Fragmento del libro “No espero hacer ese viaje” (Extractos literarios)
El ministro de Educación, Alejandro Gaviria, lanza “No espero hacer ese viaje”. En él aborda el evento más dramático de la literatura en el siglo XX: el suicidio del escritor austriaco Stefan Zweig con su esposa Charlotte Altmann, en 1942. Zweig era amigo de Germán Arciniégas (entonces ministro de educación de Colombia) quien lo invitó a vivir en Bogotá. Fragmento del segundo capítulo, titulado “Una época de locura”.
Alejandro Gaviria
Prestarse a los demás, entregarse solo a sí mismo
En su artículo sobre su última conversación con Stefan Zweig, el periodista alemán Ernst Feder menciona un asunto anecdótico, casi trivial, a saber: la copia de los Ensayos de Montaigne que le había prestado semanas atrás a Zweig (y que este le devolvió la noche de su último encuentro) tenía una frase subrayada: “Opino que uno ha de prestarse a los demás y entregarse solo a uno mismo”. La frase aparece en el capítulo X del tercer volumen de los Ensayos. El capítulo, titulado “Sobre la preservación de la voluntad”, contiene las reflexiones de Montaigne sobre la vida pública y la política, basadas en su experiencia como alcalde de Burdeos durante dos períodos.
De manera casi reiterativa, Montaigne advierte sobre las exigencias, en su opinión agobiantes, de la administración pública. Menciona que su padre, quien también había sido alcalde de Burdeos, terminó sacrificando su familia y su vida por cuenta de esa responsabilidad: “Recordaba haberlo visto de viejo, en mi infancia, con el alma cruelmente agitada por aquella preocupación pública, olvidándose del dulce aire de su casa […], de su hogar y de su salud, y despreciando ciertamente su vida, la cual creyó perder, comprometido por largos y penosos viajes”, escribió Montaigne. Para él, tal sacrificio tal no tenía sentido. Uno puede prestarse por un rato, decía, pero jamás entregarse plenamente al mundo de la política: “Es menester preservar la libertad de nuestra alma y no hipotecarla más que en las ocasiones justas”.
Leí el ensayo de Montaigne sobre la vida pública, sus sacrificios y recompensas, en las semanas previas a mi entrada a la política electoral colombiana. Ya estaba pensando en este libro, y la curiosidad me fue llevando de una lectura a la siguiente: de Feder a Zweig, y de Zweig a Montaigne. Leí el capítulo con la inquietud que tiene lugar cuando una lectura no planeada, azarosa, resulta reveladora, casi un regalo del destino. Las coincidencias siempre producen una sensación extraña. Uno quiere agradecer por haber encontrado justo lo que necesitaba sin haberlo buscado.
Releí el ensayo seis meses después de una campaña presidencial intensa, transformadora, en algunos sentidos, y agobiante en otros, ya no en busca de consejos sino de explicaciones, de un mejor entendimiento de estos meses convulsos. Cuatrocientos años después, las palabras de Montaigne, sus quejas sobre la erosión del debate público, parecen describir la situación actual en Colombia y en el mundo, los ánimos exaltados y la enemistad corrosiva de la política: “Heme maravillado en mi época de la poco juiciosa y prodigiosa facilidad de los pueblos para dejarse llevar y para dejar manejar su fe y esperanza […] la pasión les ahoga totalmente el sentido y el entendimiento. A su discernimiento no le queda más elección que lo que les sonríe y lo que reconforta su causa”.
Montaigne exhibe su moderación con algo de desenfado. “En las actuales peleas de Estado –escribió –, mi interés no me ha hecho ignorar ni las cualidades loables de nuestros adversarios, ni las reprochables de aquellos a los que he seguido”. Montaigne es, si se quiere, una especie de centrista radical. En su opinión, el centro no es otra cosa que el ejercicio cotidiano de la ecuanimidad. Pero su posición implica (y ese es su lado problemático) cierta indiferencia, cierta propensión a no comprometerse entera y profundamente.
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Montaigne no es un cínico. Respeta la vida pública, pero mantiene cierta distancia escéptica respecto a las refriegas políticas. Sabe bien que muchas de ellas obedecen, más que a grandes diferencias filosóficas o desacuerdos sobre la vida y la organización de la sociedad, a asuntos menores, a envidias y a disputas sobre cuestiones sin importancia. La política disfraza la mezquindad de grandilocuencia. “Nuestras mayores agitaciones tienen resortes y causas ridículas”, escribió.
Stefan Zweig encontró una copia de los Ensayos de Michel de Montaigne tirada en el sótano de su casa de Petrópolis. Por azar, encontró una especie de revelación, un testimonio de la resistencia y la reciedumbre del espíritu humano. Escribió su último ensayo como una celebración de esa coincidencia. Yo también quiero celebrar la lectura de Montaigne en un momento de aprendizaje personal. En mí trasegar por la política, no siempre he logrado mantener el desapego y la ecuanimidad recomendados por Montaigne. Pero ahora, ya en retrospectiva, y en cumplimiento de la promesa personal de escribir este libro, sus ideas representan un consuelo, un aliento para seguir adelante. Dice Montaigne:
“Mi intervención tampoco me ha satisfecho a mí mismo, mas he llegado más o menos a lo que me había prometido y he superado por mucho lo que había prometido a aquellos con los que habría de trabajar: suelo prometer menos de lo que puedo conseguir. Seguro estoy de no haber dejado ni ofensa ni odio. En cuanto a dejar nostalgia y deseo por mí, sé al menos que no los he buscado demasiado”.
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El no buscar demasiado el favor popular y no prometer nunca más de la cuenta, para así resguardarse de las desilusiones de la política, pueden ayudar a un hombre público a mantener la cordura y preservar la libertad. Pero no necesariamente, lo digo por experiencia, lo llevarán a la victoria y al poder. Montaigne no desdeñaba el poder. Pero sabía bien de sus penitencias, de lo que sucede cuando la política anula la vida. Sabía, en suma, que no vale la pena sacrificar la vida en la lucha por el poder.
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Prestarse a los demás, entregarse solo a sí mismo
En su artículo sobre su última conversación con Stefan Zweig, el periodista alemán Ernst Feder menciona un asunto anecdótico, casi trivial, a saber: la copia de los Ensayos de Montaigne que le había prestado semanas atrás a Zweig (y que este le devolvió la noche de su último encuentro) tenía una frase subrayada: “Opino que uno ha de prestarse a los demás y entregarse solo a uno mismo”. La frase aparece en el capítulo X del tercer volumen de los Ensayos. El capítulo, titulado “Sobre la preservación de la voluntad”, contiene las reflexiones de Montaigne sobre la vida pública y la política, basadas en su experiencia como alcalde de Burdeos durante dos períodos.
De manera casi reiterativa, Montaigne advierte sobre las exigencias, en su opinión agobiantes, de la administración pública. Menciona que su padre, quien también había sido alcalde de Burdeos, terminó sacrificando su familia y su vida por cuenta de esa responsabilidad: “Recordaba haberlo visto de viejo, en mi infancia, con el alma cruelmente agitada por aquella preocupación pública, olvidándose del dulce aire de su casa […], de su hogar y de su salud, y despreciando ciertamente su vida, la cual creyó perder, comprometido por largos y penosos viajes”, escribió Montaigne. Para él, tal sacrificio tal no tenía sentido. Uno puede prestarse por un rato, decía, pero jamás entregarse plenamente al mundo de la política: “Es menester preservar la libertad de nuestra alma y no hipotecarla más que en las ocasiones justas”.
Leí el ensayo de Montaigne sobre la vida pública, sus sacrificios y recompensas, en las semanas previas a mi entrada a la política electoral colombiana. Ya estaba pensando en este libro, y la curiosidad me fue llevando de una lectura a la siguiente: de Feder a Zweig, y de Zweig a Montaigne. Leí el capítulo con la inquietud que tiene lugar cuando una lectura no planeada, azarosa, resulta reveladora, casi un regalo del destino. Las coincidencias siempre producen una sensación extraña. Uno quiere agradecer por haber encontrado justo lo que necesitaba sin haberlo buscado.
Releí el ensayo seis meses después de una campaña presidencial intensa, transformadora, en algunos sentidos, y agobiante en otros, ya no en busca de consejos sino de explicaciones, de un mejor entendimiento de estos meses convulsos. Cuatrocientos años después, las palabras de Montaigne, sus quejas sobre la erosión del debate público, parecen describir la situación actual en Colombia y en el mundo, los ánimos exaltados y la enemistad corrosiva de la política: “Heme maravillado en mi época de la poco juiciosa y prodigiosa facilidad de los pueblos para dejarse llevar y para dejar manejar su fe y esperanza […] la pasión les ahoga totalmente el sentido y el entendimiento. A su discernimiento no le queda más elección que lo que les sonríe y lo que reconforta su causa”.
Montaigne exhibe su moderación con algo de desenfado. “En las actuales peleas de Estado –escribió –, mi interés no me ha hecho ignorar ni las cualidades loables de nuestros adversarios, ni las reprochables de aquellos a los que he seguido”. Montaigne es, si se quiere, una especie de centrista radical. En su opinión, el centro no es otra cosa que el ejercicio cotidiano de la ecuanimidad. Pero su posición implica (y ese es su lado problemático) cierta indiferencia, cierta propensión a no comprometerse entera y profundamente.
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Montaigne no es un cínico. Respeta la vida pública, pero mantiene cierta distancia escéptica respecto a las refriegas políticas. Sabe bien que muchas de ellas obedecen, más que a grandes diferencias filosóficas o desacuerdos sobre la vida y la organización de la sociedad, a asuntos menores, a envidias y a disputas sobre cuestiones sin importancia. La política disfraza la mezquindad de grandilocuencia. “Nuestras mayores agitaciones tienen resortes y causas ridículas”, escribió.
Stefan Zweig encontró una copia de los Ensayos de Michel de Montaigne tirada en el sótano de su casa de Petrópolis. Por azar, encontró una especie de revelación, un testimonio de la resistencia y la reciedumbre del espíritu humano. Escribió su último ensayo como una celebración de esa coincidencia. Yo también quiero celebrar la lectura de Montaigne en un momento de aprendizaje personal. En mí trasegar por la política, no siempre he logrado mantener el desapego y la ecuanimidad recomendados por Montaigne. Pero ahora, ya en retrospectiva, y en cumplimiento de la promesa personal de escribir este libro, sus ideas representan un consuelo, un aliento para seguir adelante. Dice Montaigne:
“Mi intervención tampoco me ha satisfecho a mí mismo, mas he llegado más o menos a lo que me había prometido y he superado por mucho lo que había prometido a aquellos con los que habría de trabajar: suelo prometer menos de lo que puedo conseguir. Seguro estoy de no haber dejado ni ofensa ni odio. En cuanto a dejar nostalgia y deseo por mí, sé al menos que no los he buscado demasiado”.
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El no buscar demasiado el favor popular y no prometer nunca más de la cuenta, para así resguardarse de las desilusiones de la política, pueden ayudar a un hombre público a mantener la cordura y preservar la libertad. Pero no necesariamente, lo digo por experiencia, lo llevarán a la victoria y al poder. Montaigne no desdeñaba el poder. Pero sabía bien de sus penitencias, de lo que sucede cuando la política anula la vida. Sabía, en suma, que no vale la pena sacrificar la vida en la lucha por el poder.
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