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Flor roja (El Cajón de Santaora)

Hay una edad en la que la palma de chonta está lista para convertirse en marimba. Cuando eso ocurre, brota de ella una flor roja, que parece algo así como una gran espiga escarlata. Hoy en día, las chontas son taladas antes de tiempo y su madera es usada, cada vez más, para otros menesteres.

Julia Díaz Santa
26 de febrero de 2022 - 08:36 p. m.
Benjamín Vanegas hizo parte de Río Mira, agrupación con la que participó en importantes festivales del mundo. Hoy integra Los Telembí, un nuevo proyecto musical colombo ecuatoriano. Fotografía: Will Farrington
Benjamín Vanegas hizo parte de Río Mira, agrupación con la que participó en importantes festivales del mundo. Hoy integra Los Telembí, un nuevo proyecto musical colombo ecuatoriano. Fotografía: Will Farrington
Foto: William Farrington - William Farrington
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Benjamín supo que el verso estaba listo para ser escrito. Había soñado con una flor roja, igual a la que crece en lo alto de la palma de chonta. Ese brote anuncia que la planta tiene cuarenta años, edad en la que los hombres la pueden convertir en marimba.

Esas cosas de la chonta se las enseñó don Nacho, cuando se conocieron río arriba, en el pueblo de Telembí. El día del encuentro, Benjamín se había embarcado en una lancha por el río Cayapas, buscando bombos y cununos, instrumentos autóctonos de las músicas afro del pacífico colombo ecuatoriano.

Años antes, había hecho toda suerte de experimentos para construir pequeñas marimbas que vendía en la playa, como suvenires a los turistas. No obstante, sabía que le faltaban los saberes ancestrales para poder erigir verdaderamente esos instrumentos y darles la sonoridad de su pueblo. Esos saberes que justamente don Nacho tenía. Fue no más verse y quizás ambos supieron que habían encontrado algo que realmente buscaban.

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Descendiente de poetas afro ecuatorianos, Benjamín Vanegas nació en 1978, en un barrio de Esmeraldas, Ecuador. Ahí experimentó, desde pequeño, los arrullos y otras expresiones musicales y comunitarias de su pueblo afro pacífico. Recuerda que, desde ese entonces, el formato de los arrullos es de dos bombos, tres o cuatro cununos, guasás y maracas, que cada cantora lleva. La cantora principal enuncia los cuatro versos iniciales, la glosa. Uno que recuerda dice:

“En un mar inmenso navegó María.

En un mar inmenso navegó María.

Navegó María, cuarenta noches, cuarenta días.

Navegó María, cuarenta noches, cuarenta días”.

Y luego las demás cantoras, y todos los participantes, responden. Benjamín cuenta que, en una noche cualquiera, los arrullos van hasta el amanecer, no se tocan más de diez o doce canciones. Cada una puede durar una hora y los versos que se improvisan, en medio de esto, parecen infinitos. En esas celebraciones se come y se bebe, mientras se canta en un sincretismo espiritual. Toda la noche suena la música en vivo.

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Siguiendo el hilo de esas y otras memorias, Benjamín se embarcó en el río Cayapas, a la edad de treinta años. Y por suerte encontró a don Nacho. Un hombre solitario que tiene los saberes guardados y no muchas personas con quién compartirlos. Nacho mandó a sus hijos a estudiar a la ciudad. Uno de ellos es abogado. Poco saben hoy del oficio y el arte de su padre.

Desde que lo encontró, Benjamín nunca ha dejado de visitar a don Nacho. Se queda algunas temporadas para conversar con él, y para seguir aprendiendo el verdadero arte de hacer marimbas. Han sido muchos los secretos revelados en noches de luna menguante.

Un buen día, Benjamín empezó a hacer sus propias marimbas. Mientras tanto, integraba proyectos musicales con los que giró por el mundo. Uno de los más recordados es quizás Río Mira, agrupación con la que, junto a músicos del litoral pacífico colombiano, generaron un diálogo fluido. Es el coloquio de los abuelos afrodescendientes, de ambos países, sostenido por siglos. Hoy en día, los mismos integrantes preparan nuevas canciones, ahora bajo el nombre de Los Telembí. El agua lleva y trae la música.

Un día, el niño Benjamín se puso a llorar afuera de la casa de Angelita Rodríguez, una bailadora de su barrio. Con el berrinche, el pequeño buscaba que lo llevaran al Guadual de doña Mencha, un restaurante grande en la playa de Las Palmas, en donde se tocaba y se bailaba música del pacifico. Y lo llevaron, muchas veces. Y su mamá lo regañó, todas las veces, por irse de la casa y no avisar.

“Recuerdo ese cuerpo de baile. Unas mujeres mayores, gordas, parecía que flotaban cuando bailaban las jugas, los bambucos, los currulaos”, dice quien hoy es uno de los portadores de la oralidad y el sonido de toda una legión.

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Benjamín también observa cómo en los pueblos aledaños al río Cayapas, comunidades retiradas, metidas en la selva, hace unos años empezaron a aparecer las antenas de Direct TV. Cada rancho tiene una antena. Desde entonces, los muchachos ya no sueñan con palmas de chonta, con arrullos ni con jugas. Ellos quieren parecerse a esos hombres y mujeres que les muestran en la pantalla. Se frustran por no conseguirlo. En medio de tantas imágenes veloces, se les ha agotado la paciencia.

A sus cuarenta años, Benjamín, hombre obstinado, soñó con la flor roja y escribió unas palabras en su cuaderno. Las puso a secar en tiras de versos arriba del fogón. Sabía que tenía que esperar algunos años para que se secaran. Cada tanto las abría, las palpaba y se daba cuenta de que todavía estaban húmedas. Un par de años después del sueño con la flor, tocó los versos y vio que estaban secos. Puedo por fin hacer una nueva canción.

Por Julia Díaz Santa

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