Fragmento de la premiada e inquietante literatura de Mariana Enriquez
La escritora argentina acaba de ganar el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2024. Fragmento de “Éste es el mar” (Literatura Random House), donde hurga en lo macabro en un universo de lo desconocido.
Mariana Enriquez * / Especial para El Espectador
Levantó la cabeza para buscar el olor a desesperación que necesitaba. Tenía que hacer un sacrificio. Jamás la verían si no se arriesgaba. ¿Desde cuándo era la mejor del Enjambre? El tiempo era distinto para ellas, que vivían para siempre, pero en la eternidad el paso del tiempo se sentía reptante, lentísimo. Cada vez le costaba más olvidar el deseo de quedarse quieta; de dejar de gritar y correr y zumbar y susurrar y llorar. (Lea por qué Mariana Enriquez ganó el premio literario José Donoso).
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Levantó la cabeza para buscar el olor a desesperación que necesitaba. Tenía que hacer un sacrificio. Jamás la verían si no se arriesgaba. ¿Desde cuándo era la mejor del Enjambre? El tiempo era distinto para ellas, que vivían para siempre, pero en la eternidad el paso del tiempo se sentía reptante, lentísimo. Cada vez le costaba más olvidar el deseo de quedarse quieta; de dejar de gritar y correr y zumbar y susurrar y llorar. (Lea por qué Mariana Enriquez ganó el premio literario José Donoso).
Cambió de forma y se dejó flotar sobre el grupo de chicas sentadas en el césped de la plaza. Había elegido, sin dudarlo, a las fans de Fallen. Eran la mejor posibilidad de sacrificio. Ese olor necesario, cebolla y jabón, perfume de flores feas, estaba entre ellas.
Primero vio los brazos de la chica. No la dejaban tatuarse, así que se dibujaba los símbolos de Fallen —dos triángulos, un par de alas, la runa Dagaz— con marcador. En las mejillas, con el mismo marcador, se había escrito James James James. El nombre del cantante de Fallen, el causante de ese olor sangriento y pesado. El olor que necesitaba. Cuando tomó forma humana, trató de imitar la expresión de esa chica triste. La chica de las piernas gordas, las caderas deformadas y el pelo largo y oscuro. Su trabajo era hablar con ella, ganar su confianza. Helena también era una fan pero no era humana. Eso lo sabía y no sabía mucho más porque la vida dentro del Enjambre era frenética y no había tiempo de saber ni de escuchar.
Toda su especie vivía en perpetuo movimiento y nunca dormía, como los tiburones. Cada noche iban a gritar a algún show, generalmente en diferentes países. Cada día debían hacer guardia frente a un hotel, la puerta de un teatro o de un estadio, con las caras pintadas con corazones y logos, las manos aferradas a fotos y pósteres, llorando y pataleando. Debían leer todas las entrevistas y aprenderse de memoria las respuestas, repetirlas, citarlas. Debían entrar en redes sociales, en foros y tumblrs y facebook y snapchats e instagrams y youtube y twittear y postear, dejar comentarios, crear rumores, amenazar con suicidarse. Debían hacerse amigas de fans reales y conseguirles objetos preciosos, discos y fotos autografiadas, algún RT o mejor aún, un follow, hasta un DM. Alguna remera descatalogada, la posibilidad de estar en primera fila —ella era especialmente buena para atravesar multitudes y siempre, siempre, quedar junto a la baranda de contención con una chica de la mano, alguna chica menudita y desesperada que lloraba todo el tiempo—. A esas fans humanas debían convencerlas de muchas cosas: de decorar su habitación con fotos de los ídolos, de tatuarse sus nombres o sus logos, de jurar fidelidad, de robar dinero para ir a los shows —a los padres, a cualquiera—, de comprar todo el merchandising y conseguir cada nueva versión, cada video, cada foto, de pasar diez, doce horas online trabajando, reblogueando, subiendo fotos, videos, comentando y rastreando. El trabajo se había vuelto enloquecedor en estos años digitales, porque los videos las fotos las canciones spotify twitter facebook tumblr youtube instagram no se terminaba nunca, completar una colección era imposible, verlo todo era imposible. Muchas compañeras habían decidido desaparecer, agotadas; bastaba con que dejaran de moverse, con detenerse un tiempo largo y se desvanecían.
Helena no cuestionaba su forma de vida, pero sabía que podía tener otra. Por eso había seguido en movimiento incluso cuando el cansancio la hacía temblar. Quería conocer la Costa. Quería dejar de ser Enjambre, virus; quería saber su origen, quería ir a la Casa. Y eso solamente se lograba, lo había visto durante todos sus años de zumbido y movimiento, trabajando bien. Había que destacar a una Estrella por sobre las demás, hacerla brillar y brillar, barnizada de lágrimas y humedad. Y entonces una podía convertir a esa Estrella en Leyenda y así elevarse, mutar en Luminosa, llegar a la Costa.
Y para eso, creía, hacía falta un sacrificio; esa chica de piernas gordas sentada sobre el césped de una plaza de Santiago de Chile iba a ser el suyo.
Nunca se daban cuenta, las fans reales. Nadie sabía del Enjambre. No podían imaginar que muchas de esas chicas que también se arañaban la cara y amaban con locura no eran humanas. Que estaban ahí desde siempre, ni ellas sabían desde hacía cuánto tiempo, presentes como ejemplos para imitar, obligando a venerar y desear, a enloquecer de entrega. Siempre la sorprendía tanta credulidad, tanta inocencia, lo desprotegidas que estaban las chicas reales.
El sacrificio se llamaba Estefanía, tenía 14 años, iba al colegio Nuestra Señora del Huerto y odiaba a sus padres ricos porque le habían prohibido ir al show de Fallen; la banda tocaba en Santiago por primera vez. No tenía entrada, no se le ocurría robar para conseguir una, había venido a la reunión en la Plaza Porrúa para averiguar si alguien revendía o si querían invitarla. Contaba su desgracia con las manos temblando, los ojos rojos de llorar.
—Yo puedo ayudarte —le dijo. Le dijo también que su nombre era Helena. No tenía nombre, en el Enjambre no había nombres, pero últimamente, cuando se manifestaba a fans reales, usaba Helena. Le había gustado. La tomó del brazo, caminaron juntas hasta la estación de subterráneo; Helena la hizo bajar, “no quiero que las demás nos vean”, le dijo. Al lado de las vías, en el silencio tembloroso que hacía vibrar el aire entre trenes, Helena buscó en un bolsillo y sacó un Ticket Dorado.
—Es tuyo.
La chica sacrificio, Estefanía, lloraba y preguntaba por qué, por qué. Helena respondió: “Es un premio”. Un Ticket Dorado era la más preciada de las posesiones: era muy caro, pero quien lo adquiría ganaba el derecho de subir al escenario con James durante una canción y, después del show, conocerlo personalmente en una breve reunión junto con otras fans. Helena le había regalado el Ticket a la chica aunque sabía, porque ella misma lo había planeado, que Estefanía no iba a ir al concierto, que no conseguiría el permiso de los padres. Le habló de lo amable que era James en los encuentros con las fans, que duraban mucho más de lo pautado. Le dijo que quizá fuera la última vez que Fallen visitaba Chile porque, lo habían dicho en varias entrevistas, “necesitaban un descanso”. “No quieren decir que van a separarse, pero ya lo decidieron”, le susurró. “Ésta es la última gira”.
—¿Y si no me dejan ir? —dijo la chica.
Las luces del tren iluminaron el túnel y Helena abrazó a la chica antes de subirse.
—Vas a tener que escaparte. ¡Es un Ticket Dorado!
La había elegido bien, pensó Helena antes de evaporarse en el calor del vagón. Era débil y estúpida y cobarde.
La chica subió las escaleras corriendo y no volvió a la reunión de la plaza. No habló con sus padres y, al día siguiente, logró escapar. Pero, cuando se tomó un taxi para la terminal de ómnibus —el punto de reunión de las fans para ir al show, que se hacía en un estadio en las afueras de Santiago—, Helena llamó a los padres de la chica para avisarles de la huida. Ellos la atraparon en la terminal, segundos antes de que subiera al ómnibus. Se la llevaron a la rastra. La carne gorda de las piernas había estirado y había roto sus medias de red y, mientras pataleaba en el suelo, el vientre blanco y flojo asomaba. Otras fans que subían al micro se rieron de ella. No muchas: la mayoría gritaba que la dejaran en paz. Pero la chica sólo escuchó las risas.
Esa noche no durmió y lloró horas y horas en la cama, con el Ticket Dorado entre las manos. A la mañana tomó veneno para ratas. Murió dos días después. Había sufrido mucho, decían sus compañeras. Helena fue al funeral: se tomó de las manos con otras fans que, cerca de la familia y del cajón, cantaban “This Is the Sea”, la canción favorita de Estefanía.
Helena esperó que ese mismo día las Luminosas vinieran por ella: James Evans estaba brillando como nunca antes. Pero no vinieron a buscarla. Ni entonces ni al día siguiente, en el cementerio, durante el entierro, aunque Helena esperó ansiosa.
Tardaron un año humano en sacarla del Enjambre.
Helena siempre había deseado ser una Luminosa porque en la Costa había descanso y poder, una casa y un nombre. Pero, aunque deseaba tanto eso, cuando la vinieron a buscar, no se dio cuenta. Creyó que las tres mujeres que se le acercaban eran humanas. Tenían el olor sangriento de las humanas, el aliento perfumado y esa forma de caminar algo pesada que el Enjambre debía imitar cuando se mezclaba con fans reales. Las mujeres se la llevaron flotando. Helena escuchó un rumor de alas, pero no las vio. El Enjambre gimió y zumbó toda la noche, entre la celebración y la envidia.
Había mucho que aprender. No había una sola Casa, como zumbaba el Enjambre. Había muchas Casas y las que vivían en la Costa se movían entre ellas según lo desearan. Tenían una madre que rara vez era vista o convocada; la madre Hécate. En el Enjambre se creía que era una Leyenda, una mentira, pero las Luminosas se reían de tanta ignorancia. Y tenían hermanas mayores: Perséfone bajo la tierra, con flores en el pelo; y las Imago, las que se escondían en lugares secos y oscuros, las que venían con arañas, a las que no debían mirar a los ojos.
Helena debía acostumbrarse a su nuevo cuerpo. Una vez fuera del Enjambre, su cuerpo no era de adolescente humana sino de mujer joven, exquisita. Con este nuevo cuerpo podía sólo transformarse en bruma, en niebla, y podía flotar. Se movía lentamente, pero ya no necesitaba la velocidad. Pasaba las tardes en una terraza soleada. Debajo, el mar se veía quieto y muy verde, como un prado. Al principio, ella hablaba poco y las Luminosas le permitían el silencio. Poco a poco le contaron sus historias.
Helena compartía la Casa con cuatro Luminosas. La más decidida y seria, la que había decidido que su nombre definitivo fuera Helena, la que se irritaba cuando ella se comportaba como Enjambre (“eso se terminó”, le dijo una noche, apretándole el brazo, cuando ella se negó a practicar cómo comer), se llamaba Violeta. Había hecho Leyenda a Kurt Cobain. Le explicó a Helena que, desde su entrada en la Casa, tendría capacidad de daño y de videncia. “Podés enfermarlos”, le dijo. “Podés ver qué les duele”.
—Me enviaron a seguir a Kurt cuando él era muy joven —decía Violeta, el cabello teñido de fucsia, zapatillas altas negras y delgadez de varón—. Decidí que le doliera el estómago. No recuerdo bien por qué. Es posible intentar cosas y después abandonarlas, si no funcionan.
—Yo intenté de todo, ¡pero el idiota no se moría! —interrumpió Gina, la única que siempre gritaba y tomaba alcohol, aunque el alcohol no tenía ningún efecto sobre ellas y solamente lo consumían cuando debían imitar a los humanos. Gina había hecho Leyenda a Sid Vicious. Violeta la ignoró.
—Funcionó. Sufría tanto que consumía heroína y otras drogas para calmar el dolor; por lo menos al principio: después ya se hizo adicto y todo fue más fácil. Cada vez que intentaba rehabilitarse, yo le enviaba un poco más de dolor. Está todo en los libros, las biografías, las entrevistas, en su diario: ningún médico pudo jamás diagnosticar el origen del dolor. Quiero que escuches bien esto: podría haberlo dejado morir de sobredosis. Pero, en su caso, no era suficiente. Helena, nosotras necesitamos una Estrella, no un cadáver. Dejé que intentaran salvarlo cada vez. Dejé que lo internaran, que le inyectaran naloxona para sacarlo de las sobredosis. Dejé que lo mandaran a un centro de rehabilitación. Y ahí intervine. Lo ayudé a escapar. Le dije que era fácil saltar la valla, pero era mentira, imposible saltarla. Lo hizo con mi ayuda. Le conseguí dinero para un taxi y para un avión hasta Seattle. Estuvimos en su casa una semana. Entonces todo estaba inmóvil, vas a sentirlo cuando suceda: no se puede cambiar nada. Eso es lo que debés conseguir, Helena: lo inevitable. La familia no pudo encontrarlo, un investigador privado no pudo encontrarlo, ¡y estaba en su propia casa! Hay un momento en que los atraemos a nuestro mundo y las reglas son las nuestras. Ellos ya no tienen poder.
—Es maravilloso —suspiró Marianne con su camisa de seda, sus sandalias y sus collares de caracoles que anunciaban sus movimientos con el tintineo de pulseras y brazaletes que brillaban bajo el sol. Se sentó en uno de los amplios sillones del enorme balcón. Ella había hecho Leyenda a Jim Morrison—. Ese momento, cuando se entregan…
—Kurt nunca se entregó. Quería matarse.
—Eso es mentira. ¡Si le inyectaste la heroína con tus propias manos! ¡Si le diste la escopeta! ¿Qué sentiste cuando le estabas dando muerte? ¿No era hermoso ver la muerte en sus ojos? En esos ojos de tantos tonos de azul… Todos se entregan, de alguna manera, porque saben en qué se convertirán después y nosotras los llevamos hasta ahí, de la mano.
—Sid no se entregó, tampoco —dijo Gina.
—Sid era un imbécil —dijo Marianne.
—Es verdad —dijo Gina, sin ofenderse—. Nunca se dio cuenta de nada.
Helena las miraba atenta y tímida, pero finalmente se atrevió a hablar:
—¿Cómo hiciste Leyenda a Morrison?
Marianne le sonrió y desvió la mirada hacia el mar. Desde el balcón se veía azul, veteado de gris.
—Eso, hermosa, te lo voy a decir cuando consigas tu propia Estrella. ¡No voy a regalarte el secreto tan fácil!
Gina tiró una lata de cerveza por sobre la baranda y enseguida se escuchó un grito de reprobación de Marianne. La Casa les pertenecía desde hacía siglos, aunque había cambiado de forma con el tiempo: toda esa colina junto al mar era propiedad de las Luminosas. Todas las Casas estaban frente al mar, le había explicado Violeta; incluso las Casas nuevas se construían frente al mar. Eso era La Costa. El mar estaba en el mundo, pero en otro tiempo.
—¿Por qué frente al mar? —quiso saber Helena.
—Creo que alguna vez fuimos perseguidas —dijo Marianne— y entonces huimos hacia el mar. Éstas fueron nuestras guaridas, nuestras cuevas en la orilla. También es posible que hayamos vivido en el mar hasta que nos cansamos. Cuando nos cansamos, conseguimos estas Casas. En el mar también nos perseguían.
—¿Y por qué nos perseguían? —preguntó Helena.
—Los humanos nunca toleraron a seres diferentes de ellos. Y mucho menos si esos seres viven para siempre.
El ruido de los caracoles se acentuó cuando Marianne se acercó a Helena para besarle la frente. Olía a vainilla y a humo. “Siempre se entregan”, le susurró. “Y es hermoso”. Después bajó la escalera blanca que llevaba desde el balcón hasta la playa. Su sombrero de ala ancha turquesa estaba adornado con una cinta dorada que colgaba como una serpentina.
La única que nunca hablaba en la terraza se llamaba Vashti. Era pelirroja y llevaba el pelo muy largo, casi hasta la cintura; los ojos, de un verde transparente, vidriados, parecían muertos. Era la maestra personal de Helena, que se reunía con ella en una sala vacía de pisos de mármol y con un espejo que cubría por completo una de las paredes. Las dos solas. Se sentaban en un sillón rojo frente a una mesa baja de madera sobre la que Vashti apoyaba sus papeles y su computadora, una tetera y tazas. No había más muebles en la habitación, salvo una lámpara de pie en un rincón.
—Cuando vienen a visitarnos, suelen decir que esta habitación es muy fría. Nunca pude entender por qué a ellos les resulta tan desagradable el frío. ¿Vos lo entendés, Helena?
—No. ¿Vienen visitas?
—Muy pocas. Aunque no entiendas el frío, tenés que aprender a reconocer cuándo tenés que abrigarte y actuar como si lo sufrieras. También el calor. Y hace falta que aprendas a comer y a bañarte. Vas a pasar mucho tiempo entre ellos, como una de ellos. Tenés que aprender a parecer humana.
Helena frunció el ceño.
—¿Por qué? No lo necesitaba cuando estaba en el Enjambre.
—Lo que eras en el Enjambre ya no importa.
—Violeta dijo que ellos se olvidan de nosotras después.
—No es exactamente así. Nos recuerdan vagamente, como recuerdan los sueños o la infancia.
—Dijo que van a introducirme en el círculo de mi Estrella y nadie va a notar nada extraño.
—Sí. Nadie va a hacer preguntas y si conseguís tu Estrella, tu presencia no habrá sido importante.
—Entonces por qué tengo que aprender a ser como ellos, si nunca voy a llamarles la atención, si prácticamente van a olvidarme.
Vashti se cruzó de piernas. Era altísima y delgada; su aspecto era mucho más adulto que el de cualquiera de las demás. Usaba pantalones de terciopelo verde oscuro y botas de cuero marrón, gastadas.
—No lo sé. Alguna vez también pensamos de esa manera. ¿Para qué el entrenamiento, para qué imitarlos si luego se olvidan, si nuestras rarezas pueden ser notadas, sí, pero se borran de sus memorias y ellos apenas las registran como un sueño? Entonces enviamos a una Luminosa sin entrenamiento. Y fracasó.
—¿Quién era la Estrella?
Vashti dijo un nombre y Helena negó con la cabeza.
—Jamás oí hablar de él.
—Exacto. Fue olvidado porque nosotras no cumplimos las reglas.
—¿Y ella?
—Desapareció. Lo que sucede cuando fracasamos.
Vashti se sirvió té y le sirvió a Helena.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Mariana Enriquez: como periodista ha colaborado con Página 12, TXT, La Mano, La mujer de mi vida y The Guardian, entre otros medios. Sus novelas y cuentos se han traducido en todo el mundo; Las cosas que perdimos en el fuego recibió el Premi Ciutat de Barcelona en 2017. En 2024 ha publicado el libro de relatos Un lugar soleado para gente sombría.