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Pero para alguien que siempre se ha considerado poco versado en la apreciación de las artes plásticas, no me siento particularmente cómodo incursionando en una discusión profunda sobre su valor artístico. No es que no haya entendido el mensaje detrás de la obra, sino que considero mejor dejar dicho análisis a verdaderos expertos.
La mirada que yo quiero darle a Fragmentos desde este escrito es la de un ciudadano que no necesariamente le da a su visita esta interpretación, la que posiblemente una gran parte de nosotros le daremos. Quiero también alejarme lo máximo posible de cualquier posición política para enfocarme enteramente en su valor cívico, y el porqué insisto en que este espacio es el monumento que necesitamos y debería ser visitado por todos los colombianos.
Aunque a muchos pueda parecerles poco trascendental, o se encuentren decepcionados ante la falta de una edificación imponente como lo son el Arco del Triunfo en París o el Vittoriano en Roma —enormes estructuras que en su magnitud atraen miradas asombradas y tienen efectos decisivos sobre la circulación de una ciudad—, es verdad que estos ostentosos altares neoclásicos están inquebrantablemente ligados a un entendimiento arcaico de la guerra. Se podría decir que lo más cercano a este concepto que tenemos en Colombia es el Monumento a los Héroes, que se encuentra sobre la Autopista Norte con Calle 80 en Bogotá y, aunque en años recientes se han hecho esfuerzos por preservarlo mejor, no es tan icónico ni relevante en el imaginario colectivo colombiano. No suele despertar un orgullo nacional y por eso se podría decir que ejemplifica las palabras de Robert Musil cuando dijo que el monumento termina por volverse invisible a nuestros ojos.
Estos monumentos decimonónicos celebran la nobleza de la sangre derramada por la patria, la gloria del enfrentamiento bélico, pero creo que muchos colombianos podríamos estar de acuerdo con que nuestra guerra de medio siglo no tuvo nada de glorioso. En esta penosa lucha ambas partes perdieron: Colombia perdió. Es por esto que la maestra Salcedo decidió construir lo que ella llama un ‘contramonumento’, y convirtió las 37 toneladas de armamento que entregaron las FARC para ser fundidas en el piso de un espacio amplio y vacío que invita a la contemplación y a la reflexión.
Fragmentos es un lugar discreto: una pequeña entrada sobre la Carrera Séptima con Calle 6B, en pleno Centro Histórico de Bogotá, nos lleva a una estructura moderna y sobria donde se camina sobre el antedicho piso que conforma el metal fundido de casi nueve mil armas. Entrelazado con esta edificación del arquitecto Carlos Granada están las ruinas de la antigua casa colonial que solía ocupar el lote que se le otorgó a la maestra Salcedo para su obra. Decidió dejar los escombros en su lugar para recordar a los visitantes que es ese el único verdadero legado que nos deja el conflicto armado.
La interpretación de que se están pisoteando las armas de las FARC, y por ende humillando a la ex-guerrilla, no es la que yo le daría en lo más mínimo, ni la que invitaría a ningún ciudadano a darle. Se trata, en vez, de agarrar aquello que simboliza la violencia y el dolor y ponerlo debajo de nosotros para, como lo dice la maestra Salcedo, poder “pararnos sobre una nueva realidad”. No se requiere un conocimiento de semiótica o historia del arte para ver que este lugar busca evidenciar de una manera sutil y aún así lacerante el inmenso vacío que tantas décadas de violencia nos dejó.
Sé que cometo un horrible despropósito al dar un enfoque reducido a la participación de las veinte mujeres víctimas de violencia sexual en la creación del contramonumento. No es porque no sea relevante —este acto es fundamental para el valor de la obra— sino porque es la parte del mensaje más cargada de simbolismo artístico, en especial el tipo de elementos por los que la obra de Doris Salcedo se destaca enormemente, y da muchísimo de qué hablar (sobre lo que un real conocedor del arte podría escribir ensayos enteros). Me limitaré a decir que es este acto catártico y dignificante el que nos invita a todos los colombianos a forjar un nuevo futuro y un mejor país con los restos dispersos que quedaron tras firmarse la paz.
La intención de la maestra Salcedo de que, por los próximos cincuenta años, este espacio neutro y vacío sirva como galería para exponer la mirada de otros artistas afectados por el conflicto que lo complementen —independiente de en qué lado estuviesen— es, en mi opinión, la invitación más contundente a la reconciliación. Es ahora, que estamos en la época en que la paz ha hecho su mayor avance y ha estado más asentada en la sociedad colombiana, y ante la aterradora posibilidad de perder todo progreso y regresar a una mentalidad guerrerista, que necesitamos un lugar que nos recuerde la importancia del diálogo, y lo devastadora que puede ser la guerra.
Si se logra cumplir el sueño colombiano de una paz estable y duradera, no sé qué nuevo propósito se le dará a Fragmentos cuando hayan pasado sus cincuenta años de espacio destinado al arte y la memoria; pero bueno, esa responsabilidad recaerá sobre una generación futura que seguro, con esta obra como parte de su imaginario nacional, tendrá arraigado un entendimiento distinto del conflicto armado y también, ojalá, un mejor criterio.