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Fragmentos de “Una novela posible”

El escritor Alfonso Carvajal presenta su nuevo libro de ficción (sello Literatura Random House), protagonizado por P, un escritor, y Alicia, una lectora apasionada, quienes, desde la literatura, construyen su amor en un mundo de incertidumbre.

Alfonso Carvajal * / Especial para El Espectador
14 de noviembre de 2021 - 02:59 a. m.
La estructura de la nueva novela de Alfonso Carvajal está sostenida por la poesía, género que siempre ha cultivado.
La estructura de la nueva novela de Alfonso Carvajal está sostenida por la poesía, género que siempre ha cultivado.
Foto: Archivo particular
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La cartografía del amor

—Alicia, te reservo el silencio y el misterio para ser solo tuyo, como dice la canción, “principio y fin de la ilusión, piedra rodando a solas”… Me gustaría hacer contigo una cartografía del amor. (Recomendamos: Dostoievski visto por el nobel J. M. Coetzee).

—Qué bella metáfora para los dos. Qué linda palabra: cartografía. ¿Se construye el amor? ¿Cómo trazar el mapa del amor? —le respondió Alicia por WhatsApp.

En medio de los límites intraducibles del amor, solamente el lenguaje se acerca tímido, atiza las comisuras del abismo, transita un cielo efímero que agoniza en sí mismo.

—P, esto me recuerda a Rilke y debe ser nuestra guía de ruta, lo escribe en Cartas a un joven poeta:

“Este progreso transformará la experiencia amorosa (muy en contra de la voluntad de los aventajados hombres, en primer lugar) que hoy está llena de equivocación. La transformará desde la base, la remodelará en una relación pensada de persona a persona, ya no más de hombre a mujer, y este amor humano (que se consumará de manera infinitamente humana, y silenciosa, y buena, y clara, en el ligar y el desligar) se parecerá a aquel que preparamos penando y luchando, al amor que consiste en que dos soledades se cuidan, se respetan y se saludan mutuamente”.

—Te parece.

—Sí, Alicia, vámonos en ese carruaje. Rimbaud lo dijo claro: “Hay que reinventar el amor”.

Ese párrafo marcaría su amor o el deseo del amor. Cuánta razón tenía Rilke: “De que dos soledades se cuiden, se respeten y se saluden mutuamente”. Es una labor épica, cuánto renunciamiento, cuánta libertad también; es el valor del amor, el intangible más grande que existe.

Chocaron los vasitos de mezcal, ese aliento líquido de los dioses, esa nobleza sin resacas, salieron al balcón, miraron la noche tierna como si fueran de la misma textura, goterones de luz alumbraban las montañas, entraron y Alicia puso a sonar a Chavela Vargas. No era una fuentecita sino una voz de cañón adolorido, según Jesusa Rodríguez, una niña triste que un cura expulsó de la iglesia a los siete años, por su rostro de varoncito y su cuerpo de mujercita, qué herejía, su voz tendría el candor de recios ángeles y no necesitaría la absolución del mal cura de la infancia. La más macha entre los machos, al parecer lo dijo una autoridad, José Alfredo Jiménez, a quien ella prolongó a su manera en las noches de tequila que rodaron juntos. Ando borracho, ando tomando porque el destino cambió mi suerte, porque estás que te vas y no te has ido.

Glosó en cantinas porque su lesbianismo fue mal visto para pomposos escenarios, uy, podría contagiar a la multitud, no lo requería, sedujo a más de una mujer de político o empresario aburrida de falta de un beso solar, de una caricia femenina, de un orgasmo aparejado. Dijo de Frida que sus cejas juntas eran una golondrina en pleno vuelo; mantuvieron un romance piadoso y de calenturas, y un día Chavela abrió la puerta y la dejó. Sonó el brindis de los vasitos de mezcal. Alicia y P se dieron un beso de preámbulo, no sé qué tienen las flores, llorona, las flores del camposanto, que cuando las mueve el viento parece que están llorando.

Fue a uno de los matrimonios de Elizabeth Taylor y amaneció entrepiernada con Ava Gardner, el hombre de las mujeres a punto de un ataque de nervios la salvó y la llevó a Madrid y al Olimpia de París, ya sobria, vieja, yegua sabia, a cantar sus restos que nunca envanecieron ni timaron su fuego interior. Había salido del infierno del alcohol y fue feliz en esos viajes donde se reencontró a sí misma y a su voz después de doce años de silencio y dolor, ay Chavela, otro par de mezcales para brindarte y tomarte, ser de ti unos momentos, exclamaron Alicia y P en esa noche inolvidable en la que se surtieron y amaron, esa noche convocada por esa diosa de la vida y la muerte de ese México querido, laberinto de pasiones, terroso y popular, que ha llenado la infancia de coplas y sufrientes rimas para no dejar perecer la esperanza.

***

Postal de lucidez

El maestro, el niño, el viejo, el ido de este mundo, la lucidez flotante, abrió los ojos como si hubiera visto un eclipse interno; físicamente parecía encogido, los años caídos, la decrepitud del tiempo, el rostro era el de un desconocido mirando a otro desconocido, en realidad somos desconocidos, solo sabemos de nosotros y algo nada más, pero una fuerza ulterior lo paralizó de furor: primero lo dijo en alemán, luego, con fuego en sus ojos, habló: “Soy el espíritu del mundo, pero se me ha perdido la llavecita”. Lo dijo con furia, con una ternura infinita, lo repetía, haciendo énfasis en que lo sabía todo, de su mal y de los otros, tal vez su mal mayor. Allí en ese momento alcanzó a darse cuenta de que yacía enjaulado y sin posibilidad de salir, de volver a ser él y la repentina oscuridad nos apartó con una sutileza hiriente. Llaga de invisibles locaciones. Se evaporó siendo el espíritu del mundo y la llavecita perdida para siempre. Siguió su camino, seguí mi camino, nada quedaba por hacer. Todo por recordar.

Es que la verdad y la justicia no tienen nada que ver. Imagínate a cuatro hijas y una mamá encerradas en la casa bajo ráfagas de miedo, aguardando al tío, un detective salvaje, un hombre tierno que nos ponía apodos para mimetizar el fondo de su empeño heroico e inútil, de sus pesquisas oscuras, y nosotras rogábamos que llegara a casa vivo, con su sonrisa de inocencia monumental, oír la llave abrir la puerta y suspirar, respirar un poco más. Experimentamos tantos días así que olvidamos el peligro, la realidad era una cadena de fantasías temerarias, una rueda loca, será que va a poder él solo, niño extraviado, Supermán anónimo, roedor de archivos judiciales, armando el rompecabezas del crimen donde algunos superiores jugaban a tres bandas, recibían el sueldo del Estado y las bonificaciones de los criminales, un círculo de podredumbre.

Lo recuerdo ahora, delgado, eléctrico, con sus ojos de felino nervioso, callado como las piedras de los ríos, pues mamá, que había sido jueza de un pueblo vecino, sí sabía en la lotería de la muerte en que estaba metido; conocedora de los torcidos de una justicia sin lustre, su corazón guardaba el secreto y el rubor de sus venas nos irradiaba a todas, enclaustradas, por la ventana esperando la llegada de su cuerpo alargado de jirafa. El tiempo pasaba como una cuerda invisible, tensa, a cuentagotas en días brumosos o de ardientes tiranías, el valle, la tacita de plata, en su conjunto acosada por los avatares del gatillo y sus verdugos, los ajustes de cuentas en las calles y los que desaparecían qué, a qué almanaque o fosa común pertenecían. Sí, la verdad y la justicia eran una sola máscara, una identidad viscosa, un miasma del mismo origen, así es muy difícil.

***

El recuerdo es ahora una bombilla prendida a plena luz del día, no alumbra nada, tal vez el vacío, la impotencia de construir una esperanza. La verdad siempre es subterránea, escondida bajo los escombros, quién es capaz de desafiar tamaño embrollo donde no se distinguen el bien y el mal, el tío y otros Sherlock Holmes desamparados, coros de valientes anónimos en busca de la verdad, tumbas caminantes, harakiris ambulatorios. La tragedia llegó un viernes al atardecer: arribé del colegio y encontré a mi mamá pálida, una mirada profunda y seca que nunca olvidaré, los ventrículos apretados de pajarraco sin plumas; al lado mis hermanas, noiras que sollozaban.

Nos abrazamos en un silencio que cortaba el aire, solas en el mundo, satélites discordantes, sin respuestas, el mensaje escueto y cruel de barandilla: lo asesinaron a la salida de la Fiscalía de Envigado, de cinco tiros en la cabeza. Lo mató la espuria maldad, de mil rostros, sin cabeza ni alma, en el velorio un puñado de tristes almas, no asistió el amor de esa época, misterio nunca resuelto. Lo más siniestro fue el sentido pésame de uno de los asesinos intelectuales, su jefe; se necesita mucha frialdad, un cinismo sin nombre. Llevó una ofrenda de flores y la mamá a tragarse el mundo a saliva, a atorarse con ese sapo para no hervir el parche, para protegernos de los dedos invisibles de la mano negra.

Guadalupe

Mujer de las alturas virgen de cal sus manazas imploran misericordia o desean coger el mundo y aplastarlo amasarlo de nuevo en esa duda señora nuestra de la ciudad imaginaria la miro desde acá abajo más cerca del averno que del cielo.

¿Qué es la vida? Una serie de fragmentos, volvámonos diseñadores de moda, un arrume de encajes que el destino organiza o pone al azar sobre un maniquí caminante; un indigente que, recordando el doloroso ayer, se revuelca en el presente sin fin; un mapa donde los límites se edifican sobre distintos tiempos y confluyen en el presente; el filósofo cuyas teorías se ciernen prácticas cuando él menos lo imagina, o también el jugador que tira las cartas y unas veces gana o pierde, solo después entiende el juego o cree entenderlo, o el poeta que nada sabe y todo lo inventa…

El amor.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

La obra literaria de Alfonso Carvajal

Nació en Cartagena en 1958. Es escritor, editor y periodista. Ha publicado los libros de poesía Un minuto de silencio (1992) y Memoria de la noche (1998), las novelas El desencantado de la eternidad (1994; segunda edición en 2011), Hábitos nocturnos (2008; Literatura Random House, 2018), La sonata del peregrino (2013) y Ruega por nosotros (Ediciones B, 2015) y los libros de cuentos Pequeños crímenes de amor (Ediciones B, 2010) y Jardines sin flores y otros relatos (2015). De sus textos de no ficción se destaca Los poetas malditos, un ensayo libre de culpa (2000). Es columnista de El Tiempo y profesor de Narrativa de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.

Por Alfonso Carvajal * / Especial para El Espectador

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