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Fragmento de “María”, de Jorge Isaacs, ahora bajo el sello Penguin Clásicos

Penguin Random House Grupo Editorial acaba de publicar una versión especial de la emblemática novela del romanticismo colombiano. Lo mismo hizo con los cuentos de Tomás Carrasquilla.

Jorge Isaacs * / Especial para El Espectador
16 de febrero de 2023 - 02:09 p. m.
Por primera vez en el prestigioso sello Penguin Clásicos se publican las obras emblemáticas de autores colombianos, incluidos los cuentos de Tomás Carrasquilla. Para la publicación de la edición especial de "María", la editorial contó con el apoyo de la Universidad de los Andes.
Por primera vez en el prestigioso sello Penguin Clásicos se publican las obras emblemáticas de autores colombianos, incluidos los cuentos de Tomás Carrasquilla. Para la publicación de la edición especial de "María", la editorial contó con el apoyo de la Universidad de los Andes.
Foto: Cortesía Penguin

MARÍA

I

Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo M.ª Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.

En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas. (Recomendamos: Texto exclusivo del Premio Nobel de Literatura turco Orhan Pamuk sobre los terremotos en Turquía).

Me dormí llorando y experimenté como un vago pre­sentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella pre­caución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.

A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con be­sos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.

Pocos momentos después seguí a mi padre, que oculta­ba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El

rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra dere­cha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella bus­cando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.

II

Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nu­becillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gua­duales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes vir­tuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que as­piraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis es­trofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pá

lidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encon­tramos aquella con quien hemos soñado a los diez y ocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para no­sotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; en­tonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros la­bios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes belle­zas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y canta­das: es necesario que vuelvan a el alma empalidecidas por la memoria infiel.

Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear so­bre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercar­me a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco des­pués las luces que se repartían en las habitaciones.

Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acer­carme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable ru­bor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi

primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.

III

A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín reco­giendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colo­car a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistinta­mente, y María quedó frente a mí.

Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo mali­cioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos mo­mentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas; y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una pala­bra lisonjera o una mirada examinadora. María me oculta­ba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la bri­llantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperati­vos, me mostraron solo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.

Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, ad­miré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.

Concluida la cena, los esclavos levantaron los mante­les; uno de ellos rezó el Padre nuestro, y sus amos completa­mos la oración.

La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.

María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.

Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y cam­panillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.

—¡Qué bellas flores!, exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.

—María recordaba cuánto te agradaban, observó mi madre.

Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.

—María, dije, va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.

—¿Es verdad?, respondió; pues las repondré mañana.

¡Qué dulce era su acento!

—¿Tantas así hay?

—Muchísimas; se repondrán todos los días.

Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuela­da era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Jorge Isaacs vivió duran­te la época de consolidación de la República y su única novela, “María”, se convirtió en una de las obras más notables del movimiento romántico en la literatura en español. Es también autor de una amplia obra confor­mada por poesía, teatro, periodismo, textos políticos y estudios etnográficos, entre otros.

Por Jorge Isaacs * / Especial para El Espectador

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