Fragmento de “Cómo vivir en vano”, novela de Ricardo Silva Romero
¿Qué pasó con Horacio Pizarro después de sobrevivir a la debacle de 2016? ¿Y en el incierto 2020, el año bisiesto de la peste y el encierro?, son los interrogantes que plantea esta ficción publicada bajo el sello editorial Alfaguara.
Ricardo Silva Romero * / Especial para El Espectador
El profesor Horacio Pizarro se va pasillo abajo, zancada a zancada a zancada, hacia la sala de su casa profanada. Faltaba más que este abusador ajado, que se cree mucho más joven y más simpático de lo que es, saliera de aquí ileso e impune. No es que le vaya a lanzar un manotazo de barbudo al malnacido que acosó a su hija hace unos años, no, la única vez que Pizarro se dio golpes con alguien fue a los siete en la esquina del colegio en donde los niños de la primaria se ponían citas para «darse en la jeta». (Lea la crítica literaria de Jairo Patiño sobre esta novela de Ricardo Silva).
Va a decirle que se largue. Va a preguntarle cómo diablos se le ocurre haberse hecho invitar a la fiesta de Año Nuevo de la alumna a la que le bajó la nota por no dejarse manosear. Va a hacerlo desde la puerta de salida, «le pido el favor de que se vaya», imagina, pero apenas deja atrás el corredor se da cuenta de que la consuegra y el intruso están listos a irse.
Siente, de golpe, el jalón de la ciática: putamierdaputamierdaputamierda. Su hija menor no ha venido detrás de él: «¡Julia!». Su hija mayor está diciéndole al novio nuevo, al pobre «hijo gris» tan sonriente y tan contenido, que ahora mismo se le escapa el nombre, que ella va a quedarse a dormir en su vieja habitación.
Su esposa está llevándoles la cuerda a los invitados a unos cuantos pasos de la puerta de salida, «no, gracias a ustedes…», con una sagacidad bogotana que pocas veces pone en práctica. Y, como el disco ya ha dejado de dar vueltas en la tornamesa del rincón, se están escuchando el fufufufufu del estabilizador, el tictactictactic del reloj de pared, el zazazazaza de la nevera de la madrugada y el cricricricricri del bombillo del umbral como pruebas incontestables de que toda casa es un monstruo.
Pizarro se ve a sí mismo despidiéndolos, enchaquetados y envejecidos y risueños como cualquier visita a la salida, antes de que sea mucho peor. No les sonríe. No sonríe. Repite los lugares comunes y automáticos de las despedidas, sí, «a ustedes muchas gracias por venir», pero no es capaz de hacer gestos de paz. Se pone a pensar que Clara, su mujer, tampoco debe saber ni recordar mucho de la historia del abuso porque si lo supiera no estaría rascándose detrás de las orejas como cualquier cuerpo de cualquier sexo que anhela dormirse.
Quiere que su hija sepa que nadie puede hacerle daño, pero quiere que se acabe esa fiesta que no debió ser, pero quiere que ese imbécil tenga claro que no van a volver a verse, pero quiere que la vida siga porque si no sigue no es vida, pero quiere que sea claro que él no es un cobarde, sino un práctico.
Con demasiada frecuencia tenemos a la mano, tenemos en las narices, mejor, las pruebas necesarias de cuánto nos sobra pensar. No es extraño que toda una construcción mental en la que uno esté enfrascado como un filósofo encorvado en su escritorio, todo un tejido peligroso de la índole de «esta no es la vida que quiero para mí», o todo un silogismo hipotético de la clase de «si encaro a este desconocido entonces todo será como debe ser», se venga abajo de un segundo a otro por culpa de cualquier adversidad prosaica: la billetera vacía, un tropiezo con un mueble, el timbre del teléfono fijo que ya nunca suena, ay.
Ciertos dramaturgos, como ciertos actores, llegan a la conclusión de que en las escenas no existen las caracterizaciones, sino sólo las acciones: no somos lo que somos, ni lo que pensamos, sino lo que hacemos. Pero sobre todo lo digo porque a Pizarro se le cierra la tempestad de las disyuntivas cuando ve que la puerta de salida de su apartamento está cerrada con seguro desde adentro.
No todas las puertas pueden cerrarse con seguro desde adentro, no, las puertas de las habitaciones del apartamento en el que estoy escribiendo esta novela —por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza— apenas tienen un botón que cualquiera puede presionar para salir y largarse, pero nadie puede dejar ahora la casa de la familia Pizarro si no tiene la llave en sus manos.
El profesor se pregunta «quién habrá cerrado con seguro» como diciéndose a sí mismo que aquí no sólo está pasando algo muy raro, sino que va a suceder algo que va a ponerlo todo al revés. Busca la copia que suele estar colgada en el pequeño perchero de madera que su esposa clavó en la pared hace un par de años nomás para que él sepa siempre dónde dejó el bendito llavero de submarino amarillo que siempre está perdiendo.
No está la llave. No se ve el llavero. Y Pizarro, que está dándoles la espalda a todos hasta que dar la espalda pase de ser lo humano a lo inhumano, va a tener que mirar a los ojos a propios y a extraños para reconocerles que aquella reunión exprimida a más no poder todavía no ha llegado a su fin.
Revisa de nuevo la percha de la entrada para hacer algo mientras se le ocurre algo mejor. Se encoge de hombros. Y niega con la cabeza, pues es tiempo de acatar la realidad.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.
El profesor Horacio Pizarro se va pasillo abajo, zancada a zancada a zancada, hacia la sala de su casa profanada. Faltaba más que este abusador ajado, que se cree mucho más joven y más simpático de lo que es, saliera de aquí ileso e impune. No es que le vaya a lanzar un manotazo de barbudo al malnacido que acosó a su hija hace unos años, no, la única vez que Pizarro se dio golpes con alguien fue a los siete en la esquina del colegio en donde los niños de la primaria se ponían citas para «darse en la jeta». (Lea la crítica literaria de Jairo Patiño sobre esta novela de Ricardo Silva).
Va a decirle que se largue. Va a preguntarle cómo diablos se le ocurre haberse hecho invitar a la fiesta de Año Nuevo de la alumna a la que le bajó la nota por no dejarse manosear. Va a hacerlo desde la puerta de salida, «le pido el favor de que se vaya», imagina, pero apenas deja atrás el corredor se da cuenta de que la consuegra y el intruso están listos a irse.
Siente, de golpe, el jalón de la ciática: putamierdaputamierdaputamierda. Su hija menor no ha venido detrás de él: «¡Julia!». Su hija mayor está diciéndole al novio nuevo, al pobre «hijo gris» tan sonriente y tan contenido, que ahora mismo se le escapa el nombre, que ella va a quedarse a dormir en su vieja habitación.
Su esposa está llevándoles la cuerda a los invitados a unos cuantos pasos de la puerta de salida, «no, gracias a ustedes…», con una sagacidad bogotana que pocas veces pone en práctica. Y, como el disco ya ha dejado de dar vueltas en la tornamesa del rincón, se están escuchando el fufufufufu del estabilizador, el tictactictactic del reloj de pared, el zazazazaza de la nevera de la madrugada y el cricricricricri del bombillo del umbral como pruebas incontestables de que toda casa es un monstruo.
Pizarro se ve a sí mismo despidiéndolos, enchaquetados y envejecidos y risueños como cualquier visita a la salida, antes de que sea mucho peor. No les sonríe. No sonríe. Repite los lugares comunes y automáticos de las despedidas, sí, «a ustedes muchas gracias por venir», pero no es capaz de hacer gestos de paz. Se pone a pensar que Clara, su mujer, tampoco debe saber ni recordar mucho de la historia del abuso porque si lo supiera no estaría rascándose detrás de las orejas como cualquier cuerpo de cualquier sexo que anhela dormirse.
Quiere que su hija sepa que nadie puede hacerle daño, pero quiere que se acabe esa fiesta que no debió ser, pero quiere que ese imbécil tenga claro que no van a volver a verse, pero quiere que la vida siga porque si no sigue no es vida, pero quiere que sea claro que él no es un cobarde, sino un práctico.
Con demasiada frecuencia tenemos a la mano, tenemos en las narices, mejor, las pruebas necesarias de cuánto nos sobra pensar. No es extraño que toda una construcción mental en la que uno esté enfrascado como un filósofo encorvado en su escritorio, todo un tejido peligroso de la índole de «esta no es la vida que quiero para mí», o todo un silogismo hipotético de la clase de «si encaro a este desconocido entonces todo será como debe ser», se venga abajo de un segundo a otro por culpa de cualquier adversidad prosaica: la billetera vacía, un tropiezo con un mueble, el timbre del teléfono fijo que ya nunca suena, ay.
Ciertos dramaturgos, como ciertos actores, llegan a la conclusión de que en las escenas no existen las caracterizaciones, sino sólo las acciones: no somos lo que somos, ni lo que pensamos, sino lo que hacemos. Pero sobre todo lo digo porque a Pizarro se le cierra la tempestad de las disyuntivas cuando ve que la puerta de salida de su apartamento está cerrada con seguro desde adentro.
No todas las puertas pueden cerrarse con seguro desde adentro, no, las puertas de las habitaciones del apartamento en el que estoy escribiendo esta novela —por poner el primer ejemplo que se me viene a la cabeza— apenas tienen un botón que cualquiera puede presionar para salir y largarse, pero nadie puede dejar ahora la casa de la familia Pizarro si no tiene la llave en sus manos.
El profesor se pregunta «quién habrá cerrado con seguro» como diciéndose a sí mismo que aquí no sólo está pasando algo muy raro, sino que va a suceder algo que va a ponerlo todo al revés. Busca la copia que suele estar colgada en el pequeño perchero de madera que su esposa clavó en la pared hace un par de años nomás para que él sepa siempre dónde dejó el bendito llavero de submarino amarillo que siempre está perdiendo.
No está la llave. No se ve el llavero. Y Pizarro, que está dándoles la espalda a todos hasta que dar la espalda pase de ser lo humano a lo inhumano, va a tener que mirar a los ojos a propios y a extraños para reconocerles que aquella reunión exprimida a más no poder todavía no ha llegado a su fin.
Revisa de nuevo la percha de la entrada para hacer algo mientras se le ocurre algo mejor. Se encoge de hombros. Y niega con la cabeza, pues es tiempo de acatar la realidad.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.