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Santa Rita, de Gonzalo Mallarino Flórez (Extractos literarios)

Presentamos un capítulo del libro “Santa Rita” de Gonzalo Mallarino Flórez, publicado por el sello Tusquets de la edtiorial Planeta.

Gonzalo Mallarino Flórez
26 de junio de 2024 - 02:48 p. m.
La novela "Santa Rita", de Gonzalo Mallarino, fue publicada originalmente en 2009.
La novela "Santa Rita", de Gonzalo Mallarino, fue publicada originalmente en 2009.
Foto: Archivo Particular
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Yo me llamo Antonio y voy a contar lo que pasó el último año que viví en Santa Rita. Y también antes, cuando yo era bien chiquito. Yo apunté todo en mi cuaderno y por eso me acuerdo.

La primera vez que salí a la calle conocí a un niño que se llamaba Eduardo y él me dijo que nos subiéramos a un árbol a buscar chicharras, cascarones secos de chicharras.

—Tenemos que llegar hasta las ramas más altas, las chicharras se hacen ahí —me dijo.

Yo empecé a subirme al árbol. Me agarré aquí, después allá, puse una rodilla, me subí más.

Al principio no me cansé ni nada, pero después miré para abajo. Vi el piso lejos y me dio miedo. Eduardo ya estaba en la copa.

—Dale, subí —dijo.

A mí me empezaron a temblar las piernas y me dolían mucho las manos porque se me rasparon. Me quedé ahí. No me pude subir más y no me pude bajar. Lo miré a él allá arriba, vi su cabeza entre las hojas.

—Dale, ¿qué te pasa?, seguí subiendo —gritó. El viento empezó a mover las ramas para todos

lados y yo me puse a llorar. Y además me hice pipí. —Quedate quieto, pues, esperá me bajo por el otro lado —me dijo Eduardo.

Yo le pedí que llamara a mi mamá. O a Rosalba, la muchacha. Él dijo que para qué, que él me bajaba del árbol. Yo sentí el chorrito caliente por todas las piernas hasta las medias. Eduardo se empezó a bajar, respiró duro por la fuerza que estaba haciendo. Ya tenía sudado el pelo de esta parte de aquí de la sien. Se colgó de una rama y se soltó y cayó al piso. No le pasó nada y eso que estaba bien alto. Se acercó al árbol y empezó a subirse otra vez. Llegó hasta donde yo estaba.

—Bajá esa pierna, ponela en esa rama —dijo.

Quedamos a la misma altura, mirándonos.

Él vio el pantalón empapado pero no dijo nada. Me ayudó hasta que llegamos a las ramas más bajitas. Se soltó y cayó al piso otra vez.

—Colgate de ahí, yo me pongo aquí debajo para que te podás soltar —dijo.

Me cogió las piernas y me sentó en los hombros. Poquito a poquito me puso en el piso. Y eso que él era más bajito que yo. Después no, después Eduardo se puso mucho más alto.

—¿Y es que nunca te habías encaramado a un árbol o qué? —me preguntó

—En tierra fría sólo hay árboles chiquitos, o unos altos que se llaman pinos —le contesté.

A los pinos uno no se les puede meter por dentro para subirse. Si uno se mete se chuza y le da una piquiña tremenda. Le salen ronchas. Nadie se puede subir a un pino. O a veces sí, pero lo tienen que tirar desde arriba y al caer siente los chuzos y queda ahí atrapado. Las piernas y los brazos y todo. Tiene que venir alguien grande a sacarlo.

Ahí llegó Rosalba, mi muchacha. Dijo que mi mamá me estaba llamando. Miró el pantalón pero no dijo nada. Ya era hora de almorzar, me tenía que ir. Eduardo me mostró la casa de ellos, la señaló. Yo

vi el muro y el patio y una ventana. Y adentro la sala con los muebles.

—Ya sabés, ahí en esa casa vivo yo —dijo.

Nos fuimos con Rosalba y ya íbamos lejitos y él me volvió a llamar. Me devolví y Eduardo sacó del bolsillo el cascarón amarillo de una chicharra seca. Una que cantó y cantó hasta que se murió y se quedó seca. Estaba enterito. Eduardo no dejó que se rompiera.

—Llevátelo vos, yo tengo un montonón en la casa —me dijo.

Eduardo no era como los niños de tierra fría. Él era distinto. Al otro día me contó que por Santa Rita pasaba un río. A mí me pareció raro, en tierra fría había ríos pero en fincas. Me dijo que fuéramos a verlo. Yo me acordé de la subida al árbol y le dije que no tenía permiso, que me tenía que estar frente a la casa. Pero él me convenció cuando empezó a decir que en el río había unos pescados bigotudos. Eran del tamaño de una mano. No se podían agarrar porque eran muy resbalosos y tenían unas manchas amarillas. Yo no sabía que un río pudiera pasar por unas casas y entonces nos fuimos para allá. Eduardo me fue diciendo quiénes vivían en cada casa. A la izquierda vivía don Ciro que era muy viejito y tenía una esposa viejita como él. Lo llamaban don Chiro porque se ponía la ropa arrugada. Seguimos. Allí a la derecha vivía una señora que se llamaba Elvira Farías que era muy buena pero fumaba mucho. Después había dos casas igualitas. Allí vivían las niñas Barros que tenían la cara muy blanca de tanto llorar. Lloraban porque el hermano se salió de la casa y se fue para unas montañas a dispararle a la gente que pasaba.

—Ahí en frente viven los Estorniza —dijo Eduardo.

Ellos eran de una parte que se llamaba Argentina. El niño se llamaba Alvarito Estorniza y tenía dos hermanas, más grandes que nosotros. Ellas hablaban muy bonito. El papá les gritaba a todos porque era bravo. Seguimos caminando y Eduardo dijo que una casa casi nueva que había era la de Pucho Romanes.

—Pucho hizo algo y se ganó un mundo de plata, por eso cambió toda la casa —dijo.

La volvió a hacer casi toda. Tenía alfombra en el piso, no como en las otras casas que el piso era de baldosín. Por el calor. Además tenía aire acondicionado. Yo no sabía qué era eso y Eduardo me dijo que era un aparato cuadrado como una nevera. Se ponía en un hueco en la pared y botaba viento frío.

—Pucho Romanes mantiene cerradas las ventanas y las puertas y no le da calor ni nada —dijo.

Pucho Romanes era muy bueno. El día de los padrinos siempre nos daba macetas a todos los niños de Santa Rita. Las macetas eran unos palos de una madera que no pesa casi y se llama balso. Tenían clavados otros palitos delgaditos como las ramas de un árbol. Llevaban colgados muchos dulces de colores y sabían a pura azúcar. Tenían formas de animales o de aviones. O caras de payasos. A nosotros nos parecían deliciosas.

Seguimos caminando. En una casa chiquita vivía Eva Riba. Ella vivía sola. Le gustaba salir a sentarse en el murito para conversar con los que pasaban. Tenía un hijo que se llamaba César, pero se había ido para una guerra. Con Eduardo vimos una foto y él usaba un casco verde con una malla. Se pintaba la cara de verde también. Para meterse entre las hojas. Eva Riba estaba siempre esperando una carta de él. Como César estaba en una guerra era muy miedoso para ella. Todos los días subía hasta la peluquería a preguntar si había llegado carta. La peluquería era tienda también.

Vendían dulces, helados. Y cosas para la casa como peinillas, hilo, fólderes, lápices. Y gaseosas frías y galletas. Y unas bolsas con jugos de colores que se llaman sandis. En la peluquería estaba la caja verde del correo, al lado de la silla de motilar. Esa silla era muy alta y cuando estábamos chiquitos nos tenían que ayudar a encaramarnos para que nos motilaran.

El señor de la peluquería era muy bueno y era de una parte donde todos dormían mucho y no les gustaba trabajar. No me acuerdo cómo se llamaba esa parte. Él era gordo y tenía un bigotico. Se llamaba don Darío. A veces se quedaba dormido en la silla de la peluquería y nosotros le sacábamos chicles o colombinas de la vitrina sin que él se diera cuenta. O de pronto sí se daba cuenta pero nos dejaba. A don Darío le llegaban las cartas de toda la cuadra. A esa caja verde.

Eva Riba estaba siempre esperando que el hijo le mandara una carta. Desde allá donde estaba, desde esa guerra. Cuando por fin llegaba ella se ponía muy contenta y se la mostraba a todos para que vieran lo que decía el hijo en el papel. Pero hacía mucho no recibía carta y por eso tenía miedo. De pronto algo le pasó a César allá. Eduardo y yo seguimos caminado. Llegamos a un edificio en el que vivían varias familias. Eduardo sólo conocía a un muchacho que se llamaba Olano que era como raro pero no les hacía nada a los niños. Nunca nos hizo nada. Ese era el único edificio que había en Santa Rita al principio. Después hicieron otro en la otra punta de la cuadra. Ese sí era de una sola persona. Una señora rica que se llamaba Rubiela, la esposa de Clifon Llano.

—¡Eh ave María!, a Clifon sí le gusta mucho el trago, siempre está copetón —decía mi mamá.

Copetón era que había tomado trago todo el día, pero de a poquitos. Clifon daba unas carcajadas tremendas cuando tomaba y a nosotros nos daba susto. Era el papá de dos niños. Uno se llamaba Mauricio y era buen amigo pero se comía los mocos. El otro se llamaba Lelo y era distraído y como morenito. Al lado del edificio de ellos había una familia que tenía una casa con piscina. Eso tampoco lo había visto yo nunca y me pareció muy bueno cuando llegamos a Santa Rita. Una casa con piscina en la cuadra. En tierra fría nadie tenía piscina. Con Eduardo y los otros niños nos bañamos muchas veces porque el señor Bascos nos dejaba meter. Muchas veces, más de mil veces. Él invitaba también a los de las otras casas de la cuadra. A bañarse y a almorzar y a tomar trago.

—En esas fiestas de Julio Bascos todo el mundo toma aguardiente a lo desgualetado y las señoras parejo —decía también mi mamá.

Por la noche, después de tomar todo el día, se ponían a correr al pie de la piscina. A los papás les gustaba empujar a las mamás al agua. Seguimos caminando con Eduardo y llegamos al final de la cuadra. Frente a una calle más grande, atravesada.

Se llamaba La Transversal. Eduardo me dijo que mirara las casas de las dos esquinas. La de la izquierda era la de los Trujillo que no tenían niños, pero el muro de la casa era muy bueno para carreras de tapas. Era bajito y le daba toda la vuelta a la esquina. A las tapas les poníamos una cáscara de naranja para que rodaran bien y no saltaran. En la casa de la otra esquina vivía una niña a la que le decían la Americana Cochina. Era pelirroja y siempre estaba en falda cortica. Se le veían todas las piernas y hasta más.

—Hasta aquí llega nuestra cuadra, de La Transversal para allá ya no es nuestra cuadra —dijo Eduardo.

Miramos bien para ambos lados y cruzamos corriendo. Ahí se empezó a oír el agua. Yo estaba chiquito, me acuerdo. El viento venía de los bambúes, de donde se oían los pájaros y el río. Llegamos y nos subimos a la barda. Miramos para abajo y vimos unas mujeres lavando ropa, negras. Empezamos a bajar muy despacito porque había piedras filudas. Llegamos y Eduardo corrió al río. Yo detrás.

Ahí el agua pasaba rápido y daba duro contra las piedras. Cuando llovía bajaba crecida y las mujeres no podían lavar.

—Nos tenemos que quitar toda la ropa, quedémonos en calzoncillos nada más —dijo Eduardo.

Yo le dije que mi mamá no me dejaba. Pero él me convenció otra vez. Nos quitamos la ropa y la pusimos junto a un árbol. Empezamos a caminar y yo sentí el viento caliente en la espalda y en las piernas.

No era frío como el de la tierra fría.

Eduardo se metió y el agua le dio por la barriga. Yo me metí. El agua no era fría ni nada. Me fui detrás de Eduardo y él se subió a una piedra grande y se quedó esperándome. Yo llegué y me encaramé a la piedra. Nos paramos y miramos para todos los lados. Primero para arriba, para un zoológico donde había un tigre y un avestruz. Después miramos para abajo donde había unos puentes lejos. Y una iglesia muy bonita. Yo no sabía pero se llamaba La Ermita. Después mi mamá nos llevó a conocerla y en la misa echaban una cosa que se llamaba incienso. Incienso es un humo que lo marea a uno pero a Dios le gusta. Después hicieron una iglesia en el barrio de al lado, en Santa Teresita. Todos íbamos a misa allá, menos mi papá que no iba a misa porque no le gustaba Dios. Sí le gustaba poner al Niño Dios en el pesebre y cantar villancicos y todo eso. Pero no más. No le gusta rezar, ni santiguarse que es darse uno mismo la bendición varias veces.

—Mirá, ese es el pozo —dijo Eduardo.

Nos bajamos por el otro lado de la piedra. El agua pasó todavía más rápido. Eduardo se volteó a mirarme a ver si yo tenía miedo. Llegamos a una cascada que tenía las piedras cubiertas de lama y Eduardo se bajó por entre el agua. El chorro le cayó en la cabeza y él gritó contento. Después se zambulló y como el agua era clara lo vi moviendo los brazos y la cabeza.

Después se paró en el centro del pozo y el agua ya le llegó hasta el cuello.

—Vení, metete que el agua está rica —dijo.

Yo le dije que a mí me daba miedo, que yo no sabía nadar. El me contestó que él tampoco, pero que el agua no nos tapaba. Yo me empecé a deslizar hasta que me metí. Eduardo me dijo que me mojara la cabeza rápido para que no me diera frío con el viento. Eso me lo enseñó él. Tomé aire y me metí y abrí los ojos debajo del agua. Era verde pero se veía todo por el sol. Vi las piernas blancas de Eduardo dando saltos. Salí a respirar y Eduardo me dijo que me arrimara despacio adonde él.

—Quedate quieto, para que veás —me dijo pasito. Nos quedamos parados, esperando. Ambos mirando el agua hasta que se quedó bien quieta. En un momentico empezamos a ver los pescados bigotudos. Primero uno. Después tres. Cinco. Más. Los sentimos pasando entre las piernas, tocándonos. Eran tan lisos que no se podían coger. Se nos metían entre los dedos de la mano pero cuando tratábamos de agarrarlos se escapaban por lo resbalosos. A veces nadaban hacia arriba como si nos estuvieran mirando y tenían los ojos alargados. Por debajo el cuerpo era blanco como lechoso y por encima gris con manchas amarillas. En la cara tenían bigotes de gato. Nos quedamos un rato jugando con ellos y después nosalimos del pozo. Eduardo dijo que fuéramos más abajo. A ver a las mujeres negras lavando.

—A veces cuentan cuentos de miedo —dijo. Uno se asustaba por las voces que ponían. Y por

los ojos porque los agrandaban. Se les veía negra la bola de la mitad y lo de alrededor amarillo. Pero no estaban, se habían salido del río. Las vimos caminado por la orilla, llevando en la cabeza los platones con ropa mojada. En las manos llevaban unas frutas. Mandarinas y naranjas. Las iban pelando para comérselas. Se las chupaban mientras caminaban y después tiraban las cáscaras al agua. O al camino que iba entre las matas. No tenían que coger los platones porque no se les caían. Eran negras todas y caminaban así descalzas. No les importaban las piedras ni el suelo caliente. Eduardo y yo nos salimos del río por ahí por donde estábamos, que era más rápido. Vimos los árboles grandísimos llenos de pájaros. Vimos los nidos, las ramas altas y llenas de hojas. Y las lianas que son como unas cuerdas, pero de lo mismo del árbol. Vimos también muchísimos bambúes. Verdes oscuros abajo y en la parte de arriba verdes claros. Y unos más altos y más gruesos que se llaman guaduales. Seguimos caminando, pero llegamos y no encontramos el árbol donde dejamos la ropa. Buscamos y buscamos y nada. No había nada. La ropa no estaba. La cogió alguien, se la robó alguien.

Buscamos y buscamos y nada. No vimos ninguna persona para preguntarle, para saber si alguno pasó por ahí o se acercó. Y ya no había tanto sol.

—Caminá, vámonos así —dijo Eduardo con los ojos llenos de lágrimas.

Nos subimos hasta la barda salimos al andén en calzoncillos. Empezamos a correr hasta que llegamos a La Transversal. Cruzamos y las personas empezaron a mirarnos. Corrimos más. Yo sentí las piedras puntudas y el asfalto caliente. Llegamos a la casa de la Americana Cochina y ella nos miró y se río. Estaba sentada en una silla en la puerta de la casa. Se paró y empezó a reírse con esos mechones largos de pelo que le caían por la cara. Nosotros corrimos más. Pasamos frente a las casas y todas las personas que Eduardo me había dicho a la bajada, nos miraron. Unos se rieron y otros se pusieron bravos. A mí me dolieron mucho los pies por debajo y me puse a llorar otra vez. Sólo pensaba en qué me iba a decir mi mamá cuando viera que ahora había botado la ropa.

Todo eso pasó cuando llegamos a Santa Rita. Después llegó Mola, una muchacha negra como las mujeres del río. Vino para ayudarle a mi mamá porque nosotros la cansábamos mucho. Rosalba ya no nos podía cuidar más porque tenía que cocinar. A veces mi mamá se ponía brava. Sobre todo por la noche cuando no nos dormíamos. Primero nos decía en la puerta del cuarto, cuando apagaba la luz:

—Hasta mañana pues, duérmanse rapidito. Después nos lo repetía desde la cama de ella, si

nos estábamos riendo. O si nos pasábamos de cama o nos tirábamos cosas. Almohadas, medias, zapatos.

—Estos muchachitos, que se duerman ya, carajo —gritaba.

Cuando ella decía eso yo trataba de dormirme. Cerraba los ojos bien duro para que me viniera el sueño. Como nosotros seguíamos molestando, ella se levantaba y se venía caminando por el corredor. Entraba y nos daba con una correa roja que tenía. Una grande de cuero. A los tres. A mis dos hermanos y a mí.

—Esta vez fue pasito, si me hacen levantarme otra vez, les doy más duro —nos decía.

—Antonio, Antonio, ¿sabe qué podemos hacer? —me decía mi hermano Juan, el mayor—, pongámonos bastantes pantalones y sigamos haciendo guerra de zapatos.

Y seguíamos. Mi mamá se volvía a levantar y entraba con la correa y nos pegaba bien duro. Varias veces nos pegaba. Tenía la cara de rabia y se mordía el labio por un lado, por la fuerza que hacía para pegarnos duro. Nosotros nos hacíamos los que nos dolía y gritábamos y todo. Pero no nos dolía. Ella se iba y seguíamos molestando. Así hasta que por fin nos daba sueño y nos dormíamos.

Mola empezó a llevarnos al paradero por las mañanas. Era frente a los Trujillo. Nos dejaba primero a los tres hombres, Juan, Rigo y yo. Juan era el mayor y Rigo era más chiquito que yo. Mola seguía con mi hermana mayor, Luisa, que estaba en el Liceo Belalcázar. A mi hermana chiquita, Manuelita, la dejaban en la casa porque ella todavía no iba al colegio. Muchas niñas de la cuadra estaban en el Liceo. Quedaba en Santa Teresita. Mola iba hasta el puente que pegaba a Santa Rita con Santa Teresita, cruzaba y bajaba por la orilla del río hasta el colegio de mi hermana.

Mi papá se iba a una fábrica de vestidos donde trabajaba, que era de un señor que se llamaba el Mono Zamora. Mi mamá se quedaba con mi hermanita en la casa, o se la daba a Mola y se iba a jugar tenis los días que mi papá le dejaba el carro que teníamos, que le decíamos Rocinante. Mi mamá era alta, muy bonita con su falda para el tenis. Tenía pecas en los hombros y el pelo mono y los ojos verdes. Cafés y verdes. Otras veces no salía de la casa y se quedaba en el balcón acostada en una silla que pusimos. Miraba para abajo, a la calle. Oía los pájaros, las personas hablando. El viento que hacía mover los árboles. La calle era caliente y había unas hormigas rojas gigantes. Caminaban en fila pegadas al andén. A veces los papás regaban gasolina y las quemaban y toda la cuadra se prendía de punta a punta. Así las mataban cuando se estaban metiendo mucho a las casas. Mi mamá se acostaba en esa silla del balcón a escribir en un cuaderno unas historias de catecismo. Catecismo son cuentos de Dios y de la mamá de él, de la Virgen.

Después de lo del río pasó otra cosa, apenas llegamos a Santa Rita. Rosalba estaba sola con nosotros porque mi mamá se había ido a hacer vueltas. Era un sábado por la tarde. De pronto empezaron a romperse los vidrios con piedras y nosotros no sabíamos por qué. Miramos por la ventana y afuera estaba un muchacho que se llamaba Alberto Esprilla. Mi hermano Juan le había pegado. Estaba con otros y ellos eran los que estaban rompiendo los vidrios.

—Que salga Juan —gritaron—, que salga si es tan macho.

Juan quiso salir porque al principio no le dio miedo ni nada. Pero Rosalba dijo que no y le echó llave a la puerta.

—Háganse para atrás más bien, no se acerquen a la ventana que les puede saltar un vidrio —nos dijo.

Y preciso otra piedra rompió la ventana de más allá. La grande de la sala. Afuera volvieron a gritar que saliera Juan, que saliera. A ver si era tan nena que no salía. Ya eran más personas, nosotros miramos y vimos un montón de gente. Grandes, chiquitos, niños y niñas con las muchachas de las casas. Una niña era Angelita, la hermana de Alberto. Eso me dio pesar porque ella venía a la casa a jugar con Luisa. Jugaban con una muñeca grande que mis papás le dieron a Luisa. Ella estaba brava porque Juan le pegó a su hermano.

Los de afuera empezaron a decir groserías. Rosalba dijo que nos tapáramos los oídos y se puso a llorar.

—No vayan a decirle a su mamá, no vayan a repetir esas groserías que están diciendo allá afuera —dijo con los ojos rojos.

—Váyanse de Santa Rita, lárguense rolos hijueputas —gritaban.

Así nos dijeron. Nosotros ahí con Rosalba los oímos. No llevábamos casi nada en Santa Rita. Cuando mi mamá llegó de las vueltas vio toda esa gente frente a la casa y se puso furiosa. Se metió entre todas las personas que estaban gritando y se paró frente a la casa y los regañó a todos. Nosotros desde adentro vimos que a mi mamá no le daba miedo nada.

—Váyanse para sus casas, pues —les dijo—, váyanse rapidito, aquí no molesten.

Les dijo así, como hablaba ella. Con la voz a veces pasito y a veces duro. Todos se empezaron a ir y voltearon y la miraron con susto. Ella abrió la puerta con la llave y entró. Nos vio a todos junto a Rosalba. Ahí acurrucados. Puso en el piso las bolsas que traía y volvió a abrir la puerta de la calle.

—¿Qué tal éstos? ¿Es que creen que somos caídos del zarzo o qué? —dijo.

Entró a la casa y vio las ventanas rotas. La de la sala y la del comedor. Se quedó un rato con nosotros y después se salió para la calle a buscar a los que nos habían roto los vidrios. Fue a todas las casas averiguando hasta que los encontró y le dijo a cada mamá lo que había pasado, lo que ellos nos habían hecho. Y que nos tenían que poner los vidrios nuevos. Al otro día vino un señor con una gorrita y cambió los vidrios rotos.

A todos los niños los castigaron y los papás de ellos tuvieron que pagar la plata de los vidrios nuevos.

A los diítas de lo de las piedras se murió Elvira Farías, la señora que fumaba tanto. Todos quedamos con mucho pesar en la cuadra. Lucía, la mamá de Eduardo, vino a mi casa a hablar con mi mamá. Llegó con Rubiela y con Eva Riba. Ellas dijeron que Elvira estaba metida entre un ataúd, en la sala de la casa de ella. Un ataúd es una caja donde ponen a los muertos para que todos vean como quedaron. Y para que la gente pueda llorar al lado de ellos. Ahí empezó a llegar mucha gente de afuera de Santa Rita, porque había que rezar y después irse a una misa. Para que Dios supiera que ya Elvira iba para el cielo. Ella fue la primera persona que se murió en la cuadra. Nosotros teníamos susto, no sabíamos qué estaba pasando. Nunca habíamos oído hablar de un muerto. Nunca habíamos visto a nadie muerto.

—¿Podemos ir a mirarla? —preguntamos. —Vayan si quieren, yo no veo nada malo —contestó mi mamá.

Pero los papás dijeron que no. Que mejor no. Que los niños no entendían esas cosas y quedaban muy impresionados.

—¿Y qué hay que entender? Esas son cosas normales de la vida —volvió a decir mi mamá.

Unos niños fueron y otros no. Yo fui. Allá estaba Germán también, el hijo de Elvira. Parado al lado de su mamá. No dejaba de llorar. Ellos eran sólo los dos, desde que llegaron a la cuadra. Germán ya iba a la universidad, que es lo que viene después del colegio. Ya había estudiado todo el colegio. Elvira tenía cincuenta años. Tenía el pelo negro todavía. Con poquitas canas a los lados. Le encantaba fumar.

—¿No es verdad que nadie cantaba boleros como Elvira Farías? —preguntó Clifon Llano.

—Sí, pero además Elvira era una mujer muy valiente —le contestó Lucía de Pérez.

Todos le preguntamos por qué, por qué era valiente. Porque había cuidado sola a Germán. A Elvira nadie le ayudó. Nadie le dio plata ni nada. Ella era secretaria de un señor que era abogado y siempre cuidó sola a Germán. El esposo se le murió cuando Germán era chiquito y todavía lo cargaban.

—¿Y ahora qué va a pasar con Germán? ¿Qué va a hacer él solo? —preguntó mi hermana Luisa.

Los papás dijeron que había que ayudarle. Había que pensar en algo para ayudarle. Además era muy buena persona, muy callado pero bueno. Tenía las manos delgaditas como de mujer. Y ya era calvo.

—¿Por qué no hablás con Jorge Riveros para que le ayude? —le dijo Rubiela a su esposo, a Clifon.

Jorge Riveros era un señor muy rico que era amigo de Clifon Llano y de otros de la cuadra. De Aristides Pérez, el papá de Eduardo, de mi papá, de Julio Bascos el que tenía una casa con piscina. No vivía en Santa Rita, pero le gustaba tomar trago y por eso venía a fiestas de la cuadra. En Santa Rita hacían muchas fiestas y lo malo fue que mi papá se puso a tomar mucho trago también. Todos los fines de semana y no le gustaba venirse a acostar temprano. A mi mamá le tocaba venirse sola y por las mañanas nosotros los oíamos a los dos peleando. Cuando vivíamos en tierra fría no era así. Ellos allá no peleaban nunca. Rubiela iba a volver a decir lo mismo de Jorge Riveros pero Clifon le dijo con la mano que parara.

—Es lo que estoy tratando de decir, voy a hablar con Jorge Riveros para que le ayude, pero es que no me dejás terminar.

Después Rigo, mi hermano menor, entró a la sala y preguntó de qué se había muerto Elvira. Ella llevaba tiempo enferma. Todos sabían, pero no le preguntaban nada. Tenía cáncer en un pulmón. A los niños nos explicaron qué era cáncer. Sobre todo Julio Bascos porque a él se le había muerto la mamá de eso una vez. Nos dijeron que era una enfermedad muy mala.

—¿Y en el otro también tenía? —preguntó Rigo. Todos le preguntaron que cómo así, que en el otro qué. Mi hermano dijo que en el otro pulmón. Que si Elvira tenía cáncer en el otro pulmón también.

Nadie le supo contestar. A lo mejor sí. De pronto, al final, ya tenía eso en los dos pulmones.

—Ella se enfermó así de fumar y mi mamá también fuma —dijo Rigo.

Todos se quedaron callados. Mi mamá lo miró. Julio Bascos y Clifon Llano dijeron que uno no siempre se enfermaba. Que muchas personas fumaban y llegaban a viejitos.

—Pero les da cáncer y se mueren —dijo Rigo y se puso a llorar. Después otro niño lloró. Y otro. Hasta que los más chiquitos se pusieron a llorar. Lo de Elvira Farías nos puso a todos con mucho pesar. Fue como si un animal malo se hubiera metido a un jardín que era sólo de nosotros. A un patio como los que había frente a las casas. Adonde sólo llegaba el sol. O las hojas de los árboles dando vueltas.

Una mañana fuimos a una parte que se llamaba El Saladito. Esa vez muchos niños también se pusieron a llorar. Nos pusimos, porque yo también lloré. Aristides dijo que todos los niños cabíamos en el platón de la camioneta, una camioneta roja que él tenía. Nos íbamos de paseo. Adelante se fueron los otros carros con los papás y las ollas y las pelotas. Atrás la camioneta de Ari con el platón lleno de niños. Los hijos de Ari y Lucía, que eran Eduardo y Ramiro. Los hijos de Clifon y Rubiela, que eran Lelo y Mauricio. Margarita del Niño Jesús Ibargüen, una negrita con la que a veces jugábamos. Luisa, Angelita

Esprilla y las mellizas Larrastre, que eran las niñas.

Y Rigo y yo, hijos de mi mamá y mi papá.

Los Larrastre vivían puro frente a Julio Bascos, el señor que tenía una casa con piscina. Al papá de las mellizas le encantaban las películas de cine. Una vez consiguió una máquina de cine y los sábados por la tarde nos ponía películas a todos los niños de Santa Rita. Y a los de Terroncolorado. Terroncolorado era una loma con casas de lata y de cartón, en las que vivía gente pobre. En todas las casas de un lado de Santa Rita, el garaje daba a la Carretera al Mar y a Terroncolorado. El señor Larrastre abría el garaje y ahí iban bajando los niños pobres y se sentaban callados en el piso. Al lado de nosotros. Olían feo y estaban descalzos. Con los pies negros de mugre. Pero no importaba, nos sentábamos todos en el baldosín y el senor Larrastre empezaba a poner la película. Me acuerdo de una que se llamaba Los tres chiflados. Al ratico estábamos todos riéndonos contentos, sin pensar en nada de los niños de Terroncolorado. Todos juntos, apretados porque bajaban muchos de la loma. Y los de la cuadra éramos también bastantes.

Así íbamos en el platón de la camioneta de Ari, bien apretados, más de diez niños para El Saladito. Cinco estábamos recostados contra la puertica que tienen las camionetas para sacar y meter cosas. Los demás iban apoyados en las piernas de nosotros.

Todos nos pusimos a aplaudir con la canción del perro que se vuelve rabioso.

—Para hacer la prueba que es más necesaria, agua le pusimos en una jofaina, él se fue gruñendo sin probar el agua, todos estos síntomas pruebas son de rabia...

—¿Qué es jofaina? —preguntaba siempre alguien.

La camioneta cogió una curva y empezó a subir. De pronto los que íbamos recostados contra la puertica sentimos un hueco en la barriga y que la cabeza se nos iba para atrás durísimo. Se abrió la puertica y nos caímos de la camioneta a la carretera. Ari no paró porque no se dio cuenta. Nosotros seguirnos cayéndonos. Después de los que íbamos recostados contra la puerta, los demás, todos. Todos al pavimento. Nos caímos dando vueltas sin saber qué nos estaba pasando. La camioneta empezó a alejarse dejando un reguero de niños llorando. Por fin Ari se dio cuenta. Miró por el espejo. Echo reversa hasta donde nosotros estábamos. Se bajó rápido con Lucía.

—Virgen pura, se han podido matar estos niñitos —dijo Lucía.

Y se puso a llorar también. Empezó a correr de un lado para otro tratando de alzarnos a todos. De cargarnos para que no lloráramos más. Miró si teníamos cortadas y raspones. Nos limpió la camisa y los chores. En cambio, Ari no, él se puso a reírse. Después ayudo a levantar a los demás y los volvió a subir a la camioneta. Unos camiones que pasaron miraron y preguntaron qué pasaba. Si queríamos algo. Pero Ari les dijo que no y siguió subiendo niños. Después nos dijo que nos hiciéramos bien adentro del platón. Contra la parte donde él iba con Lucia.

—Tengan cuidado, no se recuesten más contra la compuerta que se puede volver a abrir —dijo.

El paseo siguió, pero Lucía se quedó todo el tiempo mirándonos por la ventanilla. Para que no nos volviéramos a caer. Nosotros lloramos y nos asustamos mucho esa vez. Lo mismo que el día en que se murió Elvira Farías.

Gonzalo Mallarino Flórez

Por Gonzalo Mallarino Flórez

Escritor. Autor de varios libros de poesia y de ocho novelas, de las que hacen parte sus célebres Trilogía Bogotá y Trilogía de las Mujeres. Es frecuente colaborador de importantes periódicos y revistas

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