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La mata lo devora todo. Echa raíces sobre la tierra que, alimentada por sangre, debió quedar infértil. Se trepa por las paredes de las casas abandonadas, sus tallos abrazan aquellos lugares echados a su suerte que alguna vez fueron llamados “hogar”. La mata es testigo del paso humano y recordatorio de su estado transitorio. La mata es tan protagonista de la historia en Colombia como los Caín y Abel de carne y hueso. Y ese es el lugar que le otorga el libro que lleva su mismo nombre, obra de Eliana Hernández y María Isabel Rueda.
Las ilustraciones de La mata —coedición de Cardumen Libros y Laguna Libro— funcionan como un flipbook o folioscopio. Van cambiando ligeramente de una página a la siguiente, de manera que cuando estas se pasan rápido generan la sensación de movimiento. Así, los dibujos en blanco y negro de Rueda acompañan el texto de Hernández, un poema sobre la masacre de El Salado, perpetrada hace 22 años por 450 paramilitares. “La idea es que el dibujo va creciendo orgánicamente hasta tomar el lugar de la escritura y termina devorándose las dos páginas en un dibujo final que juega con la idea de un viaje de la oscuridad a la luz”, cuenta Rueda.
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Aquel dibujo final del libro nació de la imaginación de la ilustradora, de remembranzas de su viaje por los Montes de María, en el Caribe colombiano. “El recuerdo de la atmósfera y un tipo de memoria intuitiva me ayudaron a desarrollar en el dibujo un cierto carácter de naturaleza desbordada e indómita. La atmósfera es misteriosa, de un terror sutil, como cuando sale uno solo al monte de noche”. El resultado fue una imagen asombrosamente similar a una de las fotografías de archivo que fueron claves en el proceso creativo de su coautora, Eliana Hernández, pues le dio a la escritora la idea de hacer de la naturaleza la protagonista del poema. “Esa idea me llegó porque vi una foto que está en el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica cuando los saladeros retornaron al pueblo. Muchas de las casas habían sido tomadas por la naturaleza, tomadas por el monte. Es una presencia gigante, que está durante y después de la masacre”, afirma Hernández. “Me pareció que, además de estar como imagen a lo largo del libro, era una presencia de la que se podía construir un personaje y una voz”.
“Añade La mata: Para quienes volvieron: / un manojo de flores del totumo, / piñuelas con sus pulpas jugosas, / su tomento estrellado de blanco color. / Esas flores de pétalos carnosos, / vainillas, olorosas durante la noche, / y también otras flores furiosas, / expertas en la desobediencia, / varias flores del pico de loro, / las flores del pico de loro, / las espinas que rasgan la piel escondidas. / Una invasión de trinitarias, / un desfile coronado por sépalos persistentes. / Unas con cáliz, que acompaña al fruto, / otras estériles; también racimos / de flores amarillas del bombito, / de la flor de la bajagua, / de esa flor que se llama amor que zumba, / racimos abundantes / retoñadas de sí”.
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Juntas, Rueda y Hernández, hicieron de la naturaleza el personaje principal. Su presencia se encarna en los trazos, su voz resuena en los testimonios. Los Montes de María fueron la génesis. Para la ilustradora, el haber caminado sobre aquellas tierras, en medio de un viaje movido por el arte; para la poeta, el haberse encontrado con el informe “La masacre de El Salado, esa guerra no es nuestra”.
“Yo decidí trabajar este tema porque mi sensación un poco fue que a ese texto le faltaba algo, una carga emocional. A pesar de que hay muchos testimonios, todo el lenguaje es de científicos sociales”, asegura. “La poesía trabaja con sensaciones, emociones, construyendo un universo al que yo creo que el lector puede entrar más fácilmente que un informe de un científico social. Me parecía que el ritmo y las imágenes que te van llevando podían ser poderosos para contar esta historia”.
Pero la poesía fue también la manera en la que Hernández procesó las más de 300 páginas que había leído casi que en una sentada. Quería trascender el número de víctimas y la lista de nombres que figuran en tablas. Quería ver sus rostros, entender cómo era la cotidianidad que rompió la masacre en lo que ella llama “poesía documental”, “esa poesía que trabaja con materiales ya existentes o históricos y que de alguna manera juega con ellos, que quiere dar cuenta de situaciones de la vida real”.
Así, se dispuso a crear a Pablo y Esther, una pareja de personajes ficticios, pero que pudieron haber estado en ese lugar, en un contexto similar. “Me pareció importante ponerle cuerpo a la historia, para que el lector pudiera verla desde un lugar que hubiera podido ser real”. Las narrativas de estas dos figuras ocupan la primera mitad del libro, la mata hace lo propio con la segunda. El poema es un diálogo de voces que conocen la matanza desde diferentes ángulos: habla la vegetación, los testigos, los investigadores. “Para mí era muy importante que el lector no se quedara solo con una versión de la historia, que hubiera momentos en los que los personajes están refutando, se están corrigiendo, precisamente para que no quedara una versión única, desde un punto de vista. Entender lo que pasó con nuestro país es escuchar voces diferentes, construir lugares de diálogo donde la historia no cuadra”, establece Hernández.
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Cada una de aquellas voces, que cuenta su propia verdad, se alimenta de un insumo diferente. La de los investigadores fue la primera que se construyó, con algo del espíritu con el que Hernández se acercó al mencionado informe, de esa sensación de no terminar de entender ni procesar, de querer indagar más. La voz de la mata se nutre de registros botánicos de la zona, fue una de las más difíciles de construir. “A mí me interesaba, sobre todo, construir una voz que hubiera sido testigo de la masacre, pero que no hubiera tenido una participación tan directa, casi un narrador omnisciente que lo ve todo desde afuera. En algún momento la mata es sonámbula, está también perturbada por lo que vio, pero también es una voz medio alejada de lo que hicieron los seres humanos”.
La mata, como poemario, es también un manojo de flores para los saladeros, los sesenta que fallecieron del 16 al 21 de febrero del 2000, los que tras los hechos abandonaron el pueblo sin mirar atrás y para el pequeño porcentaje que, pese a todo, regresó a ese lugar a despojarlo de su aura fantasmal.