Fragmento de “Volver la vista atrás”, la premiada novela de Juan Gabriel Vásquez
El libro (sello Alfaguara) recrea la vida de la familia del cineasta Sergio Cabrera y ganó esta semana la XVI edición del Premio Novela Europea Casino de Santiago, en España. Este texto corresponde a cuando Cabrera, quien es el nuevo embajador de Colombia en China, era un joven guardia rojo en los años 70 en el país asiático.
Juan Gabriel Vásquez * / Especial para El Espectador
Pasaron los días y la escuela Chong Wen no recuperaba la normalidad. Después del profesor de Dibujo siguieron otras víctimas de la Revolución, o, en otras palabras, otros contrarrevolucionarios que recibieron su merecido castigo.
Primero fue la doctora jefe de la enfermería, quien, según las acusaciones de los estudiantes, había llevado en los últimos tiempos una pequeña bodega de medicinas con la intención única de proveer a los burgueses. Luego le llegó el turno al rector, un hombre mayor cuya lealtad al partido nunca había sido cuestionada, pero entre cuyos papeles alguien —nunca se dijo quién— había encontrado títulos de propiedad. (Recomendamos: Juan Gabriel Vásquez habla sobre su primer libro de poesía).
Eran títulos antiguos sobre tierras que ya habían pasado a ser del Estado, y no tenían ningún valor. El rector alegó que los guardaba como recuerdo, pero los estudiantes estuvieron de acuerdo en que el hombre estaba esperando el regreso del sistema capitalista y feudal, y fue expulsado de la escuela. Los estudiantes no lo dejaron irse sin más. Le hicieron un sombrero de papel en forma de cono donde se leía Amo el feudalismo, lo obligaron a ponérselo para salir de la escuela y lo acompañaron durante varias cuadras, para que otros guardias rojos lo señalaran, se rieran en su cara (pero era una risa contraída, llena de odio) y se acercaran a insultarlo.
Para este momento, ya Sergio era uno de ellos. Al principio de la Revolución Cultural, la escuela Chong Wen había llegado a contar con tres grupos distintos de guardias rojos, separados por leves diferencias ideológicas, pero uno de ellos —más numeroso y cuyos líderes eran jóvenes más respetados o temidos— acabó devorando al segundo, y la rivalidad con el tercero no hizo más que acentuarse.
En medio de estas luchas de poder, Sergio comprendió que no podía quedarse aparte; escribió una carta larga y animosa para solicitar la entrada a la organización más potente; al cabo de una semana recibió la noticia de su aceptación y fue citado para una breve ceremonia en un salón de clases cubierto de dazibaos. Allí le entregaron un brazalete rojo donde parecía brillar un número de seis cifras, su código personal, debajo del nombre del grupo. Sergio se lo puso en el brazo (le quedó demasiado grande: habría que hacer arreglos) y se sintió mágicamente poderoso, o respaldado por un poder invisible pero omnipresente.
En junio se suspendieron los cursos. Sergio empezó a ir a la escuela Chong Wen sólo para hacer algún dazibao o para redactar una proclama o para unirse a una manifestación de rechazo a cualquier cosa. El centro de Pekín era otra ciudad, más ruidosa, más agitada, donde era corriente encontrarse con marchas de guardias que rodeaban a un grupo de acusados, hombres y mujeres tristes que caminaban mirando al suelo roto con gorros en forma de cono y carteles colgando del cuello. Soy un enemigo de clase. Soy un capitalista infiltrado. Llevo este cartel por vivir al servicio de la burguesía.
Se supo que los guardias estaban entrando en los museos para saquearlos, y que también saqueaban los templos y las bibliotecas para avanzar en la destrucción de lo que llamaban «los cuatro viejos»: viejas costumbres, vieja cultura, viejos hábitos, viejas ideas. Las calles por las que Sergio pasaba para ir a la escuela Chong Wen (siempre montado en su bicicleta, casi siempre con su uniforme verde olivo) comenzaron a llenarse de retratos de Mao y de carteles con frases del Libro Rojo.
A veces el nombre que toda la vida había estado en una esquina cambiaba por uno nuevo y revolucionario, y Sergio tenía que poner atención especial para no tomar por una ruta equivocada. Uno de esos días, Sergio se dirigía a la escuela cuando escuchó tiros que venían claramente de esa zona. Se bajó de la bicicleta para oír mejor y para decidir si era peligroso avanzar. Sí, eran disparos, y sí, venían de la calle de la escuela Chong Wen, pero Sergio siguió adelante para tratar de medir la situación desde más cerca.
Al doblar una esquina se encontró con un grupo de soldados del ejército chino que lo detuvieron con malos modos y le ordenaron que los acompañara. A Sergio, igual que le pasaba en otras situaciones, le costó un instante recordar que no era chino, y comprender que a los soldados pudiera parecerles sospechoso que un occidental anduviera por ahí con tanta tranquilidad y además vestido de guardia rojo. «¿Es alumno de la escuela Chong Wen?», le preguntaron. «¿Por qué? ¿Desde cuándo?» Le pidieron su identificación y le preguntaron dónde vivía y con quién y por qué estaba en China, y Sergio contestó como pudo.
«¿En el Hotel de la Paz?», dijo un soldado. «Pero ese lugar está vacío».
«No está vacío. Estamos nosotros». «Pero ahí no hay huéspedes». «Hay dos. Mi hermana y yo. Pueden acompañarme si quieren y verlo ustedes mismos». Pero no lograba que le creyeran. Y Sergio, por su parte, no lograba entender lo que estaba sucediendo en la escuela, más allá de los evidentes disturbios. Fue sólo después, al hablar con su grupo de guardias rojos, cuando pudo hacerse un retrato completo de lo que había sucedido.
Esa mañana, sus compañeros de organización habían decidido tomarse el poder en la escuela: llevar a cabo un golpe de Estado contra el tercer grupo, al que consideraban meros títeres que defendían a las viejas jerarquías. Todo no habría pasado de una escaramuza entre adolescentes si los dos grupos de guardias rojos no hubieran asaltado el cuartel general de milicianos de la Revolución, llevándose más de cien fusiles y munición suficiente para varios días.
Así, armados, habían comenzado una batalla sin misericordia en el campo de fútbol. Las balas volaban en todas las direcciones. Y por eso estaba el ejército en las cercanías: habían llegado para tratar de pacificar la escuela. Y Sergio, por supuesto, les había parecido sospechoso. Él alegaba que ni era espía ni era infiltrado, que era un guardia rojo como los demás, pero los militares parecían hacer esfuerzos por no entender nada.
Sergio estuvo detenido durante horas, sin saber dónde estaba Marianella y sin poder avisarle dónde estaba él. Fue necesario que cesara el enfrentamiento y los guardias descarriados entregaran las armas para que se acercara un grupo de ellos, reconociera a Sergio y les explicara a los militares de quién se trataba. Era un revolucionario internacionalista, les dijeron, igual que sus padres. Los guardias llamaron a la asociación. Sólo entonces lo dejaron libre.
Aquélla fue la última vez que estuvo en los predios de su escuela. Esa tarde, cuando volvió en bicicleta al Hotel de la Paz, lo esperaba su tutora, la señorita Li, con una notificación: a partir de ahora, y debido a su condición de extranjero, tenía prohibido el ingreso a la escuela Chong Wen. Lo mismo ocurría, por supuesto, en el caso de su hermana.
Sergio protestó, en su nombre y en el de Marianella; preguntó dónde quedaba el internacionalismo proletario, de qué servía entonces portar el uniforme de los guardias rojos, y se quejó de que las autoridades no tomaran en cuenta su integración perfecta en la sociedad china, su dominio de la cultura y su conocimiento de la lengua.
«Pues precisamente», le dijo la tutora Li. «Es tu dominio de la lengua lo que te cierra las puertas». «No entiendo», dijo Sergio. «Eres un occidental que habla chino. Eres una fuga de información con cara y ojos. Y aquí todo el mundo sabe que lo más importante es cuidar el mensaje». Tenía razón, por supuesto. Sergio se preguntó si alguna vez dejaría de ser sospechoso, si era posible realmente pertenecer a ese lugar que no era suyo.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. Juan Gabriel Vásquez: (Bogotá, 1973) es autor de las colecciones de relatos Los amantes de Todos los Santos y Canciones para el incendio (Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana) y de las novelas Los informantes, Historia secreta de Costaguana, El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara, Premio Gregor von Rezzori-Città di Firenze, The International IMPAC Dublin Literary Award), Las reputaciones (Premio Real Academia Española, Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente, Prémio Casa da América Latina de Lisboa), La forma de las ruinas (Prémio Literário Casino da Póvoa) y Volver la vista atrás (Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa). Vásquez ha publicado también dos recopilaciones de ensayos literarios, El arte de la distorsión y Viajes con un mapa en blanco, y una breve biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte. Ha traducido obras de Joseph Conrad, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros. Ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. En 2012 ganó en París el Prix Roger Caillois por el conjunto de su obra. En 2016 fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la república francesa, y en 2018 recibió la Orden de Isabel la Católica. Sus libros se publican en 30 lenguas. Fue columnista del diario El Espectador y lo es del periódico español El País.
Pasaron los días y la escuela Chong Wen no recuperaba la normalidad. Después del profesor de Dibujo siguieron otras víctimas de la Revolución, o, en otras palabras, otros contrarrevolucionarios que recibieron su merecido castigo.
Primero fue la doctora jefe de la enfermería, quien, según las acusaciones de los estudiantes, había llevado en los últimos tiempos una pequeña bodega de medicinas con la intención única de proveer a los burgueses. Luego le llegó el turno al rector, un hombre mayor cuya lealtad al partido nunca había sido cuestionada, pero entre cuyos papeles alguien —nunca se dijo quién— había encontrado títulos de propiedad. (Recomendamos: Juan Gabriel Vásquez habla sobre su primer libro de poesía).
Eran títulos antiguos sobre tierras que ya habían pasado a ser del Estado, y no tenían ningún valor. El rector alegó que los guardaba como recuerdo, pero los estudiantes estuvieron de acuerdo en que el hombre estaba esperando el regreso del sistema capitalista y feudal, y fue expulsado de la escuela. Los estudiantes no lo dejaron irse sin más. Le hicieron un sombrero de papel en forma de cono donde se leía Amo el feudalismo, lo obligaron a ponérselo para salir de la escuela y lo acompañaron durante varias cuadras, para que otros guardias rojos lo señalaran, se rieran en su cara (pero era una risa contraída, llena de odio) y se acercaran a insultarlo.
Para este momento, ya Sergio era uno de ellos. Al principio de la Revolución Cultural, la escuela Chong Wen había llegado a contar con tres grupos distintos de guardias rojos, separados por leves diferencias ideológicas, pero uno de ellos —más numeroso y cuyos líderes eran jóvenes más respetados o temidos— acabó devorando al segundo, y la rivalidad con el tercero no hizo más que acentuarse.
En medio de estas luchas de poder, Sergio comprendió que no podía quedarse aparte; escribió una carta larga y animosa para solicitar la entrada a la organización más potente; al cabo de una semana recibió la noticia de su aceptación y fue citado para una breve ceremonia en un salón de clases cubierto de dazibaos. Allí le entregaron un brazalete rojo donde parecía brillar un número de seis cifras, su código personal, debajo del nombre del grupo. Sergio se lo puso en el brazo (le quedó demasiado grande: habría que hacer arreglos) y se sintió mágicamente poderoso, o respaldado por un poder invisible pero omnipresente.
En junio se suspendieron los cursos. Sergio empezó a ir a la escuela Chong Wen sólo para hacer algún dazibao o para redactar una proclama o para unirse a una manifestación de rechazo a cualquier cosa. El centro de Pekín era otra ciudad, más ruidosa, más agitada, donde era corriente encontrarse con marchas de guardias que rodeaban a un grupo de acusados, hombres y mujeres tristes que caminaban mirando al suelo roto con gorros en forma de cono y carteles colgando del cuello. Soy un enemigo de clase. Soy un capitalista infiltrado. Llevo este cartel por vivir al servicio de la burguesía.
Se supo que los guardias estaban entrando en los museos para saquearlos, y que también saqueaban los templos y las bibliotecas para avanzar en la destrucción de lo que llamaban «los cuatro viejos»: viejas costumbres, vieja cultura, viejos hábitos, viejas ideas. Las calles por las que Sergio pasaba para ir a la escuela Chong Wen (siempre montado en su bicicleta, casi siempre con su uniforme verde olivo) comenzaron a llenarse de retratos de Mao y de carteles con frases del Libro Rojo.
A veces el nombre que toda la vida había estado en una esquina cambiaba por uno nuevo y revolucionario, y Sergio tenía que poner atención especial para no tomar por una ruta equivocada. Uno de esos días, Sergio se dirigía a la escuela cuando escuchó tiros que venían claramente de esa zona. Se bajó de la bicicleta para oír mejor y para decidir si era peligroso avanzar. Sí, eran disparos, y sí, venían de la calle de la escuela Chong Wen, pero Sergio siguió adelante para tratar de medir la situación desde más cerca.
Al doblar una esquina se encontró con un grupo de soldados del ejército chino que lo detuvieron con malos modos y le ordenaron que los acompañara. A Sergio, igual que le pasaba en otras situaciones, le costó un instante recordar que no era chino, y comprender que a los soldados pudiera parecerles sospechoso que un occidental anduviera por ahí con tanta tranquilidad y además vestido de guardia rojo. «¿Es alumno de la escuela Chong Wen?», le preguntaron. «¿Por qué? ¿Desde cuándo?» Le pidieron su identificación y le preguntaron dónde vivía y con quién y por qué estaba en China, y Sergio contestó como pudo.
«¿En el Hotel de la Paz?», dijo un soldado. «Pero ese lugar está vacío».
«No está vacío. Estamos nosotros». «Pero ahí no hay huéspedes». «Hay dos. Mi hermana y yo. Pueden acompañarme si quieren y verlo ustedes mismos». Pero no lograba que le creyeran. Y Sergio, por su parte, no lograba entender lo que estaba sucediendo en la escuela, más allá de los evidentes disturbios. Fue sólo después, al hablar con su grupo de guardias rojos, cuando pudo hacerse un retrato completo de lo que había sucedido.
Esa mañana, sus compañeros de organización habían decidido tomarse el poder en la escuela: llevar a cabo un golpe de Estado contra el tercer grupo, al que consideraban meros títeres que defendían a las viejas jerarquías. Todo no habría pasado de una escaramuza entre adolescentes si los dos grupos de guardias rojos no hubieran asaltado el cuartel general de milicianos de la Revolución, llevándose más de cien fusiles y munición suficiente para varios días.
Así, armados, habían comenzado una batalla sin misericordia en el campo de fútbol. Las balas volaban en todas las direcciones. Y por eso estaba el ejército en las cercanías: habían llegado para tratar de pacificar la escuela. Y Sergio, por supuesto, les había parecido sospechoso. Él alegaba que ni era espía ni era infiltrado, que era un guardia rojo como los demás, pero los militares parecían hacer esfuerzos por no entender nada.
Sergio estuvo detenido durante horas, sin saber dónde estaba Marianella y sin poder avisarle dónde estaba él. Fue necesario que cesara el enfrentamiento y los guardias descarriados entregaran las armas para que se acercara un grupo de ellos, reconociera a Sergio y les explicara a los militares de quién se trataba. Era un revolucionario internacionalista, les dijeron, igual que sus padres. Los guardias llamaron a la asociación. Sólo entonces lo dejaron libre.
Aquélla fue la última vez que estuvo en los predios de su escuela. Esa tarde, cuando volvió en bicicleta al Hotel de la Paz, lo esperaba su tutora, la señorita Li, con una notificación: a partir de ahora, y debido a su condición de extranjero, tenía prohibido el ingreso a la escuela Chong Wen. Lo mismo ocurría, por supuesto, en el caso de su hermana.
Sergio protestó, en su nombre y en el de Marianella; preguntó dónde quedaba el internacionalismo proletario, de qué servía entonces portar el uniforme de los guardias rojos, y se quejó de que las autoridades no tomaran en cuenta su integración perfecta en la sociedad china, su dominio de la cultura y su conocimiento de la lengua.
«Pues precisamente», le dijo la tutora Li. «Es tu dominio de la lengua lo que te cierra las puertas». «No entiendo», dijo Sergio. «Eres un occidental que habla chino. Eres una fuga de información con cara y ojos. Y aquí todo el mundo sabe que lo más importante es cuidar el mensaje». Tenía razón, por supuesto. Sergio se preguntó si alguna vez dejaría de ser sospechoso, si era posible realmente pertenecer a ese lugar que no era suyo.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. Juan Gabriel Vásquez: (Bogotá, 1973) es autor de las colecciones de relatos Los amantes de Todos los Santos y Canciones para el incendio (Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana) y de las novelas Los informantes, Historia secreta de Costaguana, El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara, Premio Gregor von Rezzori-Città di Firenze, The International IMPAC Dublin Literary Award), Las reputaciones (Premio Real Academia Española, Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente, Prémio Casa da América Latina de Lisboa), La forma de las ruinas (Prémio Literário Casino da Póvoa) y Volver la vista atrás (Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa). Vásquez ha publicado también dos recopilaciones de ensayos literarios, El arte de la distorsión y Viajes con un mapa en blanco, y una breve biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte. Ha traducido obras de Joseph Conrad, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros. Ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. En 2012 ganó en París el Prix Roger Caillois por el conjunto de su obra. En 2016 fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la república francesa, y en 2018 recibió la Orden de Isabel la Católica. Sus libros se publican en 30 lenguas. Fue columnista del diario El Espectador y lo es del periódico español El País.