Francisco Montaña: “Siempre me ha gustado estar solo”
Una nueva entrega de la serie Historias de vida, escrita por Isabel López Giraldo, sobre el recorrido del escritor colombiano Francisco Montaña.
Isabel López Giraldo
Rama materna
Cecilia Fonseca, mi abuela materna, fue una mujer muy culta, buena lectora, guapísima, brillante, inteligente, con una memoria prodigiosa, llena de luz, de amor. Ejerció como locutora de la Radiodifusora Nacional de Colombia durante muchos años, periodista muy reconocida que fundó empresas de publicidad. Se casó con un personaje importante con quien tuvo cuatro hijos.
Jaime Ibáñez, mi abuelo materno, destacado poeta, director de la Biblioteca Nacional, fundador de una universidad en la que después perdió todo lo que había invertido en ella, fue un ser complejo a quien recuerdo poco, lo vi muy deteriorado emocionalmente en una clínica de reposo. Me tocó vivir su frustración y agresividad cuando se encontraba muy cerca de la muerte, pues había perdido su prestigio, su autonomía, cosa que me aterró pues crecí entre mujeres, por lo mismo me acostumbré a un trato dulce, compasivo, cuidadoso.
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Amparo Ibáñez Fonseca, mi mamá, es historiadora. Vivió una infancia muy llena de estímulos, de posibilidades, creció en medio de la abundancia, pero también de fiestas en las que conoció a mi papá. Resulta que mis abuelos hacían tertulias a las que invitaban a sus amigos y uno de ellos se convirtió en el suegro de mi mamá.
Rama paterna
Diego Montaña Cuéllar, mi abuelo paterno, fue el político de la familia, abogado, fundador del Partido Comunista, el último presidente de la Unión Patriótica y, como tal, participó en varias comisiones de notables. Al ganar un pleito decidió dejar de ejercer su profesión para volverse finquero.
Carlota Cuéllar, mi abuela paterna, a quien le decíamos la nana, fue una mujer muy dulce, hermosa, consentidora, elegante, con una cantidad de fincas y herencias que mi abuelo se gastó en sus lides políticas. Hacía unas tortas deliciosas, porque cocinaba magnífico. Murió antes que mi abuelo materno.
Rafael Montaña Cuéllar, mi papá, tuvo una gran afición por los carros y también un amor por la cocina que han estado muy presentes en mi vida. Sus desayunos eran memorables. Siempre en medio de la abundancia, el encantaba festejar. Murió muy joven. Recuerdo su dulzura y su claridad. Su pensamiento original es lo que más extraño de su presencia.
Casa materna
Mis papás llevaron un noviazgo interrumpido hasta que, estando en la universidad, se embarazaron. Tuvieron una relación muy particular porque cuando tenían un hijo se separaban, a los seis años volvían a juntarse para tener otro. La tercera vez nacieron mellizos. Nunca tuvieron hijos con otras personas. Se amaron profundamente, pero les fue muy difícil la convivencia.
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Hermanos
Soy el mayor, alguien quien vivió de manera muy independiente de sus hermanos durante sus primeros años dadas las diferencias de edad, especialmente con respecto a los dos menores.
He de confesar que cuando mi hermano Santiago nació yo ya no requería toda la atención que demanda un bebé, ya iba al colegio, pero esto me frustró enormemente y me hizo reaccionar fuerte con él, porque sentí celos, pero después fuimos muy buenos amigos. Santiago fue teatrero, actor, una hermosura de ser humano, dulce, alegre, simpático, aunque neurótico. Murió de infarto hace cuatro años.
Alejandro es músico percusionista con varias agrupaciones, Los Yoryis y La Mojarra eléctrica son sus agrupaciones más conocidas de música pachanguera. Recuerdo que él siempre estaba haciendo ruido, donde estuviera, a la hora que fuera.
Ana María es periodista. La amé cuando nació: hermosísima, de ojos muy grandes. Cuando era niña me la llevaba de paseo a todas partes.
Infancia
Mi abuela Cecilia me consideraba poeta, siendo yo muy joven. Invitaba a sus amigos a su casa para que leyeran mis poemas. A mis trece años yo intentaba salir con una niña, amiga común de uno de mis amigos, quien nos invitó a la finca de su tío en los Llanos; entonces mi abuela me dijo: “Ese viaje puede resultarte difícil porque no sabemos si tu amiga te pare bolas. Te recomiendo llevar un libro”. Me entregó La montaña mágica de Thomas Mann que leí en los intermedios de los juegos para convertirse en el primer recuerdo de una lectura consistente, en la que estuve completamente sumergido, atrapado por el relato. Más adelante, ante un desamor, me dio a leer poesía de su biblioteca, que era fantástica y enorme: como yo no tenía el suficiente criterio para saber qué libros tomar, ella dirigió mis lecturas recomendándome autores. Fue cuando leí a Pablo Neruda y a Luis Cernuda. Con ellos decidí que quería ser escritor al sentir que la poesía me tocaba de una manera tan intensa. Quise alcanzar a otros con mis palabras de la misma manera como los poemas me llegaban a mí.
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Pasé mis vacaciones con mi abuelo Diego cuando compró una finca en Paipa que tenía un par de represas, colinas, vacas, caballos en los que aprendí a montar, pero también a ensillar, a saber cuándo están bien herrados. Fue en ese lugar en el que aprendí el poder de las historias: los quince primos dormíamos en el alto de la pesebrera, nos acomodábamos varios en un colchón y las cobijas no alcanzaban para todos. Cuando apagaban la luz, antes de rendirnos al sueño en el momento, la oscuridad adquiría una presencia muy importante porque era densa, profunda, uno no lograba a ver la mano al pasarla por el frente.
En alguna de las navidades en la finca, a mi primo Rodrigo Triana, quien es director de cine, le regalaron una lancha eléctrica que pusimos a funcionar en la alberca, realmente era el juguete más increíble del planeta. En cambio, a mí me regalaron libros que, si bien me gustaban (aunque no los leía), yo prefería recibir juguetes.
Siempre me ha gustado estar solo y trabajar con mis manos, elaborar. Escribir en parte tiene que ver con esto, es una actividad solitaria que al comienzo hago a mano. Lo curioso es que por la casa de mi mamá pasaba mucha gente, pues ella convocaba a sus amigos, y yo volvía cuentos algunas de esas conversaciones para regalárselos como un gesto de amor. Era el niño queriendo conquistar a su madre: escribía, dibujaba, cosía el papel, le armaba una carátula en cartulina que le entregaba.
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Recuerdo que me regalaban cuentos tradicionales rusos de la Editorial Progreso, que era soviética, como Basilisa la hermosa. Mi tío, militante de alguna organización de izquierda, me regalaba libros del partido comunista chino que distribuían en el país con ilustraciones bellísimas. Encontraba las historias muy lejanas, ajenas, de superación, una especie de fábulas en las que había un enorme componente ideológico que no terminaba de entender.
Academa
Desde el primer año sufrí muchísimo la época de colegio, aunque hubo situaciones divertidas.
Adelanté buena parte de la primaria en el colegio de la Universidad Nacional donde la profesora que nos daba religión, como asignatura obligatoria, leía para nosotros el antiguo testamento, nos lo explicaba de una manera fantástica, porque las historias son alucinantes: crímenes, intrigas, desamores, un dios feroz. Pero aquí sufrí castigos infames.
Pasé al Juan Ramón Jiménez, donde me sentí muy tranquilo, contento, a gusto. Tenía unos profesores que enseñaban de manera muy especial. A el de español le entendí con total claridad una regla gramatical, la concordancia del género y del número en nuestro idioma cuando apenas estaba aprendiendo a leer a escribir. Hacían concursos de poesía, de cuento, lo que nos estimulaba a explorar nuestras posibilidades creativas.
Mi mamá tuvo un disgusto con la directora del Juan Ramón, entonces me matriculó en el Canapro, colegio de la Caja Nacional de profesores que apenas estaba empezando. Dictaban clases en casetas de lata, pero una conexión de energía mal puesta hacía que una de las estas estuviera electrificada. Una diversión nuestra era electrocutarnos haciendo una fila muy larga tomados de la mano, el de la punta opuesta ponía la mano en el piso mientras el otro tocaba la caseta. Lo desafortunado fue que, sin que lo supiéramos, uno de los compañeros sufría epilepsia, entonces el juego le produjo convulsiones; la situación resultó muy impresionante, conmovedora, y no sabíamos qué hacer ni cómo reaccionar.
Estudié de tercero a sexto de bachillerato en el Nuevo Campestre, donde me gradué, aunque con una pausa de dos años porque nos fuimos a la finca de mi abuelo por un tiempo. Estando en este colegio descubrí el vallenato, género musical preferido por mis compañeros costeños, quienes no eran pocos y lo escuchaban todo el tiempo.
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Cuando mis papás se reencontraron y nacieron los mellizos, nos fuimos a vivir a la finca en Paipa donde mi papá montó una fábrica de quesos. Pero yo no quería, vivía mi adolescencia y no me entusiasmaba la idea de dejar Bogotá donde estaban mis amigos con mil planes y las niñas que me gustaban. Pero fue un acierto porque mientras estuvimos en el campo todo fue muy divertido.
Luego nos instalamos en Duitama. Estudié en el San Juan Bosco, de la señora Emita, donde pasé muy feliz y donde hice amigos y amigas.
En este entretanto aprendí fotografía y mi papá, a fin de compensarme por tantos cambios, acondicionó uno de los sótanos de la casa como cuarto oscuro para el revelado. También tuve la oportunidad de manejar una cuatro por cuatro, un camioncito al que llamamos polvorete y en el que iba a recoger la leche que se requería en la fábrica de quesos. Recorrí veredas con paisajes hermosísimos, con páramos, lugares absolutamente divinos, caminos intransitables, pero de ensueño: salía la señora con la cantina de leche y un regalo que en ocasiones era una bolsa con duraznos, esos que jamás volví a probar en ninguna parte por deliciosos, pero también con una gallina viva.
En el último divorcio de mis padres regresamos a Bogotá y yo volví a mi colegio. Pero ya estaba muy rebelde. Decía que vestirme con la ropa de mi mamá era parte de la autonomía: me puse sus blusas, lo que a ella le pareció que estaba bien. Alguna vez usé sus faldas para ir al colegio, esto sí cayó mal, pero precisamente era lo divertido del asunto, yo pensaba: “Ah, se están poniendo nerviosos porque me ven con falda”. Los desafiaba, probaba límites, y en el colegio me permitieron esto y más. Aquí hice un periódico, formé parte del consejo estudiantil, fui muy amigo de los profesores, tomé cerveza con el de filosofía.
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Como ya sabía que quería ser escritor. Busqué estudiar algo artístico, que tuviera que ver con las letras, aunque no era claro de qué vivir con esto. Busqué Literatura, pero esta facultad solo la tenía la Javeriana y se salía de mi presupuesto. En la Nacional daban Filología e Idiomas, lo más cercano, con tres componentes muy fuertes: literatura, lingüística y pedagogía. Comencé, pero al final del primer año hubo un gran paro, el ejército entró con sus tanquetas a la Facultad de Ciencias Humanas bombardeando los edificios y matando estudiantes muchos de los que hoy aún siguen desaparecidos. Esto fue algo aterrador que hizo que cerrara la Universidad dejándome sin oficio.
Decidí presentarme como asistente a clases de la Distrital, en la Pedagógica. También consideré ser actor y viví la experiencia. Me inscribí a la Escuela Nacional de Arte Dramático, ENAD, con casa en La Candelaria. Estuve un semestre en el que disfruté el estar cerca a mis amigos que actuaban. Me encantaron los entrenamientos físicos. Pero nunca pensé que tuviera talento, como en efecto lo confirmó, Juan Monsalve, uno de mis profesores y papá de la mujer con quien vivo actualmente, cuando me dijo: “Mire, en teatro hay mucho qué hacer, entre otras escribir obras”.
Unión soviética
Para este momento ya me consideraba poeta, y le escribí poesía a cada hoja que se caía, a la gota de agua, a la campanita que hace en el suelo, a la flor, a la mujer (mi tema preferido). Envié los poemas al concurso del ICETEX universitario ganándome uno de los premios que incluían la publicación del libro.
Dentro del jurado estaba el poeta colombiano y columnista Luis Vidales, quien me preguntó si me interesaría irme a Rusia, a lo que no le vi ningún problema, me parecía, por el contrario, fantástico. Alguien me advirtió que la experiencia podría ser compleja, muy difícil, pero me aventuré al considerarla una oportunidad única.
Viajé a la Unión Soviética a terminar mis estudios de filología, donde por cuatro años pude comprobar que sí era muy difícil todo. Me trasladé a guion de cine donde aprendí muchísimo, fue una escuela que de manera importante me formó como escritor. Una de las premisas de la formación del taller de la escuela era que uno tenía que soltar la mano, escribir con tanta intensidad, tanto, que finalmente la mano obrara sola, que no fuera simplemente un instrumento, que no tuviera que pensar para escribir, hasta que escribir fuera un acto completamente natural. Para lograrlo había que escribir sin cesar: tuve que entregar veinte cuartillas semanales de narrativa durante seis meses que me obligaron, al final, a alargar los chistes porque no se me ocurría qué escribir, quizás por joven, pues no tenía mucho qué decir.
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Trayectoria
Traductor
A mi regreso empecé a buscar trabajo como guionista, pero no lo encontré, sino como traductor de literatura rusa constituyéndose esta actividad en una gran escuela como escritor. Después de haber escrito tanta poesía, de haber buscado la experiencia, tanto la sensorial del castellano, que es la poesía para mí porque en su escritura hay, por sobre todo, una sensación, como la hay en el guion, que es la narración más seca donde las palabras casi ni importan porque lo que importa es lo que pasa, es decir, no importa la calidad del lenguaje.
Una de las cosas que nos decían en la escuela era: “Guiones no se publican. Nadie tiene una colección de guiones en un estante de su casa, la gente tiene novelas. Los buenos guiones se vuelven películas, de otro modo se pierden”. Porque los guiones no son una obra en sí, son un medio para que algo más ocurra.
Traducir me permitió hacer coincidir esas dos ideas, la de la experiencia de la sensibilidad del castellano y la del relato, de la narrativa, de la manera de armar las historias, de encontrar las estructuras, de saber cómo empezar, cómo terminar, cómo construir las escenas, cómo producir tensión narrativa.
Es muy exigente traducir, en especial a autores de lenguas tan lejanas como el ruso que tiene unas posibilidades sintácticas muy distintas a las nuestras. El reto es que estas suenen cercanas.
Rincón del cuento
Por alguna razón, que le atribuyo a la sabiduría de la vida, no me resultaba trabajo haciendo guiones. Sabía que escribía bien, pero no encontré compatibilidad ni en la televisión ni en el cine, aunque escribí para programas educativos como en la serie Rincón del cuento que hacía promoción de lectura para niños.
El Rincón del cuento planteaba un conflicto que se resolvía a través de la lectura de un libro. Trabajábamos con una promotora de lectura que me permitió conocer una cantidad de literatura infantil y juvenil que me fascinó. Hasta ese momento tuve la idea, que es la de tantos quienes han estudiado literatura y quienes tienen alguna pretensión sobre ella, que la literatura infantil y juvenil es algo menor. Pero descubrí escritores inmensos como Roal Dahl y Christine Nöstlinger.
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Doctorado
Cuando decidí no seguir haciendo guiones para televisión, la manera de sobrevivir que encontré fue dictando clases en universidades. Descubrí que me iba bien enseñando, me gustaba y me permitía tener tiempo para escribir.
Me presenté a un concurso en la Universidad Nacional para entrar a la carrera docente que me permitió ser profesor de planta con todos sus beneficios, uno de ellos, el acceder a becas y financiación. Primero hice una maestría en historia del arte, he seguido estudiando sobre cine y sobre niños perfilándome así académicamente, pero buscando siempre lograr un doctorado.
Toda mi vida he estudiado y trabajado al mismo tiempo, y quise experimentar lo que era dedicarse por completo al estudio, saber qué salía de eso, tener esa libertad, darme ese lujo. Lo logré gracias a que la Nacional está invirtiendo en su planta docente para que en su mayoría tenga doctorado: apliqué para financiación y viajé a estudiar por cuatro años en el Instituto de Estudios Hispánicos de la Sorbona.
¡Qué delicia París y el campo francés! Viví cerca de Lion, en un pueblo muy bello donde pasaron cosas maravillosas.
Novelas
Para ese momento ya había escrito mi primera novela, Sello de salida, que nunca publiqué y que nunca publicaré, pero me divertí mucho escribiéndola. Es la historia de un paranoico, condición que lo lleva a la cárcel.
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Decidí entonces que quería escribir sobre un joven como personaje central. Así surgió Bajo el cerezo. Esta novela no me costó trabajo, la escribí fácil, rápido, la disfruté. Cuando la terminé, mi hermano Santiago me la pidió para entregársela a la persona con quien vivía en ese momento, la mamá de su hija quien es editora. Se la entregué para que la leyera y opinara. Me dijo: “Con esta novela puedes hacer lo que te propongas, ¿a dónde la quieres mandar?”. No lo podía creer, me sentía desconfiado de mí mismo, pero le dije: “La colección que más admiro en literatura juvenil es la de Alfaguara”. La enviamos y al mes me llamó Pilar Reyes a decirme que la publicarían.
A partir de ahí comenzó una seguidilla de novelas en las cuales los personajes juveniles se volvieron recurrentes haciendo parte de la Literatura Infantil y Juvenil – LIJ. La única que no protagoniza un joven es La afición del monje, cuenta la historia del biógrafo de un anarquista colombiano.
El país de las otras importancias, mi más reciente novela que se ganó el premio de novela de la Cámara de Comercio de Medellín, surgió cuando adelantaba mi doctorado en Francia. Estando allá me intrigó la literatura juvenil que estaban haciendo. Me encontré una novela con la historia de un niño con papá alcohólico; la idea magnífica, pero mal aprovechada, me pareció muy regular, poco armada y nada profunda. Pensé: “¡Qué oportunidad perdida la de este escritor!”. Me propuse a escribir una primera versión que terminé en el 2016, pero tuve que hacer varias hasta que en la editorial consideraran que estuviera lista; alcancé a enviarla a concurso, pues yo consideraba que estaba bien, pero tampoco pasó nada con ella por ocho años. Fueron muchas las maneras en que fue contada esta historia, la de un padre alcohólico, adicto, y su hijo joven que lo tiene que cuidar.
Familia
Tengo dos hijos, un par de tesoros: Matías estudió literatura en la Javeriana y Violeta es bailarina.
Mi pareja es Magdalena Monsalve, hija de Juan y Beatriz, diseñadora de gran talento, enseña en la Tadeo, está íntimamente conectada con la naturaleza. Es el amor de mi vida, una dicha poder estar con ella.
Rama materna
Cecilia Fonseca, mi abuela materna, fue una mujer muy culta, buena lectora, guapísima, brillante, inteligente, con una memoria prodigiosa, llena de luz, de amor. Ejerció como locutora de la Radiodifusora Nacional de Colombia durante muchos años, periodista muy reconocida que fundó empresas de publicidad. Se casó con un personaje importante con quien tuvo cuatro hijos.
Jaime Ibáñez, mi abuelo materno, destacado poeta, director de la Biblioteca Nacional, fundador de una universidad en la que después perdió todo lo que había invertido en ella, fue un ser complejo a quien recuerdo poco, lo vi muy deteriorado emocionalmente en una clínica de reposo. Me tocó vivir su frustración y agresividad cuando se encontraba muy cerca de la muerte, pues había perdido su prestigio, su autonomía, cosa que me aterró pues crecí entre mujeres, por lo mismo me acostumbré a un trato dulce, compasivo, cuidadoso.
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Amparo Ibáñez Fonseca, mi mamá, es historiadora. Vivió una infancia muy llena de estímulos, de posibilidades, creció en medio de la abundancia, pero también de fiestas en las que conoció a mi papá. Resulta que mis abuelos hacían tertulias a las que invitaban a sus amigos y uno de ellos se convirtió en el suegro de mi mamá.
Rama paterna
Diego Montaña Cuéllar, mi abuelo paterno, fue el político de la familia, abogado, fundador del Partido Comunista, el último presidente de la Unión Patriótica y, como tal, participó en varias comisiones de notables. Al ganar un pleito decidió dejar de ejercer su profesión para volverse finquero.
Carlota Cuéllar, mi abuela paterna, a quien le decíamos la nana, fue una mujer muy dulce, hermosa, consentidora, elegante, con una cantidad de fincas y herencias que mi abuelo se gastó en sus lides políticas. Hacía unas tortas deliciosas, porque cocinaba magnífico. Murió antes que mi abuelo materno.
Rafael Montaña Cuéllar, mi papá, tuvo una gran afición por los carros y también un amor por la cocina que han estado muy presentes en mi vida. Sus desayunos eran memorables. Siempre en medio de la abundancia, el encantaba festejar. Murió muy joven. Recuerdo su dulzura y su claridad. Su pensamiento original es lo que más extraño de su presencia.
Casa materna
Mis papás llevaron un noviazgo interrumpido hasta que, estando en la universidad, se embarazaron. Tuvieron una relación muy particular porque cuando tenían un hijo se separaban, a los seis años volvían a juntarse para tener otro. La tercera vez nacieron mellizos. Nunca tuvieron hijos con otras personas. Se amaron profundamente, pero les fue muy difícil la convivencia.
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Hermanos
Soy el mayor, alguien quien vivió de manera muy independiente de sus hermanos durante sus primeros años dadas las diferencias de edad, especialmente con respecto a los dos menores.
He de confesar que cuando mi hermano Santiago nació yo ya no requería toda la atención que demanda un bebé, ya iba al colegio, pero esto me frustró enormemente y me hizo reaccionar fuerte con él, porque sentí celos, pero después fuimos muy buenos amigos. Santiago fue teatrero, actor, una hermosura de ser humano, dulce, alegre, simpático, aunque neurótico. Murió de infarto hace cuatro años.
Alejandro es músico percusionista con varias agrupaciones, Los Yoryis y La Mojarra eléctrica son sus agrupaciones más conocidas de música pachanguera. Recuerdo que él siempre estaba haciendo ruido, donde estuviera, a la hora que fuera.
Ana María es periodista. La amé cuando nació: hermosísima, de ojos muy grandes. Cuando era niña me la llevaba de paseo a todas partes.
Infancia
Mi abuela Cecilia me consideraba poeta, siendo yo muy joven. Invitaba a sus amigos a su casa para que leyeran mis poemas. A mis trece años yo intentaba salir con una niña, amiga común de uno de mis amigos, quien nos invitó a la finca de su tío en los Llanos; entonces mi abuela me dijo: “Ese viaje puede resultarte difícil porque no sabemos si tu amiga te pare bolas. Te recomiendo llevar un libro”. Me entregó La montaña mágica de Thomas Mann que leí en los intermedios de los juegos para convertirse en el primer recuerdo de una lectura consistente, en la que estuve completamente sumergido, atrapado por el relato. Más adelante, ante un desamor, me dio a leer poesía de su biblioteca, que era fantástica y enorme: como yo no tenía el suficiente criterio para saber qué libros tomar, ella dirigió mis lecturas recomendándome autores. Fue cuando leí a Pablo Neruda y a Luis Cernuda. Con ellos decidí que quería ser escritor al sentir que la poesía me tocaba de una manera tan intensa. Quise alcanzar a otros con mis palabras de la misma manera como los poemas me llegaban a mí.
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Pasé mis vacaciones con mi abuelo Diego cuando compró una finca en Paipa que tenía un par de represas, colinas, vacas, caballos en los que aprendí a montar, pero también a ensillar, a saber cuándo están bien herrados. Fue en ese lugar en el que aprendí el poder de las historias: los quince primos dormíamos en el alto de la pesebrera, nos acomodábamos varios en un colchón y las cobijas no alcanzaban para todos. Cuando apagaban la luz, antes de rendirnos al sueño en el momento, la oscuridad adquiría una presencia muy importante porque era densa, profunda, uno no lograba a ver la mano al pasarla por el frente.
En alguna de las navidades en la finca, a mi primo Rodrigo Triana, quien es director de cine, le regalaron una lancha eléctrica que pusimos a funcionar en la alberca, realmente era el juguete más increíble del planeta. En cambio, a mí me regalaron libros que, si bien me gustaban (aunque no los leía), yo prefería recibir juguetes.
Siempre me ha gustado estar solo y trabajar con mis manos, elaborar. Escribir en parte tiene que ver con esto, es una actividad solitaria que al comienzo hago a mano. Lo curioso es que por la casa de mi mamá pasaba mucha gente, pues ella convocaba a sus amigos, y yo volvía cuentos algunas de esas conversaciones para regalárselos como un gesto de amor. Era el niño queriendo conquistar a su madre: escribía, dibujaba, cosía el papel, le armaba una carátula en cartulina que le entregaba.
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Recuerdo que me regalaban cuentos tradicionales rusos de la Editorial Progreso, que era soviética, como Basilisa la hermosa. Mi tío, militante de alguna organización de izquierda, me regalaba libros del partido comunista chino que distribuían en el país con ilustraciones bellísimas. Encontraba las historias muy lejanas, ajenas, de superación, una especie de fábulas en las que había un enorme componente ideológico que no terminaba de entender.
Academa
Desde el primer año sufrí muchísimo la época de colegio, aunque hubo situaciones divertidas.
Adelanté buena parte de la primaria en el colegio de la Universidad Nacional donde la profesora que nos daba religión, como asignatura obligatoria, leía para nosotros el antiguo testamento, nos lo explicaba de una manera fantástica, porque las historias son alucinantes: crímenes, intrigas, desamores, un dios feroz. Pero aquí sufrí castigos infames.
Pasé al Juan Ramón Jiménez, donde me sentí muy tranquilo, contento, a gusto. Tenía unos profesores que enseñaban de manera muy especial. A el de español le entendí con total claridad una regla gramatical, la concordancia del género y del número en nuestro idioma cuando apenas estaba aprendiendo a leer a escribir. Hacían concursos de poesía, de cuento, lo que nos estimulaba a explorar nuestras posibilidades creativas.
Mi mamá tuvo un disgusto con la directora del Juan Ramón, entonces me matriculó en el Canapro, colegio de la Caja Nacional de profesores que apenas estaba empezando. Dictaban clases en casetas de lata, pero una conexión de energía mal puesta hacía que una de las estas estuviera electrificada. Una diversión nuestra era electrocutarnos haciendo una fila muy larga tomados de la mano, el de la punta opuesta ponía la mano en el piso mientras el otro tocaba la caseta. Lo desafortunado fue que, sin que lo supiéramos, uno de los compañeros sufría epilepsia, entonces el juego le produjo convulsiones; la situación resultó muy impresionante, conmovedora, y no sabíamos qué hacer ni cómo reaccionar.
Estudié de tercero a sexto de bachillerato en el Nuevo Campestre, donde me gradué, aunque con una pausa de dos años porque nos fuimos a la finca de mi abuelo por un tiempo. Estando en este colegio descubrí el vallenato, género musical preferido por mis compañeros costeños, quienes no eran pocos y lo escuchaban todo el tiempo.
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Cuando mis papás se reencontraron y nacieron los mellizos, nos fuimos a vivir a la finca en Paipa donde mi papá montó una fábrica de quesos. Pero yo no quería, vivía mi adolescencia y no me entusiasmaba la idea de dejar Bogotá donde estaban mis amigos con mil planes y las niñas que me gustaban. Pero fue un acierto porque mientras estuvimos en el campo todo fue muy divertido.
Luego nos instalamos en Duitama. Estudié en el San Juan Bosco, de la señora Emita, donde pasé muy feliz y donde hice amigos y amigas.
En este entretanto aprendí fotografía y mi papá, a fin de compensarme por tantos cambios, acondicionó uno de los sótanos de la casa como cuarto oscuro para el revelado. También tuve la oportunidad de manejar una cuatro por cuatro, un camioncito al que llamamos polvorete y en el que iba a recoger la leche que se requería en la fábrica de quesos. Recorrí veredas con paisajes hermosísimos, con páramos, lugares absolutamente divinos, caminos intransitables, pero de ensueño: salía la señora con la cantina de leche y un regalo que en ocasiones era una bolsa con duraznos, esos que jamás volví a probar en ninguna parte por deliciosos, pero también con una gallina viva.
En el último divorcio de mis padres regresamos a Bogotá y yo volví a mi colegio. Pero ya estaba muy rebelde. Decía que vestirme con la ropa de mi mamá era parte de la autonomía: me puse sus blusas, lo que a ella le pareció que estaba bien. Alguna vez usé sus faldas para ir al colegio, esto sí cayó mal, pero precisamente era lo divertido del asunto, yo pensaba: “Ah, se están poniendo nerviosos porque me ven con falda”. Los desafiaba, probaba límites, y en el colegio me permitieron esto y más. Aquí hice un periódico, formé parte del consejo estudiantil, fui muy amigo de los profesores, tomé cerveza con el de filosofía.
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Como ya sabía que quería ser escritor. Busqué estudiar algo artístico, que tuviera que ver con las letras, aunque no era claro de qué vivir con esto. Busqué Literatura, pero esta facultad solo la tenía la Javeriana y se salía de mi presupuesto. En la Nacional daban Filología e Idiomas, lo más cercano, con tres componentes muy fuertes: literatura, lingüística y pedagogía. Comencé, pero al final del primer año hubo un gran paro, el ejército entró con sus tanquetas a la Facultad de Ciencias Humanas bombardeando los edificios y matando estudiantes muchos de los que hoy aún siguen desaparecidos. Esto fue algo aterrador que hizo que cerrara la Universidad dejándome sin oficio.
Decidí presentarme como asistente a clases de la Distrital, en la Pedagógica. También consideré ser actor y viví la experiencia. Me inscribí a la Escuela Nacional de Arte Dramático, ENAD, con casa en La Candelaria. Estuve un semestre en el que disfruté el estar cerca a mis amigos que actuaban. Me encantaron los entrenamientos físicos. Pero nunca pensé que tuviera talento, como en efecto lo confirmó, Juan Monsalve, uno de mis profesores y papá de la mujer con quien vivo actualmente, cuando me dijo: “Mire, en teatro hay mucho qué hacer, entre otras escribir obras”.
Unión soviética
Para este momento ya me consideraba poeta, y le escribí poesía a cada hoja que se caía, a la gota de agua, a la campanita que hace en el suelo, a la flor, a la mujer (mi tema preferido). Envié los poemas al concurso del ICETEX universitario ganándome uno de los premios que incluían la publicación del libro.
Dentro del jurado estaba el poeta colombiano y columnista Luis Vidales, quien me preguntó si me interesaría irme a Rusia, a lo que no le vi ningún problema, me parecía, por el contrario, fantástico. Alguien me advirtió que la experiencia podría ser compleja, muy difícil, pero me aventuré al considerarla una oportunidad única.
Viajé a la Unión Soviética a terminar mis estudios de filología, donde por cuatro años pude comprobar que sí era muy difícil todo. Me trasladé a guion de cine donde aprendí muchísimo, fue una escuela que de manera importante me formó como escritor. Una de las premisas de la formación del taller de la escuela era que uno tenía que soltar la mano, escribir con tanta intensidad, tanto, que finalmente la mano obrara sola, que no fuera simplemente un instrumento, que no tuviera que pensar para escribir, hasta que escribir fuera un acto completamente natural. Para lograrlo había que escribir sin cesar: tuve que entregar veinte cuartillas semanales de narrativa durante seis meses que me obligaron, al final, a alargar los chistes porque no se me ocurría qué escribir, quizás por joven, pues no tenía mucho qué decir.
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Trayectoria
Traductor
A mi regreso empecé a buscar trabajo como guionista, pero no lo encontré, sino como traductor de literatura rusa constituyéndose esta actividad en una gran escuela como escritor. Después de haber escrito tanta poesía, de haber buscado la experiencia, tanto la sensorial del castellano, que es la poesía para mí porque en su escritura hay, por sobre todo, una sensación, como la hay en el guion, que es la narración más seca donde las palabras casi ni importan porque lo que importa es lo que pasa, es decir, no importa la calidad del lenguaje.
Una de las cosas que nos decían en la escuela era: “Guiones no se publican. Nadie tiene una colección de guiones en un estante de su casa, la gente tiene novelas. Los buenos guiones se vuelven películas, de otro modo se pierden”. Porque los guiones no son una obra en sí, son un medio para que algo más ocurra.
Traducir me permitió hacer coincidir esas dos ideas, la de la experiencia de la sensibilidad del castellano y la del relato, de la narrativa, de la manera de armar las historias, de encontrar las estructuras, de saber cómo empezar, cómo terminar, cómo construir las escenas, cómo producir tensión narrativa.
Es muy exigente traducir, en especial a autores de lenguas tan lejanas como el ruso que tiene unas posibilidades sintácticas muy distintas a las nuestras. El reto es que estas suenen cercanas.
Rincón del cuento
Por alguna razón, que le atribuyo a la sabiduría de la vida, no me resultaba trabajo haciendo guiones. Sabía que escribía bien, pero no encontré compatibilidad ni en la televisión ni en el cine, aunque escribí para programas educativos como en la serie Rincón del cuento que hacía promoción de lectura para niños.
El Rincón del cuento planteaba un conflicto que se resolvía a través de la lectura de un libro. Trabajábamos con una promotora de lectura que me permitió conocer una cantidad de literatura infantil y juvenil que me fascinó. Hasta ese momento tuve la idea, que es la de tantos quienes han estudiado literatura y quienes tienen alguna pretensión sobre ella, que la literatura infantil y juvenil es algo menor. Pero descubrí escritores inmensos como Roal Dahl y Christine Nöstlinger.
Podría interesarle leer: La inteligencia artificial aplicada al arte es entretenimiento, dice historiadora
Doctorado
Cuando decidí no seguir haciendo guiones para televisión, la manera de sobrevivir que encontré fue dictando clases en universidades. Descubrí que me iba bien enseñando, me gustaba y me permitía tener tiempo para escribir.
Me presenté a un concurso en la Universidad Nacional para entrar a la carrera docente que me permitió ser profesor de planta con todos sus beneficios, uno de ellos, el acceder a becas y financiación. Primero hice una maestría en historia del arte, he seguido estudiando sobre cine y sobre niños perfilándome así académicamente, pero buscando siempre lograr un doctorado.
Toda mi vida he estudiado y trabajado al mismo tiempo, y quise experimentar lo que era dedicarse por completo al estudio, saber qué salía de eso, tener esa libertad, darme ese lujo. Lo logré gracias a que la Nacional está invirtiendo en su planta docente para que en su mayoría tenga doctorado: apliqué para financiación y viajé a estudiar por cuatro años en el Instituto de Estudios Hispánicos de la Sorbona.
¡Qué delicia París y el campo francés! Viví cerca de Lion, en un pueblo muy bello donde pasaron cosas maravillosas.
Novelas
Para ese momento ya había escrito mi primera novela, Sello de salida, que nunca publiqué y que nunca publicaré, pero me divertí mucho escribiéndola. Es la historia de un paranoico, condición que lo lleva a la cárcel.
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Decidí entonces que quería escribir sobre un joven como personaje central. Así surgió Bajo el cerezo. Esta novela no me costó trabajo, la escribí fácil, rápido, la disfruté. Cuando la terminé, mi hermano Santiago me la pidió para entregársela a la persona con quien vivía en ese momento, la mamá de su hija quien es editora. Se la entregué para que la leyera y opinara. Me dijo: “Con esta novela puedes hacer lo que te propongas, ¿a dónde la quieres mandar?”. No lo podía creer, me sentía desconfiado de mí mismo, pero le dije: “La colección que más admiro en literatura juvenil es la de Alfaguara”. La enviamos y al mes me llamó Pilar Reyes a decirme que la publicarían.
A partir de ahí comenzó una seguidilla de novelas en las cuales los personajes juveniles se volvieron recurrentes haciendo parte de la Literatura Infantil y Juvenil – LIJ. La única que no protagoniza un joven es La afición del monje, cuenta la historia del biógrafo de un anarquista colombiano.
El país de las otras importancias, mi más reciente novela que se ganó el premio de novela de la Cámara de Comercio de Medellín, surgió cuando adelantaba mi doctorado en Francia. Estando allá me intrigó la literatura juvenil que estaban haciendo. Me encontré una novela con la historia de un niño con papá alcohólico; la idea magnífica, pero mal aprovechada, me pareció muy regular, poco armada y nada profunda. Pensé: “¡Qué oportunidad perdida la de este escritor!”. Me propuse a escribir una primera versión que terminé en el 2016, pero tuve que hacer varias hasta que en la editorial consideraran que estuviera lista; alcancé a enviarla a concurso, pues yo consideraba que estaba bien, pero tampoco pasó nada con ella por ocho años. Fueron muchas las maneras en que fue contada esta historia, la de un padre alcohólico, adicto, y su hijo joven que lo tiene que cuidar.
Familia
Tengo dos hijos, un par de tesoros: Matías estudió literatura en la Javeriana y Violeta es bailarina.
Mi pareja es Magdalena Monsalve, hija de Juan y Beatriz, diseñadora de gran talento, enseña en la Tadeo, está íntimamente conectada con la naturaleza. Es el amor de mi vida, una dicha poder estar con ella.