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El 10 de junio de 1944, esta localidad del suroeste de Francia, ocupada entonces por los alemanes, se convirtió en el escenario de una masacre de civiles que aún conmociona a la nación: las Waffen SS nazis asesinaron a 643 personas, antes de incendiar la localidad.
"Hoy, todos los sobrevivientes han desaparecido. Los únicos testigos de la masacre son estas piedras", dice emocionada Agathe Hébras, nieta de Robert Hébras, uno de los pocos sobrevivientes.
Esta mujer de 31 años se ha impuesto la misión de mantener vivo el recuerdo de la tragedia, que pasa por conservar las ruinas: "Al igual que muchos de los lugareños, lo último que queremos es dejar que se deterioren más".
Solo seis personas escaparon a una de las peores masacres de civiles perpetradas por los nazis en Europa occidental: mataron a unos 200 hombres con ametralladoras, y luego prendieron fuego a una iglesia con cerca de 450 mujeres y niños dentro.
El general francés Charles de Gaulle ordenó que este "pueblo mártir" no se reconstruyera nunca, para que se convirtiera en un recuerdo permanente de los horrores de la ocupación nazi para las futuras generaciones.
El último sobreviviente, Robert Hébras, falleció en febrero de 2023. La refugiada española Ramona Domínguez Gil fue la última víctima de la masacre en ser reconocida, en octubre de 2020, gracias a la investigación del historiador David Ferrer Revull.
“Urgente actuar”
A pocos metros del nuevo pueblo de Oradour-sur-Glane, construido tras la Segunda Guerra Mundial, el silencio reina en las ruinas de su antecesor, convertido en monumento histórico y propiedad del Estado.
Repartidas en unas 10 hectáreas, las pequeñas casas sin tejado, con las piedras ennegrecidas por la lluvia y el tiempo, algunas con las paredes derruidas, aún contienen tesoros, como una bicicleta oxidada o una máquina de coser.
“Peluquería”, “Café”, “Ferretería”, “Escuela de niñas”... Pequeños carteles permiten que los visitantes puedan imaginarse cómo era la vida antes de la tragedia. Pero su conservación peligra con el paso del tiempo.
"Es muy muy urgente actuar, y de forma más importante" de lo hecho hasta ahora, asegura el alcalde de Oradour-sur-Glane, Philippe Lacroix, para quien "cuando el paisaje desaparece, la memoria se borra poco a poco".
Desde 1946, las obras de mantenimiento cuestan unos 200.000 euros (216.000 dólares) al año, a los que se suman inversiones puntuales, según las autoridades. La restauración de la iglesia costó, por ejemplo, 480.000 euros (520.000 dólares) en 2023.
Pero ochenta años después de la masacre, el lugar "requiere un trabajo de restauración masivo", asegura Laetitia Morellet, directora regional adjunta responsable de Patrimonio y Arquitectura.
En 2023, se creó un plan de 15 años que abogó por consolidar la mampostería, proteger la base de los muros y restaurar las fachadas, entre otras acciones, "conservando el estado de destrucción" para "comprender este crimen de guerra".
"No vamos a restaurar elementos que han desaparecido" ni "hacer que las cosas parezcan nuevas", precisa respecto a este plan, financiado por el Estado y por donaciones, y cuyo costo se estima en 19 millones de euros (20,5 millones de dólares).
La “universalidad” de la guerra
Los actuales descendientes de las víctimas y de los sobrevivientes luchan por conservar esta memoria, a diferencia de sus padres, que crecieron sumidos en el silencio del duelo y del trauma durante la posguerra.
El "pueblo mártir" forma parte de la vida de Carine Villedieu Renaud, nieta de la única pareja de sobrevivientes. Esta funcionaria de 47 años lo cruza a menudo para ir al nuevo pueblo.
"Mi abuela, que perdió a su madre, a sus hermanas y a su hija de cuatro años, solía llevarme a pasear por las ruinas; recogíamos flores y me contaba cómo era su vida antes de la guerra. Conmigo no había tabúes", recuerda.
“Los primeros niños de Oradour nacidos tras la masacre, como mi padre, vivieron cosas muy duras, con padres callados y convencidos de que había que olvidar para seguir viviendo”, asegura Agathe Hébras.
Su abuelo, que perdió a dos hermanas y a su madre, solo empezó a hablar de lo ocurrido a finales de los años 1980.
Para Benoît Sadry, presidente de la asociación de familias de víctimas, preservar las ruinas confiere también a este pueblo una "cierta universalidad que va más allá de la Segunda Guerra Mundial".
“El desafío es conservar una prueba de que en las guerras (...) es siempre la población civil la que paga el precio”, subraya.