los setentas. Es la época de Ethel Guilmour y Dora Ramírez, cuando los padres de la ciudad no querían que sus hijos fueran artistas, “porque eso era para putos y marihuanos”, dice. Nadie la respaldó, le pagarían uno o dos semestres, por lo que se buscaba la vida dándoles clases a niños. “Le decían a uno que las mujeres decentes no se metían a estudiar esas cosas, pero uno les respondía a los papás que uno no era decente (risas)”.
Sin embargo, esa no sería su rebeldía. La pintura le sirvió como desahogo, como la mejor manera de ponerle color a la oscuridad de la sociedad: "Yo venía con una idea predeterminada sobre la desigualdad social, lo que uno ve mientras crece. Mucha gente en la vida mira, pero no ve. Yo veía cómo trataban a las prostitutas, la forma en la que los ganaderos engañaban a las muchachitas en los pueblos, se las merendaban y las dejaban tiradas, como trataban a los homosexuales. Con todo eso yo iba haciendo un cumulo de imágenes, de palabra en mi memoria”.
Antes de entrar a Bellas Artes consiguió una cámara, su compañera para documentar lo que después pintaría al óleo, casi siempre en medianos formatos. “Me iba para Guayaquil, a las 5:00 a.m. Tengo fotos de los bares, del Bar Tolú, de lo que era esa parte de la ciudad, estaba documentándome sobre ese tema. Después iba más furtiva a tomar fotos de las prostitutas en las puertas e iba pintándolas. Desde entonces comenzó a surgir todo eso, esa lucha por medio de imágenes sobre el rescate de la dignidad humana”.
No sabía de Débora Arango, “solo supe de ella actualmente, cuando la promovieron desde el Museo de Arte Moderno de Medellín. Me interesaron el impresionismo, el fovismo (Movimiento pictórico caracterizado por el empleo del color puro que surgió en París a principios del siglo XX)”, sabía de Duchamp, de los artistas del mundo, más que de los locales. La compañera de Kandinsky y él mismo genio de las formas capturaron su interés.
Hacía paisajes y bodegones, hasta que la realidad le dijo que no intentara más que ese camino. Su mente se enfocó en capturar lo que sucedía en esa ciudad extraña, que no parecía ser real. Iba a bares gay, El Calamarí, El Machete, Donde las Águilas se Atreven. Estaba constantemente en El Pedrero, en el barrio Antioquia, hablaba con la gente, iba al Popular 1 y al Popular 2, caminaba desde la autopista y escalaba esos “barrios altos” de los que habla el poeta Helí Ramírez. Estaba construyendo “un bano visual en mi memoria”.
En 1981, acabó sus estudios de Bellas Artes en la Universidad de Antioquia y tres años después, en 1984, ganó el Primer Premio en el Salón de Arte Joven del Museo de Antioquia. Se casó con Antonio Sierra, quien hacía caricaturas en el Periódico El Colombiano. Tuvo dos hijos: Daniel y Alejandro. Siguió pintando “con el muchachito cargado, moviéndole con un pie la camita y pinte, haga grabado, vaya da clase, como si estuviera soltera”.
Decir pintando, hablar con series como Amantes o Instancias del éxtasis, de amplio contenido erótico, sin tapujos, da un mensaje claro de su reflexión sobre el cuerpo, de libertad. Ser esposa no le costó autocensuras, ser madre tampoco.
Dijo Fernando Guinard, fundador y codirector del Museo Arte Erótico Americano MaReA, que lo que hace Flor María es mostrar “los colores de Colombia, el erotismo de sus muchachas y las alegrías del carnaval, y también muestra sus obras de pan comer, los bodegones, manjares deliciosos para los sentidos, excitantes y pletóricos de colorido y sensualidad”.
Ella afirma que “los afrodescendientes, los indígenas, la naturaleza combatiendo la idea tradicional de representarla” han integrado sus intereses, así como las mujeres, los transexuales, las prostitutas. “Uno de los principales temas de la artista ha sido la representación de las mujeres. Su acercamiento ha sido absolutamente atrevido y provocador, tanto que puede reconocerse un indudable hilo con la obra de Débora Arango, así esta no haya sido una influencia directa. Al igual que aquella, se salió del canon patriarcal del arte, donde el hombre es un sujeto que mira y las mujeres un simple "objeto" del deseo sexual o visual masculino, un ente "mirable" y pasivo”, explica Sol Astrid Giraldo.
De acuerdo con la experta, las mujeres de Flor María “son urbanas, contemporáneas, dueñas de sus cuerpos y de su sexualidad con tal asertividad que es difícil encontrar en la escena colombiana: por primera vez no son perdidas ni prostitutas sino sujetos felizmente deseantes. Ya no son miradas, miran. Ya no solo son poseídas, poseen. Y los hombres no son seres amenazantes, sino que acceden también a ser gozados por sus compañeras”.
Desde entonces, es pionera en hablar de lo “queer”, de los gais, los homosexuales o los “maricas”, porque sabe que hay tonos para nombrarlos en Colombia, según los ideales. Conoce a una población que va más allá de las siglas, entre tertulias aguardienteras, nocturnas, casi secretas, en sus bares.
La generación
Viven y trabajan en Medellín fue una exposición colectiva en la que participó Flor María Bouhot, una muestra de artistas emergentes, en Suramericana, de la que hubo dos versiones, en la década de 1980; que le permitió darse a conocer con más fuerza en la ciudad.
Acepta que el primero que miró su pintura fue Alberto Sierra, quien dijo que ella era “extraordinaria y contracorriente, con una pintura en la que parece no haber mucho, pero está todo, está lo político, lo crítico, lo duro".
Sierra fue quien la impulsó, visitó su taller por Bellavista, en Bello, a ver una Lolita que había pintado, y le dijo que llevara esa y tres cuadros más al Centro, donde entonces quedaba La Galería de Oficina, en un ambiente cultural que marcó nombres de una generación bañada por las Bienales de Arte de Coltejer, pero también por el inicio de una violencia enorme.
La Oficina estaba precisamente frente a La Arteria, donde se reunían Darío Lemus, Amílcar Osorio, José Manuel Freidell y Beatricita de La Fanfarria (mujer a quien pintó). Era un grupo más alternativo que el de la cultura de élite, por eso no iban Darío Ruiz Gómez ni Manuel Mejía Vallejo, “porque ellos eran más élites, y lo de nosotros era tomar cerveza en el suelo, la bohemia diferente”.
Se sentaban a hablar con poetas, de lo que surgían cosas maravillosas: “todo eso lo iba nutriendo a uno, estaba en la universidad para aprender técnicas, de fulanito y de peranito, esos encuentros enseñaban mucho”.
Exhibió entonces, entre muchas otras muestras colectivas, con María Teresa Cano, Martha Ramírez, Luis Fernando Uribe, Cristóbal Aguilar José Antonio Suárez, en Finale, en El Poblado. La muestra se llamó Los nueve once.
Cuando se casó, Alberto Sierra le dejó de hablar. Sostenía la teoría de que las artistas que se casaban perdían el rumbo de la obra, que la vida cambiaba. Lo llamó después, muchas veces, pero la dureza del curador se negó a darle nuevos espacios. Sin embargo, hablaba bien de ella, no la tenía en esa lista de inaceptables, se le veía el amor cuando algún joven le ponía el tema, en ese patio pintado de azul de La Oficina, que se mudó a El Poblado.
Las caídas
Aunque no le gusta hablar de sus enfermedades, porque dice la gente empieza a verla “como una muerta acabada y no se trata de eso”; en 1999, cuando murió su esposo, sufrió un derrame cerebral.
“Mi esposo era amante de caminar en la noche, vivíamos en la Capital. En Bogotá eso es muy complicado. Se metía por cualquier parte, no se fijaba si era peligroso, pensó que nunca le iba a pasar nada. Viniendo por la Universidad Javeriana, por 7ma camino a nuestra casa cerca de la Universidad Nacional, le dieron con un palo en la cabeza, no se sabe si fue un loco, le quitaron unas diapositivas que me traía y unos yogures que había comprado para los niños. Lo encontraron muerto. Yo estaba en Florida, haciendo una exposición, había asistido el día anterior a la graduación de uno de mis hijos que estudiaba allá”.
“Como era un ser que yo amaba tanto, me dio muy duro, me dio un derrame cerebral. Lo pasé como pude y me fui para México. Tengo allá una familia coleccionista de mi obra, quienes en una época tuvieron mucho dinero, a su casa iban personajes muy importantes de la Universidad de Guadalajara, se emocionaron con mi trabajo y me invitaron a exponer allá, en Casa Vallarta. Me fue muy bien, hablé con muchas personas. Me quise quedar en México, me llevé a mis hijos”.
Un día llegó a su apartamento, donde vivía con sus hijos, en un país que no era el suyo, y le dio otro derrame. La artista no tenía con qué pagar una clínica. Estuvo mes y medio en el Hospital Civil. Se le olvidó la ortografía, tenía pocos recuerdos, no perdió la memoria antigua sino la mediana, toda la intelectualidad sentía que se había alejado.
Luego expuso en Zacatecas, en silla de ruedas, con caminador, con bastón. “Pero me dije, bastón a un lado, no quiero terminar tocando el piso con la cabeza, tiré todo eso y me hacía yo misma mi terapia, no tenía con que pagarlo. Intentaba bailar salsa y me fui recuperando, aunque caminaba mal con el pie arrastrado”.
Ahora, cuando ve sus cuadros en Eafit, cree que “ha valido la pena y seguirá valiendo la pena hasta el día que yo me vaya: el arte enaltece el espíritu, es algo que llena de gozo, es decir lo que se quiere decir, son las políticas que uno tiene frente a la vida, sean sociales, religiosas, políticas. Las obras son las denuncias que hago a través de la pintura, que la gente las entienda o no las entienda es otra cosa, ya uno lo deja a la libre interpretación, eso le ayuda a uno a mostrarle al público las cosas que favorecen a los otros, los problemas que hay con el agua, con los animales, con la flora, con la fauna, es una forma hermosa, poética, de pelear, diría combativa, pero mejor no porque dicen que son de Santrich”.
Quizás uno de los interrogantes que no sabe cómo responder es el por qué no hubo antes una revisión de su trabajo en Medellín. No lo cuestiona, porque se siente medianamente distante a la escena, poco conocedora de los creadores locales y dedicada a su obra entre el respeto y el silencio de su taller.
Flor María es una Flor en el arte colombiano de tal color que expresa la multiculturalidad, la diferencia, sin un tono mejor que el de la paciencia, porque todavía quiere seguir escribiendo una historia más allá del discurso oficial.
Se negó a llegar en silla de ruedas. Es que su destino le indicaba, por fin, la hora señalada: en su natal Antioquia habían decidido reconocerle un trabajo hecho en silencio, a veces con lágrimas, con temores, con angustias como haber perdido al amor de su vida de manera inesperada, afrontadas con la fuerza que evoca su lápiz labial.
Flor María Bouhot llegó con los labios pintados, casi rojos, casi vino, como era de esperarse. Ese símbolo de poder femenino, esa constante de maquillar excesivamente los rostros, la ha explorado en sus cuadros, pintándoles la boca tanto a hombres como a mujeres, y hace parte de su poderío, de su capacidad de ser mujer sin miedo.
Aun cuando un pequeño accidente no la dejaba caminar bien, hace unas semanas llego sonriente, con una luz de un aura que ha aprendido a sanar, para cumplirle una cita a su público, en la Universidad Eafit de Medellín, donde la curadora Sol Astrid Giraldo presenta una revisión de su trayectoria de más de cinco decenios, a través de sus universos: el sexo, el género, la diversidad sexual, la afrocolombianidad, la mujer, el color, el amor, el rechazo, la diferencia. Esta retrospectiva está abierta al público en el Centro Cultural Biblioteca de esta institución, se titula Los colores del deseo e irá hasta el 15 de julio. La entrada es gratuita.
“No quería llegar como la Kahlo a su última exposición. Ni tan Kahlo ni tan sufrida. La vida es pa’ ser feliz, quien dijo que uno venía a sufrir”, bromea al respecto, con un acento paisa y un tono de tía que acompaña con palabras como "mi amor" o “mijito”, típicas de las matronas antioqueñas.
Más allá de la muestra, la pintora antioqueña es un personaje infaltable en una historia del arte colombiano escrita también desde Medellín. Va a cumplir 70 años el próximo 2 de octubre y no se ve cansada, va por la vida recitando un mensaje de superación, de lucha, dice que “con tantas cosas terribles que pasan, uno no debe marcarse, por el contrario, debe poner granitos de arena, protestar en su forma de ser, crear patrones de comportamiento”.
Si le interesa leer más de arte, ingrese acá: Picasso, el fotogénico
“Flor María Buhot aporta frescura, desenfado, irreverencia a la escena colombiana. Es una artista que surgió en la década de 1980, cuando la pintura fue reina en la escena nacional e internacional. Ella abordó este trabajo rompiendo con el canon local de los acuarelistas y muralistas y llevando un paso más allá las innovaciones de los Once Antioqueños y sus preocupaciones urbanas. Es una artista plenamente que pone en el centro de sus intereses el cuerpo atravesado por las marcas de la ciudad, el género y la multiculturalidad”, apunta Sol Astrid Girlado.
Pero, ¿quién es realmente Flor María Bouhot?, ¿por qué se había tardado esta revisión de su obra?, ¿qué la motivó a hablar de sexo y género hace más de medio siglo en una Antioquia conservadora?, ¿cómo ser artista en un contexto con pocas oportunidades como el que padeció?, ¿quién la guió en este camino?
Flor María habla de su vida, de su obra, de sus luchas y sus reflexiones.
Los inicios
Nació en Bello, en 1949, en un universo colorido y divertido: “Jugábamos, hacíamos reinados con muñecas, mi abuelo les hacia el discurso y las coronaba. Pedíamos centavos en la calle para la gaseosa de la coronación de la reina, saltábamos la cuerda, hacíamos sancocho en el solar de la esquina de mi casa, en El Congolo (Bello), donde había al frente un lote lleno de basura y hacíamos unos sancochitos que nos quedaban horribles”.
La inquietud por el arte llegó en la infancia. Flor María recuerda: “empecé a tener inquietud por el arte desde tercero de primaria, con la profesora Otilia quien me dio una hoja de papel en blanco con unas postales e hice una modista”. Sin embargo, la cristalización del oficio la consiguió en un almacén, donde era vendedora.
En los 60 se fue a vivir a Puerto Berrío, un municipio de Antioquia, porque su papá, Rafael, quien era comerciante, tenía almacenes allá. “Me toco trabajar con él, no me metieron al colegio, me castraron de alguna forma, porque, aunque uno quisiera, no tenía decisión. En el almacén de mi papá cogía telas de sabanas, hacia dibujos bordados. Un día, un cliente del almacén, de apellido Macili, un italiano, que pintaba de todo en el pueblo, me metió a clases de pintura”.
Macili la encausó al óleo, no era una clase magistral, era una clase muy simple, “con él pinté como tres cuadros”. Entonces, un joven, Luis Alberto Ospina, estudiante de Zootécnica en la Universidad Nacional, amigo suyo, iba y le llevaba recortes de prensa, otro señor le prestaba libros, recuerda títulos como Ana Bolena, le interesaba la historia.
“Escribía poemas, leía, contaba sueños”, dice que, en esa juventud, en la adolescencia, era vendedora del almacén y contadora de sueños. Un 31 de diciembre, en el almacén de su padre, una miscelánea, en la que vendían de todo: botones, cierres, telas, ropa; le dijo a su amigo Ospina que quería ir a Medellín a buscar el arte. Y él le afirmó su sueño, la motivó a mirar más allá de esas montañas, le dijo que tenía que salir del país, que aquí no reconocían el talento de la gente y le dijo “mire a Caballero”, desnudándole a un artista, porque, hasta entonces, no conocías sobre obras y autores.
Empoderada, con el humor que la caracteriza, Flor María le dijo a su papá que no quería terminar como la canción de Joan Manuel Serrat “que ve uno a todo el mundo pasar por una ventana”. Hablaba de Mi pueblo blanco. “No quería terminar como una solterona: con moña en la cabeza, vestida de medio luto y llena de amargura”. Hace 50 años de eso.
Su madrina, Flor, a quien le debe el nombre, arrancó con ella para Medellín: “yo era ñaña de mi tía”. Viajaron en tren y Flor María llevaba un caballete “de tres palos” que le había hecho su amigo italiano. Arribó a Bello y preguntó dónde quedaba Bellas Artes, no sabía. Se fue a Medellín, encontró el Instituto y habían comenzado a estudiar ya. Le tocó rogar para que la recibieran. Las primeras materias se las dio Eduardo Echeverry, acuarelista; después vinieron cursos con Emiro Botero. Se antojó de estudiar porcelana, con la profesora María Teresa, de quien no recuerda el apellido, y luego se quedó con el cargo de la profesora, dando clase.
Cabe anotar que retomó el Bachillerato en el Francisco Antonio Zea, donde estudiaba una de sus hermanas. En el examen de admisión sacó -1. Pero en la segunda prueba ya sacó 2,5, en adelante obtuvo hasta becas de bachillerato. Así pagó la deuda pendiente con la educación básica.
La época
Es Medellín en los setentas. Es la época de Ethel Guilmour y Dora Ramírez, cuando los padres de la ciudad no querían que sus hijos fueran artistas, “porque eso era para putos y marihuanos”, dice. Nadie la respaldó, le pagarían uno o dos semestres, por lo que se buscaba la vida dándoles clases a niños. “Le decían a uno que las mujeres decentes no se metían a estudiar esas cosas, pero uno les respondía a los papás que uno no era decente (risas)”.
Sin embargo, esa no sería su rebeldía. La pintura le sirvió como desahogo, como la mejor manera de ponerle color a la oscuridad de la sociedad: "Yo venía con una idea predeterminada sobre la desigualdad social, lo que uno ve mientras crece. Mucha gente en la vida mira, pero no ve. Yo veía cómo trataban a las prostitutas, la forma en la que los ganaderos engañaban a las muchachitas en los pueblos, se las merendaban y las dejaban tiradas, como trataban a los homosexuales. Con todo eso yo iba haciendo un cumulo de imágenes, de palabra en mi memoria”.
Antes de entrar a Bellas Artes consiguió una cámara, su compañera para documentar lo que después pintaría al óleo, casi siempre en medianos formatos. “Me iba para Guayaquil, a las 5:00 a.m. Tengo fotos de los bares, del Bar Tolú, de lo que era esa parte de la ciudad, estaba documentándome sobre ese tema. Después iba más furtiva a tomar fotos de las prostitutas en las puertas e iba pintándolas. Desde entonces comenzó a surgir todo eso, esa lucha por medio de imágenes sobre el rescate de la dignidad humana”.
No sabía de Débora Arango, “solo supe de ella actualmente, cuando la promovieron desde el Museo de Arte Moderno de Medellín. Me interesaron el impresionismo, el fovismo (Movimiento pictórico caracterizado por el empleo del color puro que surgió en París a principios del siglo XX)”, sabía de Duchamp, de los artistas del mundo, más que de los locales. La compañera de Kandinsky y él mismo genio de las formas capturaron su interés.
Hacía paisajes y bodegones, hasta que la realidad le dijo que no intentara más que ese camino. Su mente se enfocó en capturar lo que sucedía en esa ciudad extraña, que no parecía ser real. Iba a bares gay, El Calamarí, El Machete, Donde las Águilas se Atreven. Estaba constantemente en El Pedrero, en el barrio Antioquia, hablaba con la gente, iba al Popular 1 y al Popular 2, caminaba desde la autopista y escalaba esos “barrios altos” de los que habla el poeta Helí Ramírez. Estaba construyendo “un bano visual en mi memoria”.
En 1981, acabó sus estudios de Bellas Artes en la Universidad de Antioquia y tres años después, en 1984, ganó el Primer Premio en el Salón de Arte Joven del Museo de Antioquia. Se casó con Antonio Sierra, quien hacía caricaturas en el Periódico El Colombiano. Tuvo dos hijos: Daniel y Alejandro. Siguió pintando “con el muchachito cargado, moviéndole con un pie la camita y pinte, haga grabado, vaya da clase, como si estuviera soltera”.
Decir pintando, hablar con series como Amantes o Instancias del éxtasis, de amplio contenido erótico, sin tapujos, da un mensaje claro de su reflexión sobre el cuerpo, de libertad. Ser esposa no le costó autocensuras, ser madre tampoco.
Dijo Fernando Guinard, fundador y codirector del Museo Arte Erótico Americano MaReA, que lo que hace Flor María es mostrar “los colores de Colombia, el erotismo de sus muchachas y las alegrías del carnaval, y también muestra sus obras de pan comer, los bodegones, manjares deliciosos para los sentidos, excitantes y pletóricos de colorido y sensualidad”.
Ella afirma que “los afrodescendientes, los indígenas, la naturaleza combatiendo la idea tradicional de representarla” han integrado sus intereses, así como las mujeres, los transexuales, las prostitutas. “Uno de los principales temas de la artista ha sido la representación de las mujeres. Su acercamiento ha sido absolutamente atrevido y provocador, tanto que puede reconocerse un indudable hilo con la obra de Débora Arango, así esta no haya sido una influencia directa. Al igual que aquella, se salió del canon patriarcal del arte, donde el hombre es un sujeto que mira y las mujeres un simple "objeto" del deseo sexual o visual masculino, un ente "mirable" y pasivo”, explica Sol Astrid Giraldo.
De acuerdo con la experta, las mujeres de Flor María “son urbanas, contemporáneas, dueñas de sus cuerpos y de su sexualidad con tal asertividad que es difícil encontrar en la escena colombiana: por primera vez no son perdidas ni prostitutas sino sujetos felizmente deseantes. Ya no son miradas, miran. Ya no solo son poseídas, poseen. Y los hombres no son seres amenazantes, sino que acceden también a ser gozados por sus compañeras”.
Desde entonces, es pionera en hablar de lo “queer”, de los gais, los homosexuales o los “maricas”, porque sabe que hay tonos para nombrarlos en Colombia, según los ideales. Conoce a una población que va más allá de las siglas, entre tertulias aguardienteras, nocturnas, casi secretas, en sus bares.
La generación
Viven y trabajan en Medellín fue una exposición colectiva en la que participó Flor María Bouhot, una muestra de artistas emergentes, en Suramericana, de la que hubo dos versiones, en la década de 1980; que le permitió darse a conocer con más fuerza en la ciudad.
Acepta que el primero que miró su pintura fue Alberto Sierra, quien dijo que ella era “extraordinaria y contracorriente, con una pintura en la que parece no haber mucho, pero está todo, está lo político, lo crítico, lo duro".
Sierra fue quien la impulsó, visitó su taller por Bellavista, en Bello, a ver una Lolita que había pintado, y le dijo que llevara esa y tres cuadros más al Centro, donde entonces quedaba La Galería de Oficina, en un ambiente cultural que marcó nombres de una generación bañada por las Bienales de Arte de Coltejer, pero también por el inicio de una violencia enorme.
La Oficina estaba precisamente frente a La Arteria, donde se reunían Darío Lemus, Amílcar Osorio, José Manuel Freidell y Beatricita de La Fanfarria (mujer a quien pintó). Era un grupo más alternativo que el de la cultura de élite, por eso no iban Darío Ruiz Gómez ni Manuel Mejía Vallejo, “porque ellos eran más élites, y lo de nosotros era tomar cerveza en el suelo, la bohemia diferente”.
Se sentaban a hablar con poetas, de lo que surgían cosas maravillosas: “todo eso lo iba nutriendo a uno, estaba en la universidad para aprender técnicas, de fulanito y de peranito, esos encuentros enseñaban mucho”.
Exhibió entonces, entre muchas otras muestras colectivas, con María Teresa Cano, Martha Ramírez, Luis Fernando Uribe, Cristóbal Aguilar José Antonio Suárez, en Finale, en El Poblado. La muestra se llamó Los nueve once.
Cuando se casó, Alberto Sierra le dejó de hablar. Sostenía la teoría de que las artistas que se casaban perdían el rumbo de la obra, que la vida cambiaba. Lo llamó después, muchas veces, pero la dureza del curador se negó a darle nuevos espacios. Sin embargo, hablaba bien de ella, no la tenía en esa lista de inaceptables, se le veía el amor cuando algún joven le ponía el tema, en ese patio pintado de azul de La Oficina, que se mudó a El Poblado.
Las caídas
Aunque no le gusta hablar de sus enfermedades, porque dice la gente empieza a verla “como una muerta acabada y no se trata de eso”; en 1999, cuando murió su esposo, sufrió un derrame cerebral.
“Mi esposo era amante de caminar en la noche, vivíamos en la Capital. En Bogotá eso es muy complicado. Se metía por cualquier parte, no se fijaba si era peligroso, pensó que nunca le iba a pasar nada. Viniendo por la Universidad Javeriana, por 7ma camino a nuestra casa cerca de la Universidad Nacional, le dieron con un palo en la cabeza, no se sabe si fue un loco, le quitaron unas diapositivas que me traía y unos yogures que había comprado para los niños. Lo encontraron muerto. Yo estaba en Florida, haciendo una exposición, había asistido el día anterior a la graduación de uno de mis hijos que estudiaba allá”.
“Como era un ser que yo amaba tanto, me dio muy duro, me dio un derrame cerebral. Lo pasé como pude y me fui para México. Tengo allá una familia coleccionista de mi obra, quienes en una época tuvieron mucho dinero, a su casa iban personajes muy importantes de la Universidad de Guadalajara, se emocionaron con mi trabajo y me invitaron a exponer allá, en Casa Vallarta. Me fue muy bien, hablé con muchas personas. Me quise quedar en México, me llevé a mis hijos”.
Un día llegó a su apartamento, donde vivía con sus hijos, en un país que no era el suyo, y le dio otro derrame. La artista no tenía con qué pagar una clínica. Estuvo mes y medio en el Hospital Civil. Se le olvidó la ortografía, tenía pocos recuerdos, no perdió la memoria antigua sino la mediana, toda la intelectualidad sentía que se había alejado.
Luego expuso en Zacatecas, en silla de ruedas, con caminador, con bastón. “Pero me dije, bastón a un lado, no quiero terminar tocando el piso con la cabeza, tiré todo eso y me hacía yo misma mi terapia, no tenía con que pagarlo. Intentaba bailar salsa y me fui recuperando, aunque caminaba mal con el pie arrastrado”.
Ahora, cuando ve sus cuadros en Eafit, cree que “ha valido la pena y seguirá valiendo la pena hasta el día que yo me vaya: el arte enaltece el espíritu, es algo que llena de gozo, es decir lo que se quiere decir, son las políticas que uno tiene frente a la vida, sean sociales, religiosas, políticas. Las obras son las denuncias que hago a través de la pintura, que la gente las entienda o no las entienda es otra cosa, ya uno lo deja a la libre interpretación, eso le ayuda a uno a mostrarle al público las cosas que favorecen a los otros, los problemas que hay con el agua, con los animales, con la flora, con la fauna, es una forma hermosa, poética, de pelear, diría combativa, pero mejor no porque dicen que son de Santrich”.
Quizás uno de los interrogantes que no sabe cómo responder es el por qué no hubo antes una revisión de su trabajo en Medellín. No lo cuestiona, porque se siente medianamente distante a la escena, poco conocedora de los creadores locales y dedicada a su obra entre el respeto y el silencio de su taller.
Flor María es una Flor en el arte colombiano de tal color que expresa la multiculturalidad, la diferencia, sin un tono mejor que el de la paciencia, porque todavía quiere seguir escribiendo una historia más allá del discurso oficial.